El héroe en las literaturas indígenas venezolanas*
Alejandro Useche
El ser humano necesita héroes. Sin ellos, se siente en la oscuridad.
El héroe es un modelo colectivo que condensa ideales de apariencia física, de
habilidades prácticas o místicas y de comportamientos morales. Como arquetipo
humano, esto es, como estructura psíquica universal transhistórica, es un
símbolo de nosotros mismos, de nuestros deseos y temores, aparte de constituir
una elaboración psíquica de nuestra memoria colectiva inconsciente. Sus
representaciones pueden ser de cualquier naturaleza: religiosa, bélica,
política, artística, científica o erótica. Y sin embargo, todas ellas son sólo
hipóstasis de los héroes míticos. Nuestros héroes actuales, aquellos que
movilizan, a través de sus cualidades extraordinarias y de su carisma, al
hombre contemporáneo, son avatares de los héroes ancestrales de todos los
continentes. Son la repetición del tiempo mítico, regresando una y otra vez,
con apariencia de novedad y de ruptura, aunque apenas puedan, en lo esencial, diferenciarse
de los héroes pergeñados in illo tempore.
De este modo, Gilgamesh, Telipinu, Baal, Yahveh, el Rey Arturo, Hércules,
Amaterasu, Odiseo, Da Monzón, Quetzalcóalt, Wainaimonen, Mío Cid, Gesar de
Ling, El Emperador Amarillo, y un largo etcétera, son nuestra memoria
planetaria épica, son parte del patrimonio ancestral, las claves para la
comprensión de nuestros héroes actuales y, por ende, de nosotros mismos.
En este orden de ideas, para el estudio de la cultura y la
literatura venezolanas, hay una pieza fundamental, subestimada la mayoría de
las veces, a la que hay que regresar: nuestra literatura indígena nacional, en
lo general, y sus héroes, en lo particular. Estas líneas no aspiran a ser un estudio
exhaustivo al respecto, mas se proponen explorar algunas figuras épicas que
hemos considerado de sumo interés para la comprensión de nuestra heroicidad
mítica. Asimismo, pondremos en relación ésta última con algunas de las
representaciones arquetipales heroicas de otras culturas para que, en dicho
diálogo, se haga más claro el talante de nuestros héroes primigenios.
Durante la revisión del corpus
mítico y literario seleccionado para los fines arriba expuestos, destacaron dos
categorías de héroes, diferenciables, pero combinables y, por ende, muchas
veces no expresadas en estado puro: 1) el héroe cazador-chamán, combinación de
dos subtipos que inicialmente son uno y que sólo de modo eventual se separan; y
2) el héroe pícaro. Estas categorías relativas pueden ser guías provisionales
para la discusión sobre este tópico.
El cazador y el chamán como héroes
En la literatura baré, destaca La historia del monito Pwácari, en la que se relata la unión de una
india y un mono, unión que debemos enmarcar dentro de la concepción simbólica
que presupone una frontera lábil y muy frágil entre los órdenes animal,
vegetal, mineral y humano. Estas fronteras tan móviles, nos hablan de la unidad
de todas las cosas, del vínculo mágico y espiritual entre el ser humano y los
otros habitantes del cosmos. De la unión arriba aludida —unión envidiada y acechada por los otros
monos y por los rabipelados—, nace Pwácari. Sin embargo, antes de dar a luz
Foméyaba, los monos la descuartizan en un descuido de su esposo. La criatura
resiste esta agresión, pero como no había sido formado completamente, una araña
de río finalizó la gestación. Más adelante, es criado por una raya.
El haber sobrevivido a semejante ataque lo ubica, de entrada,
dentro de los seres extraordinarios, y nos recuerda la manera en que Sémele
queda fulminada por la presencia luminosa de Zeus, mas no su hijo, Dioniso,
quien, estando en su vientre, supera dicha prueba para después terminar de
gestarse en la pantorrilla del Dios de los Dioses. También es homólogo el caso
de la madre de Mo-Sahv y de U-ya-wi, héroes gemelos de la mitología de los
indios Pueblo, la cual no sobrevive al parto. Esto no impide, sin embargo, a
estos recién nacidos valerse por sí mismos (“Los héroes gemelos”, 2011). Los
héroes suelen enfrentarse a un entorno hostil y peligroso desde su infancia o,
como Pwácari, desde antes de nacer. La efigie de la araña que finaliza el
proceso de gestación, vendría a escenificar que el héroe participa de un
destino cósmico, uno que la Naturaleza ha tejido para él. La araña, como las
Moiras griegas, hilvana el decurso de las criaturas.
La imagen de la raya en calidad de nodriza establece una
homología con todos aquellos héroes criados por la naturaleza, como Zeus por la
cabra Amaltea, o Rómulo y Remo por la loba. De este modo, queda claro que el
héroe no tiene como padres realmente a un par de mortales, sino al Cosmos
mismo. Por lo tanto, se infiere que la filiación cósmica hace de Pwácari un ser
que desborda la normalidad, llamado a hacer cosas singulares. Y efectivamente,
una vez que, bajo la forma de una culebra, logra llegar a donde su abuelo, éste
le pone la prueba fundamental: flechar un mato, esto es, un lagarto. En este
punto, Pwácari debe hacerse cazador.
La prueba iniciática establecida por el abuelo, representante
de la sabiduría ancestral, implica la destreza en el uso de la flecha, arma
prototípica del cazador. Éste, quizá la representación más antigua del
héroe-guerrero (junto a los dioses luchadores o bélicos) es el que posee la
‘puntería’, esto es, la “visión”. Al respecto, Miguel Rocha Vivas comenta:
Simbólicamente
la escasez se debe a la falta de visión: para ver dónde está el alimento, cómo
vencer a los animales guardianes, cómo acceder a las moradas de los dueños de
la comida, del agua y del tiempo. En este sentido el arcaico héroe que vence
las dificultades es ante todo un visionario, condición que en él depende de
cierta marca celestial, o en cualquier caso de su capacidad de ver lo que está
más allá de sus ojos físicos (2004: 82).
Esta capacidad de ver más allá de lo normal descansa en la
cualidad que tiene la flecha para desafiar la gravedad y, por lo tanto, las
condiciones mundanas. Su desplazamiento ascendente la convierte en símbolo de
las relaciones entre el arriba y el abajo, entre el mundo de los dioses y el de
los humanos. Es el mismo planteamiento de la catasterización de Croto, hijo de
Eufeme, la nodriza de las Musas, que Eratóstenes nos relata. Su transformación
en la constelación de Sagitario es el resultado de su admiración y
reconocimiento al canto de las Piérides, quienes le habían otorgado la
“habilidad de lanzar flechas” (cf. Eratóstenes, 1999: 89-90). Así,
Croto-Sagitario implica un ser de ‘visión superior’, de pensamiento inspirado y
elevado. En la astrología occidental, esto se ha sintetizado en la imagen del
signo zodiacal Sagitario a modo de centauro que apunta su flecha hacia el
firmamento (a pesar de que, según Eratóstenes, Croto es un hombre con dos patas
de caballo y una cola de sátiro). En fin, se trata del ‘cazador’ filosófico.
Por su capacidad de penetración y de realizar una abertura,
la flecha es el poder del pensamiento o de la visión mental, es la fuerza de la
luz que genera el orificio mientras se desplaza. Recordemos que la luz es lo
que permite la visión. Valga, sin embargo, aclarar que el pensamiento asociado
a la flecha no es el analítico ni el perteneciente a la lógica racional, sino
más bien a la visión rápida, instantánea, inspirada, ‘iluminada’, al golpe de
la revelación. Un caso significativo que muestra esta simbolización es el arte
del tiro con arco en la tradición zen y su relación con la posibilidad de
alcanzar el satori o estado de
conciencia de la mente búdica. La velocidad de la flecha es otro de los
elementos responsables de esta simbolización. También lo es su conexión
significativa con el rayo, muy común en las mitologías del orbe.
Esta última asociación se hace más clara si verificamos que
la flecha no sólo es ascendente en el caso del cazador, sino también descendente,
si lo vemos como el arma de los dioses. En el Antiguo Testamento, Zacarías 9,
14, se dice: “Yahveh aparecerá sobre ellos, y saldrá como relámpago su flecha;
(el Señor) Yahveh tocará el cuerno y avanzará en los torbellinos del sur”. De
hecho, ya tempranamente Yahveh aparece como “dios de la guerra”, dotado de
jabalina y escudo, luchando “en favor de las tribus que se articulan en torno
al Arca de la Alianza” o enviando las flechas portadoras de la enfermedad, como
en el Salmo 38, 3-4 (Keel, 2007: 213-215). De igual manera, Horus, dios halcón
solar egipcio, en su batalla contra Set, en la que éste toma la forma de un
hipopótamo, emplea la lanza de 16 codos (o también un dardo o arpón), fabricado
ora por Onuris (dios de la caza y la guerra) ora por Ptah (dios creador
menfita), y vence a su adversario, como un “lebrel cazador”, vengando, de esta
manera, a su padre Osiris. En el mito, la propia Lanza, en calidad de personaje,
habla: “¡Soy yo, soy yo, la señora de la Lanza, yo soy la joven, señora del
Silbante (…), el que fulgura en las espaldas de las presas…”; luego el coro
exclama: “Verán cómo sus dardos resplandecen en medio del río” (Josep, 1993:
208-216). Así, el mito en cuestión establece una relación estrecha entre lanza
y resplandor (o también fulgor o brillo), dado que la flecha es una luz dura y
rápida que vence a la oscuridad, como lo hace el rayo en el cielo nocturno.
Tampoco olvidemos las flechas mortales de Apolo tras la
súplica de Crises en la Ilíada, generando
la peste entre los hombres. Apolo es un dios solar y, por ende, implica una
simbolización del fuego sagrado. Hay que tener en cuenta que el rayo es fuego
celeste. Asimismo, Zeus emplea el rayo a modo de flechas contra sus enemigos en
numerosas ocasiones. Otro caso interesante del diálogo entre el arriba y el
abajo a partir del arma del cazador, ahora un mazo o hacha, es Baal, dios
cananeo. Al respecto, en el Ciclo de Baal
se dice: “[Es el dicho del árbol y la charla de la piedra]: / el cuchicheo
de los cielos con [la tierra], [de los abismos con las estrellas]. <La
piedra del rayo que no comprenden los cielos>, / la ‘voz’ que no comprenden
los hombres..” (Olmo Lete, 1998: 46-47). Esto nos recuerda a Thor, dios del
trueno y de la guerra en la mitología nórdica, quien vencía a los Trolls y a
los Yotes con su martillo Miolnir, que aumentaba o disminuía de tamaño según
las necesidades de la divinidad (cf. Gálvez S., 2009: 23-24).
Un caso que particularmente nos interesa acerca de cómo los
dioses o los seres espirituales primordiales se comunican con el mundo terrenal
a través del impulso sagrado de la flecha es el relato de Kororomani, el llamado ‘Génesis warao’ venezolano. En un punto de
la narración, se nos cuenta cómo Kororomani, tratando de dispararle a un pájaro
que se había posado cerca de su casa, falla, clavando el arma en la tierra a
poca distancia de su morada, creando un portal, un agujero cósmico que se
reveló cuando su suegra barría las inmediaciones. Lanzando una cuerda por el
boquete, él y su esposa, quienes en su lugar de origen sólo consumían casabe, tuvieron
acceso a este mundo lleno de todo tipo de carnes, es decir, de animales
comestibles. Ésta no fue la suerte de una mujer en sus últimos meses de
embarazo quien, al quedar atascada en el agujero tratando de descender, se
transformó en la estrella de la mañana, esto es, en Venus. Consecuentemente, la
flecha viene a ser no sólo la visión
que abre mundos y que posibilita la obtención de nuevos recursos (función
cardinal de un cazador indígena), sino que también involucra la inserción de la
luz en la oscuridad, como sucede con la aparición de la estrella matutina en la
brecha cósmica.
Este paso del casabe a la carne parece reflejar estadios
psíquicos arcaicos sedimentados en el mito, aludiendo a la constitución del cazador
en la prehistoria, en el tránsito hacia el homo
sapiens sapiens. Tras la pérdida de las garras y de los largos dientes
caninos, y junto con la marcha bípeda y las manos libres, nuestros antepasados
pre-humanos del miocénico —antecesor común al hombre y al chimpancé—, según la hipótesis de
Robert Ardrey, esgrimieron la nueva adquisición cultural: el arma, y con ella
la obtención de la carne (1978: 34-51 y ss.). Este nuevo rol de cazador implicó
cambios profundos en el modo de vida del hombre, señalados por el científico
estadounidense como sigue: “la división de los alimentos, el papel de proveedor
del macho, la sociedad bipolar en parte sexualmente segregada, el papel de la
hembra como defensora del hogar” (Ibídem,
p. 151), aspectos más o menos fáciles de reconocer en las diversas literaturas
primigenias mundiales. Con relación a la conformación prehistórica del cazador,
S. L. Washburn comenta: “El deseo de carne lleva a los animales a ampliar el
ámbito de su conocimiento y a aprender los hábitos de muchos otros animales.
Los hábitos y la psicología territoriales humanos son fundamentalmente
distintos de los de simios y monos” (citado por Ardrey, 1978: 21). Y es esta
ampliación cognitiva, esta nueva facultad de afinamiento de la percepción, así
como la indagación de los comportamientos de los diversos seres del contexto,
lo que, una y otra vez, está implícito en los procesos de iniciación
guerrero-chamánicos en la mitología y los relatos indígenas que estamos
abordando.
Volviendo al relato baré de Pwácari, ahora comprendemos mejor
lo que significa la prueba iniciática de la caza del lagarto: el joven héroe
requiere aprender las habilidades prácticas de la obtención de alimentos para
la comunidad y, en un segundo nivel interpretativo, también necesita
desarrollar la ‘visión superior’ que le permita entrenar su pensamiento y
conectarse con las fuerzas cósmicas que lo rodean. Así, la visión ejemplar
conduce a la acción ejemplar, como lo expresa Rocha Vivas, quien, a su vez, ha
sabido establecer las relaciones estrechísimas entre el cazador y el chamán
como subtipos del arquetipo del héroe (cf. 2004: 82 y ss). Es, precisamente,
esa visión iluminada, esa intuición o percepción extraordinaria, la que los
une. De allí, como tendremos tiempo de corroborarlo en el caso venezolano, los
personajes heroicos cazadores y chamánicos tienden a superponerse o a formar
una macro-categoría compleja.
Una vez que Pwácari es iniciado por su abuelo, puede emprender
la venganza contra los monos asesinos de su madre. De hecho, al final de la
historia constatamos que Pwácari ya no es el mismo: ha adquirido poderes
especiales, facultades chamánicas. Con segunda intención, entusiasmó a un grupo
de monos con las bondades del fruto temaris. Éstos, con ganas de más, fueron
conducidos por nuestro héroe a un árbol cargado de esta fruta. Aprovechando que
los monos estaban encaramados en el árbol, transformó una curiara en caribes y
babas. Al llegar la noche, cuando aquellos descubren el ardid, Pwácari los
flecha. Así, unos quedan masacrados por su arma, otros por la voracidad de los
peces.
En el comportamiento de Pwácari percibimos algo que resulta
ser fundamental en las figuras heroicas indígenas venezolanas: la habilidad
para engañar a otros, para despistarlos, para hacerles creer una cosa contraria
a lo que realmente es, ese tipo de astucia que aprovecha los descuidos, que
endulza primero al enemigo, que crea estrategias ingeniosas para confundir,
cualidades todas que, como veremos, están íntimamente ligadas a la tipología
del héroe pícaro anunciada al inicio de este texto. No sólo en Pwácari vemos
este comportamiento; incluso, cuando su abuelo, sin decirle nada, se transforma
en lagarto, se recurre, de algún modo, al engaño para cumplir la iniciación.
Consiguientemente, la astucia que produce engaño parece ser un ingrediente
importante en el proceso de aprendizaje del neófito Pwácari. Como resultó
claro, empleó esta lección en su venganza.
Así, este héroe cazador se encamina hacia la iniciación desde
el momento en que se transforma en culebra para buscar a su abuelo. Aquélla parece
finalizar en la prueba de la caza. El
relato nos da a entender que entre este momento y su venganza, Pwácari ha
realizado otras hazañas, dado que su nombre se ha extendido: “A los monos había
llegado la fama de Pwácari, pero no lo conocían. Se lo imaginaban muy grande”
(Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 303).
Ahora bien, su metamorfosis en culebra ancla a este héroe cazador
en un tipo de sabiduría propia del chamán. La culebra o la serpiente, por la
constitución de su propio simbolizante, está cargada de sentidos muy ricos,
asociados al conocimiento oculto (animal que habita bajo rocas y en cuevas, que
se moviliza entre el agua y la tierra, elementos ctónicos, ligados al saber
inconsciente); a los poderes de regeneración y transformación del ser (por sus anillos
y la muda de la piel), y a la manipulación de las fuerzas creadoras y
destructoras (su veneno puede ser mortal, pero es la clave para el suero
antiofídico). Esto nos recuerda al relato egipcio antiguo El náufrago, en el que el protagonista, arrastrado por una
tormenta, llega a la isla del Ka, en la que se encuentra a una enorme serpiente
semidivina gigante, recubierta de oro con cejas de lapislázuli. La serpiente
interroga al náufrago de la siguiente manera: “¿Quién te ha traído? Si tardas
en decirme quién te ha traído hasta esta isla, haré que te conozcas, serás
(reducido) a cenizas y convertido en algo que no se puede ver” (López, 2005:
81-82). Efectivamente, la serpiente fungió de maestro iniciático por cuatro
meses, transmitiéndole conocimientos ocultos en una isla donde “Nada existe que
no esté en su interior” (Ibídem, p.
82). La serpiente lo condujo, como lo anunció inicialmente, al autoconocimiento,
transformándolo (la ceniza como materia incinerada, espiritualizada) en algo
que “no se puede ver”: un ser espiritual.
Pwácari-serpiente nos conduce a toda una amplia literatura
indígena en la que la serpiente encarna esos poderes extraordinarios para bien
o para mal. Un ejemplo del primer caso, sería Poaná, el dios creador supremo de
los yaruros venezolanos que, en calidad de gran serpiente, formó los ríos, los
riachuelos y los caños (Obregón Muñoz y Díaz Pozo, 1993: 27). Caso similar es
el de la serpiente arco iris entre los indígenas australianos, ser andrógino
que, con sus movimientos sinuosos, creó los ríos, además de simbolizar el
camino “que deben recorrer las almas preexistentes para alcanzar el seno de las
mujeres de las que después nacerán” (Löffler, 2001: 15-16). Un relato
perteneciente al segundo caso, la serpiente ligada al mal, está presente en el
mito warao ya aludido de Kororomani,
donde se nos cuenta que la hermana menor del héroe, Wirimando, por
desobedecerlo e ir con su hermana a bañarse a la laguna, fue violada por
hombres blancos, de los cuales concibió un niño, un jebu maligno ―los hay benéficos y maléficos―, que salía del vientre
de su madre transformado en una serpiente que cazaba infaliblemente animales y
obtenía frutos en abundancia, para luego volver a introducirse en las entrañas
maternas. Kororomani y su hermano terminan flechando al jebu serpentiforme, cortándolo en pedazos que luego dispersaron. De
estas carnes putrefactas nacieron las personas. Con estos casos, queda claro
que la transformación en serpiente sólo es para seres superiores que poseen un
saber especial, trátese de héroes o antihéroes.
Por otra parte, la relación entre flecha y serpiente también
es significativa, y más allá de su semejanza formal, su sentido fálico y del
carácter mortal de ambos, nuevamente el factor chamánico, los poderes mágicos,
los enlazan, como es el caso del episodio en que Isis, la diosa Madre egipcia y
gran hechicera, ataca, sin ser vista, a Ra, el dios Sol, con una
flecha-serpiente llena de veneno. Luego aparece ante Ra, haciendo creer que
ella no ha tenido nada que ver en el asunto, y ofreciéndole la sanación a
cambio de su nombre secreto, lo que le otorgaría poder sobre el astro rey. De
igual forma, la asociación flecha – serpiente es notoria en la actuación de
Rama en la épica hindú clásica. En El Ramayana,
el héroe “empulgó de repente una flecha, parecida a una ígnea serpiente, y
envióla al corazón de Bali, el de enorme fuerza, que cayó con el seno
atravesado y sin conocimiento” (Valmiki, 1977: 146). En Rama convergen las
configuraciones de la flecha serpiente, la flecha de fuego, la flecha como
trueno y como rayo, la flecha de viento y el dardo o flecha con forma de media
luna. Incluso, recibe de Indra un carro especial con cochero, arco y flechas,
así como unas lanzas realizadas en lapislázuli. De este modo, en dicho héroe,
se condensan las múltiples formas del imaginario uraniano diurno (o celeste
matutino), asociados a la conciencia, el orden y la ley, con asimilación de las
formas femeninas del imaginario nocturno (flecha en media luna). El héroe
uraniano absorbe en muchos casos —por medio de lo que Gilbert Durand ha llamado
“imperialismo mítico” (2005: 172)—, las formas femeninas del tiempo y de la
muerte. En los casos de la flecha ígnea y de la flecha del rayo pertenecientes
a Rama, en calidad de símbolos diairéticos, implican, como lo señala Durand,
una forma de purificación por sublimación (Ibídem,
pp. 178-179). Esta simbolización uraniana sublimadora es compartida por buena
parte de los héroes indígenas venezolanos, detentadores de armas asociadas al
rayo, el resplandor, el viento o el fuego.
En la literatura pemón, la Leyenda
de Maichak es un caso ejemplar del pésimo cazador, del neófito radical, que
era incapaz de “usar las flechas ni el arco en las cacerías, ni el arpón y el
anzuelo en la pesca.” Pero su inhabilidad iba más allá, dado que “No sabía hacer
sebucanes ni rallos, tejer cestos o preparar artesas, ni nada, en fin, de lo
que las gentes hacen” (Cora, 2005: 108). Este indio constantemente humillado
era, sin embargo, perseverante e intentaba pescar toda la noche hasta el
amanecer. Y esta constancia fue recompensada por los espíritus de la
Naturaleza. Acerca de este tipo de personajes, Rocha Vivas señala que “En la
situación en la cual el cazador carece de visión sólo la perseverancia puede ayudarle
a ver.” (2004: 93). En consecuencia, de un arroyo emergió un hombre que le
otorgó una ‘tapara mágica’ para pescar todo lo que él deseara. No obstante, el
paso de pescador torpe a uno hábil, despertó sospechas y envidia, y le roban el
objeto mágico. Luego él, astutamente, le logra robar o arrebatar una maraca
mágica y, finalmente, un peine mágico a un cachicamo que vivía en una cueva.
Estos elementos permitían cazar mamíferos y aves con gran destreza y en
abundancia. Esta ayuda sobrenatural es propia de los héroes. ¿Pero en qué
sentido Maichak lo es? En que aprendió a ‘ver’ y a actuar cónsonamente con esa
nueva visión, aprovechando las oportunidades disponibles. Volviendo a Rocha
Vivas, comprendemos que “El secreto del cazador, como el del chamán, consiste
en que conoce los puntos débiles y fuertes de animales, hombres y espíritus”
(2004: 82-83). Por eso, las aventuras de Maichak son sólo distintas fases de la
iniciación guerrero-chamánica. Si bien la tapara mágica fue una gracia ofrecida
por un hombre de las aguas, los otros dos objetos fueron obtenidos por la
habilidad propia. El cachicamo, por los rasgos de su simbolizante, representa
los poderes o saberes ocultos de la naturaleza al habitar en cuevas o al
refugiarse en guaridas subterráneas, apoyándose en su capacidad para excavar.
Esta simbolización ctónica se ve reforzada por sus hábitos nocturnos y, por
ende, está ligada a la sabiduría de la oscuridad. De igual forma, su armadura
de placas óseas cubiertas por escudos córneos le permite enrollarse totalmente
como una esfera o bola, forjando la imagen de un animal que colinda entre lo
manifiesto y lo inmanifiesto, lo visible y lo invisible, como el chamán.
Un héroe cazador que tiene la capacidad de pasar de lo
manifiesto a lo inmanifiesto es Atapoinsha, uno de los héroes de la literatura
yukpa venezolana, quien en la guerra contra los Moteru, se hace invisible,
arrasando con sus enemigos, empleando sus infalibles flechas “rápidas como un
relámpago”, conduciéndolos hacia la Laguna de la Muerte, suerte de
pantano-Estigia del Más Allá, que recuerda a la Ciénaga de los Muertos en la
mitología de J. R. R. Tolkien, en la que se narra cómo en la Guerra de la
Última Alianza entre Elfos y Hombres, el ejército de los Aurigas fue empujado
fatídicamente a la ciénaga, donde perecieron (cf. Armellada y Bentivenga de
Napolitano, 1993: 327; y Tolkien, 1995). Esta cualidad de la invisibilización
de Atapoinsha es común a otros héroes, como es el caso de Gesar de Ling, héroe
nacional tibetano, quien, aparte de ser invisible a voluntad, con sus dipshings o varas mágicas invisibiliza a
hombres y a cosas, logrando una ventaja significativa sobre sus enemigos (cf.
David-Neel y Yongden, 2000: 262 y ss.).
Dentro del imaginario indígena venezolano, el cazador hábil es
un ideal de hombre dentro de la comunidad, uno que sabe identificar y
satisfacer las necesidades del colectivo, usando su constancia, sagacidad,
poder de observación y justicia. A diferencia de otros modelos épicos, los
héroes indígenas venezolanos no buscan, por lo general, la fama eterna, ni
ostentan un orgullo exacerbado, ni una valentía de hiper-macho, como es el caso
de Beowulf, en la mitología nórdica, o el de los Caballeros de la Mesa Redonda
en la épica medieval europea, o como sucede en los casos insignes de Gossi, Sira
Maga Ñoro o Da Monzón en la literatura del África Negra (cf. Frobenius, 1986;
Martínez Furé, 1977). En el relato La
muerte de Sira Maga Ñoro, el héroe afirma: “En tres cosas soy superior a
todos los hombres: en primer lugar soy el hombre más hermoso de Massina; en
segundo lugar soy el que gasta más generosamente el dinero; en tercer lugar soy
el más valiente de todos.” (Frobenius, 1986: 52-53). Difícilmente, estas
palabras podrían ser dichas por un cazador o chamán de nuestra tradición literaria
aborigen. No porque alguna de esas tres cualidades no estén presentes en alguna
medida en los personajes que conforman dicho imaginario heroico, sino porque no
suelen ser los valores hegemónicos. Por el contrario, es el héroe visionario,
el héroe cazador-chamán, el que es el tipo más extendido, ambas categorías
profundamente permeadas por el héroe pícaro. Empero, es quizá el héroe pícaro
el más tendente, de las tres facetas del héroe, a detentar una necesidad de
reconocimiento y ascenso social, como veremos más adelante.
Un tema recurrente para nuestro héroe cazador es el de la
venganza de la madre asesinada, el cual ya está presente en La historia del monito Pwácari, y
reaparece, con más fuerza, en la narración sobre las hazañas de Maleiwa, héroe mítico de los wayuu
venezolanos. Su madre quedó embarazada de modo milagroso, sin intervención
masculina de ningún tipo, lo cual la vincula con la Coatlicue mesoamericana, la
roca virgen de donde nace Mithra, el alumbramiento de Jesucristo, y tantas
otras figuras homólogas. Esta mujer, a veces llamada Si’ ichi, otras Manna, fue asesinada por el Jaguar, y de los
residuos de su carne que caían de los dientes de su victimario, nacieron tres
niños, el menor de los cuales era Maleiwa. Éste era un cazador nato, concebido
para grandes cosas, un dios primordial creador, quien ya desde el vientre de su
madre, le decía a ésta: “¡Fabrícame flechas, quiero ir a cazar!” (Perrin, 2006:
135). También el Jaguar, su padre sustituto, le enseñó el arte de la cacería.
Cuando se entera de que éste es el asesino de su madre, se inicia una larga y
compleja persecución en la que logra expulsar, de modo definitivo, al Jaguar de
la Alta Guajira. El jaguar es, frecuentemente en estas literaturas indígenas,
una figura que encarna, por excelencia, las fuerzas malignas o las cualidades
anti-heroicas. En la tradición ka’riña el baile del mare-mare, dentro del
modelo mítico, tiene como finalidad alejar el peligro que representa el Jaguar.
En el viaje persecutorio, Maleiwa, como héroe cazador, se ratifica en su
virilidad por oposición al afeminado Jaguar, quien fue penetrado analmente por
Julera, el caracol, y por el Cachicamo. Asimismo, Maleiwa es un cazador que
combina con sus cualidades de flechador-guerrero las virtudes sobrenaturales
chamánicas, pudiendo transformar las cosas y a sí mismo a conveniencia: hacer
crecer los árboles, convertirse en mujer embarazada o en montaña. Las dos
primeras acciones están unidas por asociación con la fertilidad y la regeneración;
la tercera lo convierte en el centro del mundo, en el héroe fundador del
cosmos. De allí que cada acción que realiza establece las singularidades de la
geografía, o crea la vida animal o humana. Empero, las acciones crueles de Maleiwa (el terrible asesinato de
su madrastra), sus metamorfosis en mujer, su capacidad creadora y su astucia,
lo convierten, también, en un héroe pícaro, como lo explicaremos más adelante.
Dentro de esta tradición wayuu, sobresale el relato
escatológico que Michel Perrin ha denominado El viaje al Más Allá (Eurídice guajira), en el que el protagonista,
luego de la extraordinaria escena de su viaje al Jepira o “Tierra de los
Guajiros Muertos”, que ha realizado junto con su esposa difunta — a quien,
finalmente, abandona al verla entregarse sexualmente a los hombres en fiestas
llenas de música y alcohol—, da comienzo, entonces, a un viaje que le hace
conocer a Juya, dios de la lluvia y el rayo, quien lo inicia en el arte de la
cacería, mandándolo a flechar corzos, venados, conejos, pero también patillas,
auyamas, mazorcas y melones…Estos animales y vegetales no eran fáciles de cazar
porque adquirían la apariencia de hombres. Entonces, realmente se requería
tener una ‘visión’ especial, un poder de observación y una sagacidad
singulares. El wayuu de esta historia mítica es un héroe en muchos sentidos. Primero,
por haber ingresado al Jepira sin haber muerto (como lo hicieron Orfeo, Izanagi,
Odiseo, Quetzalcóatl y Xólotl, Hércules, etc.), lo que se traduce en una
representación del vencimiento de la muerte. Segundo, por haber llegado a la
casa de Juya y tratar de tú a tú con la divinidad, sentándose en su banco
chamánico. Y, por último, por haber sido instruido por Juya en el difícil arte
de la cacería, desarrollando así la visión guerrero-chamánica para saber
vislumbrar adecuadamente las fuerzas naturales y sobrenaturales del entorno.
Estas cualidades del cazador tienen relación con las
experiencias vitales de nuestros ancestros durante la prehistoria en el paso
hacia el homo sapiens sapiens, dado
que por las condiciones ambientales, nuestro modo de vida era de un “infinito
desafío intelectual […] Debíamos aprender a conocer muchas especies diferentes
de caza, las sendas que frecuentaban y sus diferentes maneras de defensa.
Teníamos que conocer las estaciones y las migraciones, hasta las horas del día
en que era más probable que aparecieran las víctimas […]. Sobre todo, debíamos
hallar medios de inhibición en nuestro cerebro en pro del riesgo y la
cooperación, y para postergar la recompensa” (Ardrey, 1978: 155-156). De estas
exigencias, nace el cazador histórico y arquetípico que es re-inventado una y otra vez por medio de la mitología, la literatura y el arte.
El cazador, en su relación estrechísima con la naturaleza, aprende
a ‘leer’ el cosmos, a descubrir los vínculos invisibles, pero vitales, que
tiene con ella, así como a comprender los lazos que cada uno de los seres que
la componen establece entre sí. De este modo, la iniciación del cazador es un
desarrollo de la conciencia mítica que involucra, como lo señala Ernst
Cassirer, un “sentimiento comunitario”, una “unidad de esencia”, “emotiva” y
“vivencial” (1972: 220, 229-230), entre el hombre y la otredad, sea el animal,
el vegetal, la estrella, planeta o los elementos… Esa unidad implica una
supresión (o un debilitamiento máximo) de los límites entre el yo y la
naturaleza. Sus criaturas son, en el sentido más profundo, seres vivos, intencionados,
activos, cognoscentes —portadores, por ende, de gnosis—, en perpetuo diálogo con el hombre. Esto trae como
consecuencia una experiencia simbólica que transforma los seres naturales en
símbolos vivientes. De allí que Maichaik dialogue con el cachicamo-chamán y
acceda, gracias a él, a los secretos divinos. A veces la frontera entre el
hombre y las otras formas naturales es tan tenue que no hay diferencia tajante
entre ambos, como sucede en los múltiples casos de transformación animal o
vegetal en la literatura indígena venezolana, con una rica serie de
correspondencias con la literatura universal, que escapan a las reflexiones de
estas páginas. Así le sucedió, según una narración warao, a un indio que, bajo
la influencia de un jebu maligno, fue
transformado en bongo, un tipo de canoa. Su esposa, al verse sola, se convierte
deliberadamente en un tigre (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991:
152-153). Destaca también la hermosa historia makiritare de la muchacha
convertida en un árbol de corales a partir de una herida infligida por una
espina de cajaro, que establece interesantes paralelismos con el mito griego
antiguo de la Medusa y la creación de los corales (Ibídem, p. 221-223).
Esta visión de un cosmos unificado, en diálogo, en el que
todo está vivo (las piedras, los objetos, los muertos, etc.), siempre
sorprendiendo al hombre en un proceso abierto de aprendizaje, lo denomino
Principio de Vida y lo considero un factor esencial en la generación de
experiencias simbólicas. Su funcionamiento es lo que explica la interacción
constante del hombre con los seres naturales en las literaturas que estamos
abordando en el presente texto, aunque, por supuesto, es extensivo a la
literatura de todos los tiempos. Bajo este principio, dichos seres son dotados
de habla o de poderes sobrenaturales, realizan acciones conscientes y forman
parte de una serie de correlaciones entre los distintos órdenes del mundo,
comunicando lo visible con lo invisible, el arriba con el abajo, el aquí con el
allá, lo físico con lo metafísico, unión que nos recuerda a ese morrocoy que le
imprimía el paso lento al Sol, dado que éste estaba atado a aquél, desde la
tierra, por una cuerda, si seguimos el relato warao El dueño del Sol y el motivo de su caminar despacio (Ibídem, p. 119-121).
En otro orden de ideas, como ya hemos apuntado, en la
literatura indígena venezolana, el cazador y el chamán suelen converger en un
mismo personaje, aunque haya casos en los que dichas facetas heroicas se
separen. Pero antes de profundizar en esta dirección es preciso preguntarse qué
es un chamán. En este sentido, entendemos al chamán o piache como aquel
individuo de la comunidad capacitado para comunicarse con el mundo de lo
invisible y dialogar con los espíritus de la naturaleza, con los dioses o los
muertos. Por lo general está vinculado en lo más íntimo a un animal —o más
raramente, a una planta—, que vendría a ser su animal totémico, esto es, su
animal-ancestro y su guía espiritual. Dicho animal le revela los secretos o conocimientos
ocultos para poder cumplir sus funciones dentro de la comunidad. Esto también
lo comparte con el cazador; para ello, recordemos el caso del cachicamo-chamán
en el relato de Maichak, o podríamos aludir al cuento pemón que nos narra cómo,
a raíz de un aguacero, un indio ingresa en una cueva para toparse con un tigre,
el cual le enseña el arte de la cacería.
La cueva como marco de estas figuras vendría a ser el vientre de la tierra, la
abertura ctónica que revela sus secretos a la conciencia (Armellada, 1988:
106).
Volviendo a la figura del chamán, es necesario señalar que el
umbral que distingue al hombre de su tótem es tan bajo que vienen a ser uno
solo o, quizá mejor, podríamos aseverar que el hombre llega a ser un medio por
el que se expresa el animal. Incluso, en opinión de James Hillman, “El chamán sería la encarnación real de un espíritu animal, una
imagen animal en forma humana […] El chamán es ese
humano particular que actúa como representante plenipotenciario del reino
animal, dotado de la sabiduría del animal, de su ferocidad, de su inhumanidad,
aunque también de su amable solicitud por lo humano y de su rectitud” (1994:
74-75). Por eso, el chamán ostenta, en muchos de sus rituales, como lo ha
señalado Marius Schneider, el timbre de la voz, el ritmo ambulatorio y la forma
del movimiento propios de su animal tótem, con quien establece un vínculo
místico (cf. 2010: 19-20). Esta identificación es muy profunda y permite
adentrarse en los secretos del animal en cuestión. Por estas razones, se trata
de un proceso de aprendizaje que posibilita el dominio sobre lo aprendido, en
este caso, sobre la esencia animal. Pero no sólo el chamán es un animal-hombre.
También lo son los muertos quienes, por ejemplo, en la religiosidad warao, no
sólo se comunican con los vivos a través del sueño, sino que encarnan pájaros u
otros animales a los que a veces se les llama ‘brujos’ (cf. Cora, 2005: 14). El
antepasado encarnado en animal es una de las figuraciones simbólicas más
recurrentes dentro del totemismo mundial. Las mitologías de la mayoría de los
indios norteamericanos revelan la organización social a partir del establecimiento
del tótem, aunque, como veremos más adelante, también resulta relevante la
búsqueda del tótem individual en los héroes chamánicos, como sucede en la
tradición de los indios iroqueses. Un caso interesante dentro de la literatura
del siglo XIX, es la novela Aurelia o el
sueño y la vida, de Gérard de
Nerval. Me refiero al episodio en el que el protagonista en su viaje
experiencial onírico-alquímico tiene la visión del pájaro parlante sobre el
reloj, que resulta ser su tío materno. Este ancestro, en su manifestación
totémica, le permite ingresar en un saber metafísico que le posibilita
comprender la simultaneidad de todos los tiempos y de todos los antepasados, la
noción de la inmortalidad del alma particular y la captación del alma del mundo en una visión unificada
de todos los seres del cosmos (cf. Nerval, 2001: 28-32).
Como lo ha señalado Schneider, si bien el animal es unívoco y
sólo vive su propio ‘ritmo’, el hombre es un ser equívoco y, por ende,
polirrítmico. De hecho, es el único que puede ser receptor de todos los ritmos
de la naturaleza: puede ser planta, animal, planeta, elemento… Todo converge en
él (cf. Schneider, 2010: 39 y ss). Por la naturaleza polirrítmica del hombre,
éste puede encarnar las distintas especies rítmicas del cosmos. El chamán
vendría a ser el designado para conectarse con el “ritmo típico preponderante”
que corresponde al del tótem del grupo o clan. Así, al ser poseído por dicho
ritmo, el chamán se transforma en un animal-hombre, que emplea la ‘visión’ del
animal para descubrir las causas de una epidemia, la cura para un enfermo, para
predecir el futuro, conocer la voluntad de los dioses, controlar los
desplazamientos de los animales o para cualquier otra necesidad de la
comunidad.
Así como lo hace el cazador, el chamán también aprende a
desarrollar una ‘visión superior’ que le permite descubrir los recursos, ya no
materiales, sino espirituales que la comunidad requiere. De esta guisa, el
chamán también es un guerrero que lucha contra fuerzas malignas o dañinas para
los suyos. Ataca, flecha y destruye a espíritus peligrosos y perversos. El
chamán es el cazador de lo invisible. Con respecto al empleo del imaginario del
cazador en el mundo chamánico, Jean Clottes y David Lewis-Williams señalan que
en los chamanes san del África,
durante la iniciación del joven, el maestro tira “unas flechas invisibles
cargadas de poder al estómago del aprendiz” (2001: 22). Estos autores también
apuntan que dentro de algunas sociedades, el piache, en su trance, experimenta
‘picores’ y ‘temblores’ que son interpretados como “el impacto de dardos o
flechas asociadas al poder” (Ibídem,
p. 23). De esta forma, dicha visión
superior, esa revelación instantánea, ese poder de la caza de lo inmaterial, se
transmite de iniciado a neófito por medio de la flecha mágica, o es sentida
como un poder que se recibe como picores de flechas. Esto prueba que el cazador
y el chamán poseen en estas literaturas un imaginario común.
El cuento del Uruperé, de origen pemón, es un
excelente ejemplo de cómo los conocimientos chamánicos y los del cazador están
interrelacionados dado que conforman dos niveles del mismo héroe visionario
aborigen. En este relato, Uruperé, chamán consumado, le enseña a su yerno la
‘medicina’ para pasar de ser un mal cazador a uno excelente, lo cual lo
convertiría en un mejor esposo para su hija. Luego de aparecérsele en forma de
una grandísima culebra y de volver a la apariencia humana, Uruperé le da a
conocer su ensalmo:
‘Yo hago el
remedio a este indio; yo le pongo a este indio los brazos, yo le pongo las
piernas, yo le pongo la cabeza, yo le pongo los pies, yo le pongo el vientre;
yo se lo pongo para los dantos, y para los venados, y para los báquiros, y para
los cochinos monteses, y para las pavas, y para los paujíes, y…continuó
diciendo todas y cada una de las clases de caza hasta terminar. Y dijo entonces
rogándose a sí mismo: Yo, yo que soy ciertamente el T-ennarai-piá, el
T-itarai-piá; el Wuekpon-piá, el Wekpipón-piá, el T-ané-sereká-piá; yo, el
Toronkón-piá, dijo para terminar’. (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991:
171).
Cesáreo de Armellada explica que la fórmula ritual final del
texto arriba citado, en la que Uruperé emplea sus cinco nombres, puede
traducirse como: “El progenitor de los sin manos, el progenitor de los sin
pies, el progenitor de los que habitan los grandes cerros, el progenitor de los
que barren con su lengua, el progenitor de los vientos huracanados que barren
el cielo de nubes”. Esto significa que Uruperé es el Progenitor de los Reptiles
(Armellada, 1991: 172). El reptil posee una naturaleza simbólica multivalente.
Dentro de sus posibles lecturas, destacamos al reptil como animal rápido y
escurridizo y, por ende, difícil de cazar. Dado que todo símbolo es polar,
cazado y cazador son imágenes reversibles. De este modo, dado que cazar un
reptil no es una hazaña fácil —recordemos la prueba de Pwácari, quien debió
flechar a su abuelo-lagarto—, por lógica simbólica, el Padre de los Reptiles
es, sin duda, un gran cazador (y también protector de todos los cazadores),
como es el caso de Uruperé. En un
segundo nivel interpretativo, el reptil viene a encarnar una fase o estadio
animal particularmente arcaico, una memoria ancestral, cristalizada en la simbolización de los instintos. James
Hillman entiende estos últimos como la animación del cosmos (o la fuerza
animal) estructurada en un orden objetivo. El instinto vendría a ser la ley de
la naturaleza (cf. 1994: 64). El piache, al ser Padre de los Reptiles, se ha
apropiado y ha dominado esas leyes.
De la misma forma en que el cazador-guerrero, como lo propone
Ardrey (1978: 178 y ss), despliega una conducta exploratoria para conocer
caminos o rutas nuevas, para saciar una curiosidad que le reportará ganancias a
pesar de los riesgos, así el chamán es un indagador, un explorador del alma.
Uno de los territorios que explora con más frecuencia es el sueño, dimensión
donde se comunica con facilidad con los dioses o con los muertos. Asimismo, el
piache suele realizar vuelos, descensos o traslados por una ‘geografía
imaginal’, intermedia entre lo físico y lo metafísico. Es el mundo de las
visiones. Estas visiones, como lo explican Clottes y Lewis-Williams, son
estados alterados de la conciencia logrados por medio del empleo de un conjunto
de técnicas más o menos universales. En la tradición de los indios iroqueses,
el joven neófito es iniciado a través del aislamiento en un paraje solitario
(una cueva, una montaña, etc.) en el que se entregará por un par de días al
ayuno y a la meditación en busca de la visión (estado alterado de conciencia)
que le revele su tótem personal, como se constata en la historia El descubrimiento del fuego, en el que
al joven Otsiera, luego de pasar estas pruebas del espíritu, se le revela su
tótem durante una tormenta donde refulge el rayo. Su tótem era el Oso, quien le
transmitió el conocimiento del fuego (cf. Tehanetorens, 1997: 79-82).
En el relato pemón Un
joven entrenado para piache (cf. Armellada, 1988: 141), volvemos al tema
del aislamiento y del encierro como condiciones para la iniciación chamánica.
Lo mismo con el ayuno. Sin embargo, aquí se añade un elemento nuevo, aunque
común a otras tradiciones: el consumo de sustancias alucinógenas, como es el
caso del ayú (o ayuk) y del erikawa (o erikavá) que se emplean, preparadas a
modo de ‘tisanas’ para el ‘lavado del estómago’. El uso de estas sustancias es
otra vía para alcanzar estados alterados de la conciencia y adquirir la nueva
‘visión’. Los vómitos del personaje a raíz de este ‘lavado’ encierran un sentido
de purificación. Finalmente, el personaje despliega dos pruebas que confirman
su nuevo estado. Primero, intenta romper su camaza —fruta semejante a la totuma
empleada como contenedor de agua—, lanzándola contra una cascada. Pero ésta se
mantiene intacta. Segundo, él también se arroja a la gran caída de agua, pero
no le sucede nada. El relato nos da a entender que ha adquirido un estado
superior. Sin embargo, el zambullirse en la cascada parece ser una huella del
rito iniciático del bautismo basado en la función simbólica del agua como
elemento que permite la “regresión a lo preformal, la regeneración total, el
nuevo nacimiento”, como lo expresa Mircea Eliade (1972: 178). De este modo, el
joven neófito, tras un rito de paso, nace a un nuevo estado del ser: el chamán.
En Marite, sobrino del
Chirikavai, cazador, relato igualmente pemón, se describe con mayor detalle
el ritual chamánico para convertir al neófito en un buen cazador y pescador:
Cogieron
bastante cáscara de ayu-yek para taparlo [a Marite] con ella. Así prepararon a
Marite: Le hicieron papuek o
incisiones por todo su cuerpo; lo cubrieron con las conchas de ayuk por todos
lados; y encima lo taparon con una estera de palma. Lo extendieron sobre una
troja (como parrilla) y le pusieron fuego debajo, lento, para que el ayuk
sudara y el jugo le penetrara bien en las incisiones, escociéndole (Armellada,
1964: 79).
El relato nos cuenta cómo el héroe cazador, siempre acechado
por obstáculos y envidiado, como lo hemos constatado en otros casos, termina
varado y aislado en una cueva por obra de Itarikawenín. Nuevamente este espacio
simbólico reaparece con su cualidad de albergar “las fuerzas y los poderes de
las profundidades que más tarde emergen a la luz” (Biedermann, 1993: 142). Como
simbolización del inconsciente, es escenario para los descensos o catábasis de
los héroes con la finalidad de que estos descubran sus tesoros ocultos o
experimenten algún proceso de transformación a partir de las pruebas de la
oscuridad. Y Marite, de hecho, pasa un año, un ciclo completo, en la cueva,
como una suerte de Jonás en el interior de la ballena o monstruo marino. En la
oscuridad, Warek-Pachí, una suerte de
rana, le muestra la puerta que él no vio durante un año (la puerta como umbral
y transición de la oscuridad a la luz). Una y otra vez, nos topamos con el
problema de la visión. Marite adquirió una visión que está por encima de la
normal en oposición a Itarikawenín, el culpable del exilio del héroe en la
cueva. Marite, a su regreso, se venga dejándolo ciego. Héroe y antihéroe,
visión superior y ceguera: dos polos que, con frecuencia, participan del imaginario
épico indígena venezolano, estableciendo correlaciones fructíferas con las
literaturas mundiales.
En particular, nos interesa resaltar los paralelismos con la
literatura inuit o esquimal, cuyo angakok
también es, como todo chamán, el mediador entre los hombres y el mundo
invisible, ayudado siempre por los tornaks
o ‘espíritus auxiliadores’. José Javier Fuente del Pilar nos explica que los angakok poseen “un brillante fuego
interior con el que pueden ver en la oscuridad, tanto en sentido literal como
figurado” (1991: xiii). En el relato El vuelo del angakok a Akilinek
comprendemos que un angakok reconoce a otro por ese “aliento de fuego” que poseen,
asociado a la luz que les posibilita ver más allá de lo ordinario. Este fuego o
brillo se opone, dentro del relato señalado, a otros personajes de ojos opacos,
cargados de connotaciones negativas u ordinarias (ojos “como los de las focas
que nacen muertas” o como el “color de las bayas más negras”) (Rink, 1991: 111,
114). La visión como órgano intelectivo o mental (junto con el oído, el cual,
por cierto, cumple una función cardinal en el mundo chamánico a través de la
música, la salmodia y las invocaciones) se establece como el sentido espiritual
por excelencia, el que dota de las virtudes más elevadas. Por esta razón, en el
Enuma elish se dice de Marduk, dios
héroe principal de la mitología mesopotámica en su período babilónico, que
“cuatro son sus ojos y cuatro sus orejas” (Lara Peinado, 1994: 49). La visión y la audición amplificadas lo
convierten en un héroe que participa de la perfección o superioridad, que queda
demostrada en su lucha contra Tiamat, la diosa del mar salado y amargo.
Por otro lado, consideramos el mito warao de Kuai-Mare, el dueño del mar de arriba,
como un gran documento, al permitirnos comprender la función del chamán dentro
de esta comunidad venezolana. Destaca la función de intermediario entre los
hombres y los jebus o espíritus de la
naturaleza, que pueden ser benéficos o maléficos, como lo hemos señalado
previamente, y que los hay de muchas clases, habitando geografías imaginales
diversas y con funciones específicas. Estos seres, que deben su vida a Kuai-Mare,
dios creador warao, pueden comunicarse, a través del sueño, con el piache y
transmitirle sus necesidades y sus designios. O pueden causar enfermedades en
los humanos, y si son benéficos, pueden ayudar a curarlas. En la narración
mítica aludida, los jebus solicitan
al piache kasirí, una bebida embriagante a base de yuca y batata morada
fermentada (cf. Arellano, 1986: 833). El chamán o wisidatu lidera la
preparación del licor y convoca, a través del uso de la maraca —poseedora de su
propio espíritu o jebu— a todos los
distintos tipos de jebus, desde
aquellos que viven bajo la tierra hasta los Mejocoji o ‘sombra de los muertos’.
Todos acuden “en tropel al estómago del piache, donde se sientan cómodamente
esperando al kasirí” (Cora, 2005: 14). El wisidatu ha estado consumiendo la
bebida, una ‘totumada’ tras otra hasta que los jebus cantan: “Nosotros estamos borrachos, / nosotros estamos
borrachos” (Ibídem, p. 15). Así, los
espíritus han quedado apaciguados y satisfechos, dejando de representar una
amenaza para el grupo.
Ahora bien, dentro del mismo relato mítico, se nos cuenta
cómo el wisidatu lidera el ritual o fiesta del Ka-Nobo, dedicada a Yajuma,
madre de Kuai-Mare, para que ésta pida a los espíritus que cesen en los daños o
estragos que están haciendo en la comunidad. De esta fiesta, quisiera destacar
la escena del relato en el que el piache, empleando el sonido de la maraca para
captar la atención del espíritu, logra que éste hable a través de él, con una
voz distinta a la suya, estableciéndose un diálogo en el que éste indaga las
razones de las calamidades que afectan a su tribu. De este modo, el wisidatu es
un ‘medio’ semiposeído por los espíritus, dada la naturaleza del estado del
trance. Para aplacar su ira, los insta a tomar las ofrendas que se les entregan.
La maraca y el tabaco (wina o güina)
son dos de los factores que propician que el wisidatu entre en un estado
alterado de conciencia que le permita el diálogo con el mundo invisible.
Recientemente, Antonio Vaquero Rojo ha sacado a la luz (2011a)
un relato warao que nos resulta de sumo interés, El espíritu ‘esqueleto’. Cuenta la historia de una mujer y su hijo
que salen a buscar gusanos como alimento. Una vez que los obtienen de los
troncos de los árboles, buscan donde asarlos. Cuando eligen un lugar para tales
fines, mientras la mujer asaba, el hombre sale a pescar. Mientras éste atrapaba
morocotos en el atardecer —umbral predilecto, junto a la medianoche, para la
aparición de portentos—, se le aparece un espíritu-esqueleto a la mujer,
pidiendo verse con el hombre. Entonces, lo espera. Cuando éste llega de la
pesca, ve al recién llegado y nota que “no tenía carne, que su rostro era una
calavera monda y lironda” (Ibídem, p.
40). Entonces, comienzan a conversar. Y de repente, mientras el hombre relata
su faena pesquera, el espíritu-esqueleto lo devora. Cuando la mujer se da
cuenta, huye despavorida y desaparece montada en una curiara. Logra llegar a su
comunidad y enseguida se reúne con su abuelo, un wisidatu. Entonces comienza
una larga serie de invocaciones al espíritu-esqueleto por parte del piache,
tras haber entrado en un estado alterado de conciencia, ayudado por su cigarro
ritual. Es explícito en el relato el poder de invocación del wisidatu sobre los
espíritus, haciéndoles revelar y confesar cualquier cosa, incluso contra su
propia voluntad. Éstos comparecen y se posesionan del aparato fonador del
chamán. Inicialmente, el wisidatu dialoga con el espíritu Noje, que funge de servidor
y mensajero sobrenatural, a veces resplandeciente y metamorfoseado en arcoíris.
El abuelo inquiere a los espíritus y exige que aparezca el asesino de su nieto,
amenazándolo de juicio y muerte. Cuando al fin el asesino se presenta ante el
wisidatu, exclama: “Yo soy el que ha devorado a tu nieto. / Él fue a encender el
fogón en mi lugar de reposo… / Era mi propio lugar, / el sitio escogido por mí
y / convertido en un mentidero… / Me gusta estar solo en mi lugar, / ahí en
medio de la selva […] ¡Iéeeeee, soy el espíritu Esqueleto…!” (Ibídem, p. 50).
Seguidamente, el asesino desafía al chamán y cree imposible
su venganza, por carecer de carne. Lo reta a herirle el corazón en su
casa-habitación. Y es que el espíritu esqueleto es sólo osamenta, a excepción
de dicho órgano, que es su punto débil. Su carácter grotesco y devorador, así
como el procedimiento para matarlo, lo emparenta, parcialmente, con la figura
del vampiro presente en las distintas geografías.
Entonces, el chamán emplea su dominio sobre los espíritus
para que éstos le revelen la morada de los espíritus esqueleto, y sale de
cacería con nueve cazadores-guerreros, iniciando un ataque sorpresa donde
masacran a los espíritus esqueleto, flechándolos en el corazón. De este modo,
el wisidatu es también cazador y guerrero, un tipo de héroe complejo que se mueve
entre éste y el otro mundo. Los nueve cazadores, a modo de enéada guerrera, por
su número, parecen simbolizar la realización de una empresa completa, que cerrará
un ciclo, y que implica una transposición a otro plano, el de los espíritus
(cf. Chevalier y Gheerbrant, 1999: 762).
Pero el chamán es precavido y al regresar vuelve a invocar a
los espíritus para hacerles confesar si el espíritu esqueleto realmente ha
muerto. Con esto, descubre que, efectivamente, el asesino logró escapar a la
emboscada y se escondió en el hueco de un árbol de mora, lugar predilecto para
estos espíritus, según el pensamiento warao. Pero también el mismo espíritu
esqueleto, obligado por el poder del chamán, le revela que sólo con una mujer
como carnada podrán engañarlo. Y así lo hacen. El espíritu esqueleto cae en la
trampa y es matado a quemarropa con flechazos en múltiples ángulos. En este
sentido, creemos que vuelve el ingrediente pícaro a formar parte del
comportamiento del héroe chamán, como ocurre también, en los casos arriba
aludidos, con los héroes cazadores. El piache puede recurrir al engaño para
vencer a sus enemigos. Asimismo, el tópico de la mujer como tentación y
causante de perdición, tiene un largo historial que va desde la vasija de
Pandora en la mitología griega antigua hasta la mujer fatal, oscura y luminosa
a la vez, de la poesía de Rubén Darío.
A su regreso, el wisidatu cae en estado de trance e invoca a
los espíritus una vez más para cerciorarse de que el asesino ha sido finalmente
eliminado. El mismo espíritu esqueleto, ya despojado de cuerpo, es reprendido y
condenado a reposar “sobre los híspidos espinos”, “malolientes” y “recortados”,
que se convertirán en un “estercolero de garzas” (Vaquero Rojo, 2011a: 80, 82).
El chamán ha hecho juicio y ha condenado. Por lo tanto, tiene poder sobre los
vivos (la comunidad) y también sobre los muertos, lo cual lo hace ocupar un
lugar privilegiado entre los suyos. Pero ello requiere una iniciación por parte
de un maestro consagrado (o por varios). Como lo señala Fernando Arellano, la
máxima prueba es la “reclusión por una semana aproximadamente en la cabaña del
kanobo. Durante este período el aprendiz se abstiene de todo alimento y fuma
gran cantidad de cigarrillos wina (güina).
El humo y el ayuno provocan en el novicio estados alucinatorios” (1986:
772-773). El chamán es un tipo de héroe admirado y temido. En sus iniciaciones
y prácticas lidia con experiencias intensas, terribles y fuera de lo normal. En
la cultura warao, aparte del wisidatu, existen dos tipos chamánicos más, el
joarotu y el bahanarotu (o jatabu). En particular, nos interesa el segundo, por
ser el ‘señor de la flecha’, imagen que lo enlaza más estrechamente con el cazador.
Éste manipula las fuerzas mágicas negativas que, “con un movimiento de su mano
los dispara como proyectiles capaces de producir la enfermedad del jatabu o
incluso la muerte” (Ibídem, p. 774),
de modo parecido al joarotu que puede lanzar hechizos sobre sus congéneres,
enfermándolos. Sólo un bahanarotu puede sanar el mal infligido por un igual. De
esta forma, el chamán como héroe es aquel que posee una visión superior que le
permite ver y manipular las fuerzas invisibles en favor de la comunidad. El
wisidatu cumple con ese ideal y por eso está regulado socialmente,
exigiéndosele un proceso de iniciación, el cual está ausente en los casos del
joarotu y del bahanarotu. Su papel en la economía psicológica del grupo social
al que pertenece es muy importante. Permite un proceso socializado y regulado
de la proyección de la sombra, en cuanto contenidos inconscientes ―y, por ende,
no reconocidos― de la psique, tanto benéficos como oscuros (cf. Sharp, 1997:
187 y ss.). Así, por ejemplo, el wasidatu warao ayuda a objetivar las pulsiones
destructivas y el horror a la muerte agazapados en la oscuridad de la psique
colectiva de su comunidad a través del ritmo simbólico organizador del ritual.
El héroe cazador-chamán de nuestras literaturas indígenas
encuentra una resonancia muy singular y significativa en la épica hindú
clásica. Los casos son muy abundantes en esta literatura, pero para no
multiplicarlos innecesariamente aquí, quisiéramos hacer referencia, nuevamente,
a una figura paradigmática: Rama. En El
Ramayana, de Valmiki, este héroe,
siendo apenas un niño, es solicitado por Visvamitra, un ermitaño o santo, a su padre,
el rey Dasarata, para que venza a los raksasas que lo acechan e interrumpen sus
sacrificios y meditaciones. Los raksasas son genios malignos que,
metamorfoseados en animales (caballos, tigres, leones, búfalos, etc.) o en
monstruos de diversas apariencias, perturban la labor espiritual de los santos.
Así, Rama, por seis noches seguidas se mantuvo de pie, en vela y en silencio,
custodiando los sacrificios realizados por el anacoreta Visvamitra, con un arco
en la mano. Cuando Maricha, Subau y otros servidores de dichos raksasas aparecieron,
Rama, echando mano al Dardo del Hombre, a la Flecha del Fuego y a la Flecha del
Viento, les dio muerte, “sin dejarse dominar por la cólera” (Valmiki, 1977:
19). Esta primera hazaña se multiplica con otras; algunas de ellas ya han sido
aludidas más arriba. Como nuestro chamán, combate las fuerzas espirituales
negativas con armas pertenecientes al imaginario guerrero o del cazador (arco,
flechas, lanza, jabalina, etc.). Sin
embargo, las luchas de Rama son contra seres sobrenaturales, como Maricha. Sus
guerras no son de este mundo. Pero en los héroes indígenas venezolanos, la
lucha mundana y la sobrenatural se superponen, generando figuras que se mueven
en los dos mundos o que poseen, en muy diversa medida, aspectos de ambos.
Incluso, puede darse el caso de que un piache sea matador de humanos —tal es el
caso del relato pemón De cómo un piache
cogió un moronó (Armellada, 1973: 194-195)—, así como también el de que un
guerrero u hombre ‘común’ logre derribar a seres ultraterrenos. Con respecto a
esto último, podría señalarse el relato El
warao valiente que mató a un jebu, en el cual se nos narra cómo el hijo de
un gobernador warao —de quien en ningún momento se le califica de piache—, toma
la determinación de vigilar el gran merey que su padre ha plantado, el cual es,
constantemente, arrasado por un jebu de
dos cabezas, que no deja ni un fruto para la comunidad. A pesar de la
vigilancia de un “negro forzudo y hechicero”, es este muchacho quien,
finalmente, logra, con su machete, arrancarle de un tajo la oreja al jebu, iniciando una persecución a
caballo hasta su misma casa, donde se enfrentan sin más rodeos. El muchacho
vence, cortándole ambas cabezas y ‘cauterizando’ los cuellos cortados con sal
(Vaquero Rojo, 2011b: 198-201). Esta imagen nos revela un ritmo común con la de
Hércules cortándole las cabezas a la Hidra de Lerna —uno de sus célebres doce
trabajos— y la de su amigo Yolao seguidamente cauterizándolas con fuego para
que no volvieran a crecer (cf. Graves, 1985: 134 y ss.).
Ahora bien, Gesar de Ling, héroe tibetano del que hemos
comentado algunas cualidades, protagonista de la obra épica más extensa del
mundo —y una de las más fascinantes e imaginativas que ha habido—, es un
personaje que, a un mismo tiempo, se constituye en un guerrero mundano que
ataca terribles reyes malvados, y un guerrero espiritual que se enfrenta a
seres sobrenaturales y a fuerzas espirituales invisibles para el ojo humano. Por
ello, al converger en él ambos subtipos del héroe, se acerca más, de algún
modo, a nuestros héroes indígenas, en quienes esa distinción no es clara o no
es, muchas veces, relevante. En la Vida
sobrehumana de Gesar, el héroe enfrenta a los tres pájaros negros de hierro
y cobre que el eremita Ratna le envía —pájaros generados mágicamente—,
derrotándolos con gran celeridad gracias a sus flechas y a su arco hecho de
ciprés y de tres cabellos de la sien de su madre, que ha sido adornado bellamente
con plumas. Además, Gesar suele estar respaldado por un ejército celestial, lo
cual no da cabida a ningún fallo. Cuando Gesar decide eliminar a Lutzen, el Rey
del País del Norte, lo flecha en su frente, “en una marca redonda y muy blanca”
que señala su “lugar vital” (David-Neel y Yongen, 2000: 162). Asimismo, este héroe despliega una serie de
cualidades profundamente cercanas a las chamánicas: se transforma en animales o
toma una apariencia humana distinta a la suya, masculina o femenina, se
comunica a través de los sueños con otras personas, se dedica a la meditación
trascendental profunda y a otros estados alterados de conciencia, practica el
ayuno severo, es mediador entre los mundos humano y divino, y posee una ‘visión
superior’: Gesar nace con tres ojos. La madre, Dzeden, ante una apariencia que
le resultaba “difícil de contemplar”, “con su pulgar, sacó el tercer ojo, que
se hallaba, entre los otros dos, en el centro de la frente del bebé” (Ibídem, p. 102). Esta supresión no
implica una eliminación de la visión extraordinaria, sino más bien una veladura
o disimulo de los dones de Gesar en su nueva encarnación humana. La visión
superior de Gesar por vía del tercer ojo implícito se opone a la destrucción
del tercer ojo de Lutzen. Nuevamente nos emplazamos dentro de la dialéctica del
visionario y del ciego en cuanto héroe y antihéroe, respectivamente.
La visión del cazador-chamán es celeste porque implica ‘mirar
por encima de lo terrestre’. Es un ideal de hombre que en la mitología muchas
veces se concreta en el héroe encarnado milagrosamente en una virgen, y que ha
venido al mundo a civilizarlo o a purificarlo. Este tipo de héroe colinda con
la tipología del Mesías, el cual cumple profundas y complejas funciones en la
cultura venezolana y en la tradición latinoamericana en general. Un ejemplo es
Huitzilopochtli, héroe guerrero azteca, nacido de la diosa Tierra Coatlicue,
quien queda preñada cuando, al barrer, se levanta un plumón (‘una bola de
plumas finas’), ella lo recoge y lo coloca en su seno. Luego, al buscarlo, éste
había desaparecido. Ella ya estaba encinta. Cuando su hijo nace, surge ya
armado para la batalla contra los Surianos, quienes intentaban asesinar a su
madre a raíz de la deshonra que su embarazo presuponía. Huitzilopochtli es el
héroe justiciero, modelo arquetípico de los guerreros aztecas y de sus empresas
bélicas, como la ‘Guerra Florida’ (cf. León Portilla, 1986: 89-91).
Un ejemplo resaltante en esta dirección, dentro de la
literatura indígena venezolana, es Nápiruli, héroe de la tradición warekena:
dios uraniano ligado al trueno, al rayo y a la ley, que vino a iniciar a los
hombres en los saberes más necesarios. Como Cristo, transformó el agua en
licor, en este caso en yaláki, un
tipo de aguardiente. El dios ya se había presentado a los hombres y había
anunciado su propia reencarnación milagrosa en alguna de las mujeres de la
comunidad. De un cigarro que fumaba, regaló las cenizas a una mujer, quien las
guardó en una tinajita con agua. Las cenizas habían quedado impregnadas con el
espíritu de Nápiruli. La tinajita debía permanecer cerrada y custodiada por el
“abuelo”. Pero en un descuido suyo, Mápirrikuli tomó la tinaja y la destapó.
Entonces, de inmediato “saltó la cría que estaba en la tinaja y se le metió por
la boca” (González Ñáñez, 1980: 130). La muchacha quedó, por tanto, preñada sin
intervención masculina, como sucede con las madres de Gesar, Rama, Jesucristo,
Huitzilopochtli, entre otros. Cabe destacar que, aparte de los cambios
rituales, alimenticios y conductuales que Nápiruli introdujo dentro de los
warekena, también vino a descubrirles la Planta de la Vida, contentiva de las
semillas de todas las plantas. Al finalizar su misión, se elevó hasta los
cielos y desapareció. Algo que es importante acotar es que para ver a Nápiruli
hay que ayunar (Ibídem, p. 142). Por
lo tanto, sólo los hombres iniciados pueden contemplarlo —las mujeres no—,
aquellos que han adquirido la visión superior.
El héroe pícaro
El pícaro es la figura del embaucador, del pillo, del
engañador, del ‘vacilador’, de aquel que a través de la astucia busca el
beneficio propio. Lleno de agudeza, este bribón es informal y, por ende, pasa
por encima de las normas colectivas. Suele ser pragmático y muy ingenioso,
recurriendo a la mentira para satisfacer sus necesidades más elementales. Esta
figura está representada en las mitologías y literaturas de los cinco continentes
y su universalidad ha dado pie a los más diversos personajes, desde el Hermes
griego, pasando por Pedro de Urdemalas, el Coyote de los indios norteamericanos,
hasta Tío Conejo. Su psicología es la de la supervivencia. Cínico, amoral, flexible,
oportunista y escurridizo, a veces detenta un humor muy singular, pero también
puede llegar a ser primitivamente cruel. El pícaro es una concreción de lo que
Carl Gustav Jung denominó el arquetipo del trickster
y que consideró un “‘psicologema’, es decir, una estructura psíquica
arquetípica de máxima antigüedad: puesto que es, en sus más claras
representaciones, una fiel reproducción
de una consciencia humana aún no desarrollada en ningún aspecto,
correspondiente a una psique que apenas ha dejado atrás el nivel animal” (2002:
244). Y más adelante afirma: “Su inconsciencia de sí mismo es tal que no
constituye una unidad, y sus dos manos pueden discutir entre sí” (Ibídem, p. 248). De esta manera, el trickster es contradictorio y, como
veremos, participa de una vida bastante proteica.
A lo largo de este texto, hemos comprobado cómo el pícaro se
encuentra presente tanto en el héroe cazador como en el chamán de un modo tan
intenso que no siempre es fácil distinguirlos. De hecho, consideramos que el
pícaro, de un modo u otro, siempre está gravitando en todas nuestras
literaturas indígenas nacionales, como un componente, a veces difuso, otras más
bien tajante, de la psicología de sus personajes. El Ciclo de Tío Conejo vendría a ser el epítome de la manifestación de
dicho arquetipo. Los abundantes relatos de este animalito tan artero forman parte del acervo de
varias de nuestras etnias. En la literatura warao, el conejo hace mil y un
fechorías. Siempre anda solo, indicio de su individualismo y de no creer en
amigos. En uno de los relatos, es un ladrón de plátanos, y tras los sucesivos
atracones del animalito, el dueño de la hacienda decide emplear un espantajo
con una trampa, en la cual cae el conejo. Sin embargo, el conejo se ha hecho el
muerto. Y cuando su captor hervía el agua para cocinarlo, el granuja se le ha
escapado. En este relato, llama la atención no sólo su viveza para sobrevivir
cuando está a punto de perecer, sino también su extraño sentido de la
propiedad. Cuando estaba frente al espantajo, el Conejo le dice: “Estos
plátanos no son tuyos, son míos” (Barreto y Mosonyi, 1980: 121). Para el
Conejo, no parece haber distinción entre las categorías de lo “tuyo” y lo
“mío”, dado que eso parece sólo depender de sus necesidades. Cualquier cosa
puede ser suya. Esta habilidad para el latrocinio por parte del pícaro es
proverbial en el Hermes griego, una de las figuras más significativas al
respecto. Recordemos que, apenas siendo un recién nacido, le roba cincuenta
vacas al dios Apolo. Para ello “Las arreaba, descarriadas, por el terreno
arenoso, trastocando sus huellas. Pues no se olvidaba de su habilidad para
engañar, cuando ponía del revés las pezuñas; las de delante, detrás, y las de
atrás, delante, y él mismo caminaba de frente.” (Bernabé Pajares, 1988: 154).
¿Quién iba a creer que un bebé fuera capaz de semejantes acciones? Sólo Zeus,
el omnisapiente.
En la literatura pijao colombiana, el Ciclo de Tío Conejo es muy significativo e incluye un relato
similar, La viejita de la arrocera,
en el que se nos cuenta cómo al Conejo le encantaba desmochar el arroz de la
anciana todas las noches. Pero en este caso, el espantajo o muñeco de la dueña
del campo es más ingenioso dado que está embadurnado con cera de abejas y tiene
en cada mano sendos bizcochos. De esta forma, el conejo, tratando de
obtenerlos, fue quedando, progresivamente, pegado al muñeco. Sin embargo, este
conejo intenta arrebatarle los bizcochos con puñetazos y patadas. Esta
violencia es parte del primitivismo y la inconsciencia del trickster. Nunca trabaja. No negocia. Y si no obtiene las cosas con
maña, las tiene por las malas. Aunque esta historia pijao continúa, sólo
señalaremos que el Conejo se vuelve a salvar, aprovechando la ingenuidad de
otros. En este caso, el Conejo intercambia su destino por el de la zorra, quien
termina “culiquemada” cuando la anciana se disponía a cocinar el contenido de
su saco, creyendo que adentro estaba aún el Conejo. De esta guisa, al Conejo no
le importa el destino de otros, por eso es antisocial (cf. Rocha Vivas, 2010: 339-342).
Este relato es sumamente similar a cuento de los nyiha africanos El hombre y la liebre, recogido por Carl Meinhof, pero el muñeco es
una talla de madera con forma de mujer, acompañada de una fuente de agua y un
recipiente con gachas. Al final, en vez de engañar a la zorra, embauca al hijo
del dueño del campo, haciéndole creer que su padre le ha pedido que le prepare
al conejo un pollo para comer y no que cocine al conejo mismo. De paso, el
conejo se da, además, un gran banquete, le da tiempo de reposar la comida y,
finalmente, huye (cf. 2001: 83-86). El pícaro, especialmente en su presentación
como Conejo, es patrimonio cultural común de buena parte del África negra y de
diversas etnias indígenas tanto colombianas como venezolanas. En la opinión de
Gustavo Luis Carrera, el Ciclo de Tío
Conejo en América tiene su origen en las tradiciones del África negra, bajo
la figura del conejo o, con frecuencia, de la liebre, “representando en todos
los casos la astucia que vence a la fuerza bruta” (citado por Almoina de
Carrera, 1990: 55).
Volviendo al relato warao, podemos observar que el Conejo
buscaba cubrir una necesidad básica, mientras que en otros textos parece
complacerse en la burla, la mentira y el daño ajeno, al estilo de un niño
terrible o de un duende, como cuando convence al Tigre de atrapar un pez con
una piedra amarrada a su pata para poder obtenerlo con mayor rapidez. Por
supuesto, el Tigre termina ahogado. En otra oportunidad, el Tigre consigue al
Conejo, en medio de la selva, comiendo una deliciosa fruta. Ése al ver el
interés de aquél en probarla, le convence de que “Para abrir esa fruta primero
hay que estirar los testículos. Una vez estirados se coge la fruta y se la
coloca encima de la bolsa de los testículos. Así colocada, se la machaca con
una piedra” (Barreto y Mosonyi, 1980: 125). El Tigre siguió las instrucciones
al pie de la letra. Este relato también forma parte del acervo pijao
colombiano, en donde se especifica que el Conejo comía “cuesco de palma”, pero
después de la contundente pedrada que el Tigre se propina, al darse cuenta del
engaño del Conejo, consigue una peinilla y lo alcanza para vengarse. El Conejo
le dice: “No tío, no me vaya a comer, que usted me come y no se llena. Si
quiere ahora espere tantito que pa [sic] que llene le voy a rodar una
novilla de arriba –dijo” (Rocha Vivas, 2010: 345-346). Y desde arriba en la
ladera, donde estaba el ganado, le hace creer que le lanzará la novilla cuando
en realidad le ha despeñado una gran piedra que lo mata.
Otra narración warao, titulada Fechorías del conejo revela de modo más claro la burla o desafío a
las normas sociales y su concepción de que nada se hace gratis, sino como una
estrategia burlona para obtener algo a cambio. Sin embargo, no se trata de un
intercambio o trueque, sino de la capacidad para crear problemas que no
existían para luego poder ofrecer una solución premeditada que acarree
beneficios. De este modo, el Conejo crea el mal para otros con la finalidad de
obtener un bien para sí. En este relato, el Conejo llega a “una ceba de
cochinos” y decide matarlos. Para ello, se introduce por el ano de estos
animales hasta llegar adentro. Entonces, los cochinos se enferman y mueren uno
tras otro. Aunque el dueño, una vez muertos, los trocee con machete, los lance
al agua o los queme, el Conejo siempre sobrevive. Más adelante, llega a la casa
del Gobernador. Aprovechando su ausencia, se introduce por el ano de su esposa,
mientras ésta lavaba la ropa. Luego, se metió por su vientre, haciendo que la
‘barriga’ de la señora aumentara cada vez más. Hasta que un día la esposa del
Gobernador parió a un varón, que no era otro sino el mismo Conejo. La señora
exclama: “-¡Carajo, pero si he tenido un muchachito, un varón!”. A partir de
ese momento, el niño-conejo, recién nacido, sale de la casa y comienza una
serie de encuentros donde quiere hacer creer a otros que él es el hijo del
Gobernador. Se alejaba de quienes no le creían y mataba a los que no, como aquella
vaca que, una vez derrotada por el Conejo, sirvió de estratagema para obtener
dinero. Sin ser visto, la colocaba en la entrada de las casas —aunque estuviese
podrida— para luego reaparecer y ofrecer sus servicios del retiro del animal a
cambio de un pago que siempre era por adelantado. En fin, todo un bellaco (cf.
Vaquero Rojo, 2011b: 130-137).
En este relato, la penetración anal parece ser una imagen de
dominio en una visión bastante elemental de la virilidad. Por otro lado, en el
Conejo hay deseos de poder y prestigio social. Pero su manera de obtenerlo
implica engañar a otros, saltarse los caminos regulares, así como una buena
dosis de manipulación o uso de sus dominados para cumplir fines diversos,
siempre en provecho propio. Es capaz de asumir otras personalidades (el hijo
del Gobernador) para recibir el reconocimiento esperado. Por último, parece
persistir la idea de que con suficiente maña y viveza, siempre se puede
sobrevivir. Según la opinión de Pilar Almoina de Carrera, Tío Conejo es un
personaje estático o plano que no sufre transformaciones, sino que siempre se
mantiene fiel a sí mismo en calidad de ‘sobreviviente’. En este orden de ideas,
Tío Conejo vive dentro del sistema, pero sin estar sometido al mismo, sin
intenciones de modificarlo o mejorarlo (cf. 1990: 58 y ss.). Su carácter plano
es indicador de su naturaleza primitiva y de su filiación al canon de las
fábulas universales que funcionan a partir de la construcción de personajes
estereotipados y de secuencias narrativas sencillas.
El relato que comentábamos, Las fechorías del conejo, establece un paralelismo muy estrecho con
el cuento “Sonsani en el vientre de la vaca”, de El Decamerón negro africano:
Sonsani (el
conejo) había encontrado la manera de conseguir buena carne. En las praderas
próximas al pueblo de los fulbes pastaban las vacas de éstos. Sonsani se metía
por detrás en sus intestinos y cortaba de la carne mejor y más sabrosa. Luego
salía por el mismo sitio y se llevaba a casa magníficos manjares. En estas
operaciones se cuidaba mucho de no morder el corazón, los riñones ni el hígado.
Emprendía a menudo estas excursiones, y así sucedía que su mujer y sus hijos
andaban gordos y lucidos, hasta el punto de llamar la atención a los demás
animales (Frobenius, 1986: 85).
Suruku, el chacal, convence al Conejo para que éste le diga
cómo obtiene esa carne. Así que el Conejo lo llevó al prado donde las vacas
pastaban. Y repiten la operación: entran por los intestinos y comienzan a
cortar la carne. Pero Suruku comete el error de llegar al estómago, cercenar el
corazón, el hígado y los riñones, así que la vaca cae muerta. El Conejo se
había agazapado en las tripas. Cuando los hombres llegan y ven al animal
muerto, lo abren y tiran los intestinos al agua. Así, el Conejo sale ileso de
sus fechorías, como en el caso warao. Convence a los hombres de que él fue
testigo de cómo Suruku se introducía por detrás de la vaca, hurtando su carne.
Los hombres nunca supieron que el Conejo había estado oculto en las tripas. Así
que golpean el estómago de la vaca hasta que el Chacal muere. Si bien en el
relato africano el Conejo busca alimentarse; en el cuento warao, su intención
es enfermar a los animales, y con respecto a la señora del Gobernador, burlar
la autoridad o vigilancia de la ley e investirse de un nuevo poder tratando de
hacer creer a todos una personalidad postiza. Lo que en uno es aprovechamiento
medido de la naturaleza, usándola sin matarla, en el otro se traduce en un
comportamiento más irracional, destructivo y burlesco.
En la narración wayuu Uyaaliwa
ee atpana (El Mapurite y el Conejo) queda patente la capacidad del trickster de asumir múltiples
apariencias o máscaras hechas para la ocasión. Pero también se evidencia cómo
el héroe piache o curandero puede valerse de las mismas tretas del pícaro, dado
que son tipologías interdependientes en estas literaturas. Se nos cuenta cómo
el Mapurite en su viaje a Schiima, esto es, al Río Hacha, para sanar a un
enfermo, se topó por el camino a Autshi, el Conejo, y luego de compartir los
saludos y de conocer el destino del otro, el Conejo le pide un poco de tabaco
para ir entreteniéndose en el camino. El Mapurite accede generoso. A partir de
ese momento, cambiando de voz y de actitud histriónica, una y otra vez le sale
al paso, aparentando ser otro, sólo para quitarle más y más tabaco, hasta que
lo deja sin nada. Pero entonces, el Mapurite preparó un “menjurje” bien extraño
con orines, ají picante molido, resina de pringamoza y zumo de tabaco. “Batió
aquella mezcla, y cuando estuvo al punto manipuló con ella una especie de
cigarro, que luego guardó en su bolso para el caso” (Armellada y Bentivenga de
Napolitano, 1991: 247). Así, el Mapurite recurre también al engaño y la trampa
para vengarse. Cuando el Conejo vuelve a aparecérsele para pedirle más tabaco,
aquél gustosamente se lo da, pero
al cabo de un
rato de estar fumando sintió un mareo. Algo desagradable le ocurría. Sentía
como si le picaran hormigas en el belfo, como si le hicieran cosquillas en la
bemba. Pero como aquello no le importó, siguió chupando y escupiendo el aroma
de su tabaco.
A medida que aspiraba el humo del
cigarro, se le iba hinchando el hocico tras un movimiento incontrolable, mas
cuando se dio cuenta que había sido víctima de engaño, botó el tabaco, se frotó
las narices, estornudó y trató de contenerse el tic que le enfadaba. Pero…ya no
había remedio, había sido castigado a mover sus narices todo el tiempo (Ibídem, p. 248).
El relato, en su dimensión etiológica, también busca explicar
el movimiento constante de las narices de los conejos. No obstante, si
abordamos al personaje Conejo desde una perspectiva psicológica, su tic, en cuanto es una acción
involuntaria, también lo es inconsciente. Constituye, de esta forma, una
compulsión que lo define, una falta de conciencia ontológica. El trickster es caprichoso, impulsivo,
impetuoso. Su carácter proteico, moldeable y su plasticidad histriónica que le
permite asumir la voz de otros, lo acerca, como lo señala C. G. Jung, al
fenómeno Poltergeist y al médium de
la Escuela Espírita (cf. 2002: 246 y ss.). Por otra parte, el Conejo, como trickster, comparte con el héroe
cazador-chamán —al menos en cierto nivel— una visión fuera de lo normal, aguda
y precisa para detectar, ya no bienes materiales o espirituales, sino incautos
e inocentes. En cambio, el Mapurite “Tenía unos ojitos tan chiquititos y
pelones que casi no veía con ellos” (Armellada y Bentivenga de Napolitano,
1991: 245). En esta historia wayuu, el Conejo y el Mapurite se oponen, como en los
casos Gesar-Lutzen y Marite-Itarikawenín, en la pareja “visión poderosa versus
ceguera”. Pero también involucran una inversión narrativa en la que el burlador
termina siendo burlado.
El modelo del héroe astuto, hábil y estratégico tiene a uno
de sus mayores representantes en el Ulises griego, quien en la Odisea, de Homero, empleando estas
cualidades logra salir victorioso o, por lo menos, vivo, de todos los obstáculos, como su encuentro con las
sirenas, con Escila y Caribdis o con Polifemo, entre tantas otras aventuras que
experimentó. Encarna la lección de que la maña siempre puede más que la fuerza
física. Como buen pícaro, su filosofía es la de la supervivencia y para ello
engaña y aprovecha las oportunidades para mentir, tender trampas y escapar. Su
visión tan aguda para descubrir los puntos débiles de los otros viene dada por
su doble perfil de héroe pícaro y de héroe cazador, porque debemos recordar que
Ulises es un excelente arquero, lo cual queda demostrado no sólo durante la
Guerra de Troya, sino también en la prueba del arco —la cual comparte con Rama—
cuando regresa a Ítaca. Con Ulises, ratificamos el modelo polar “héroe de
visión superior” versus “antihéroe de visión inferior” en el episodio de
Polifemo, quien como poseedor de un solo ojo ya indicaba que su visión era
infrahumana (recordemos que era un bárbaro caníbal). Pero, una vez que Ulises,
ayudado por sus compañeros de viaje, lo deja ciego —tal como lo hiciera Simbad
el Marino con el cíclope en Las mil y una
noches—, se hace patente la dualidad dinámica entre la visión y la ceguera
tan propia de este tipo de héroes (cf. Homero, 2001).
¿No es precisamente la dialéctica entre visión aguda y
ceguera lo que define el proceso de iniciación de Lázaro en el Lazarillo de Tormes? En este clásico de
la literatura picaresca del Siglo de Oro español, en la figura del ciego se condensan
ambos extremos, dado que por su ceguera, podía ver más allá de lo que los ojos
de la carne perciben. Lázaro, en algún punto, comprendió la enseñanza de su
amo, que “siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir” (Rico,
1999: 24). Sin embargo, el protagonista, en un inicio, veía con los ojos
carnales y su ingenuidad era tal que no podía ver más allá. En sus aventuras,
Lázaro siempre le encontraba el ‘punto ciego’ a sus amos para burlar su
vigilancia y robarle la comida y la bebida. Pero a diferencia de la picaresca
española, que abunda en personajes de baja estofa, mendigos y huérfanos que
enfrentan el hambre y la soledad, el pícaro de nuestras literaturas es, en
realidad, ya no un antihéroe, sino, paradójicamente, un héroe. Sus picardías y
fechorías no están mal vistas. Sin embargo, comparten un sentido práctico de la
vida, una exaltación de los placeres más básicos y su acervo de estrategias
burlonas y crueles para despistar, vengar o aprovecharse de los demás.
Asimismo, su guasa o desafío de las normas sociales y de los valores colectivos
más elevados es notorio en ambos casos. Recordemos cuando Lázaro convierte un pedazo de pan en un
verdadero “paraíso panal” que “en dos credos” lo hace invisible, aludiendo a la
hostia litúrgica (Ibídem, p. 56). Lo
mismo hace con el vino y con su mordaz crítica de la Iglesia católica a través
de los personajes del clérigo tacaño, del fraile irresponsable y vagabundo y
del bulero demagogo y fraudulento.
El pícaro literario indígena venezolano no vive en estado de
mendicidad. Y no siempre recurre al hurto, como Tío Conejo, sino que se endeuda
a sabiendas de que no pagará. Y busca la manera de salir airoso de dicha
situación con el mínimo esfuerzo, uno de sus principios predilectos. Asimismo,
no siempre el trickster se encarna en
el personaje del Conejo. En varias comunidades del África negra (por ejemplo,
los ngumba y los konde) la tortuga es, en varias oportunidades, la que, con su
lentitud y aparente pasividad, logra engañar a más de uno (cf. Meinhof, 2001:
80-86,185-190). En un relato pemón, Las
mañas de un mono inteligente, es este primate, célebre por su agilidad,
quien encarna dicho arquetipo. Este mono fue comprando mañoco fiado al
saltamontes, la gallina, la zorra, el perro, el tigre y, finalmente, al hombre.
Acordó con cada uno que fueran a buscar el pago a su casa. Y en el mismo orden
arriba señalado fueron llegando uno tras otro, pero el Mono, con la excusa de
un supuesto dolor de cabeza, hacía tiempo para que el próximo llegara. Así,
cuando el saltamontes vio que la gallina venía, se asustó, pero el Mono, con la
aparente intención de ayudarlo, lo
ocultaba. Y así, iban llegando todos, cumpliendo la cadena alimenticia. Aunque
el relato no lo dice directamente, presuponemos que cada animal que visitaba al
Mono, se comía al acreedor anterior. La versión pijao colombiana del relato,
cuyo protagonista es un conejo, es explícito en la matanza, quedando el pícaro
libre de todo cobrador. En este caso, la cadena alimenticia está compuesta por
la Cucaracha, la Gallina y la Zorra. Por otro lado, el Conejo no pide mañoco
fiado, sino dinero para hacer una fiesta (cf. Rocha Vivas, 2010: 338-339). En
el cuento pemón, el Tigre y el Hombre se temen mutuamente y no se matan.
Entonces, el Mono logra averiguar con las mujeres del tigre cuándo regresaba a
casa su esposo para entonces no coincidir con él. En su ausencia, el Mono se
tomaba el kasirí que las tigresas le daban, dejando al Tigre sin bebida a su
regreso. En la escena final, cuando el Tigre re-encuentra al Mono y lo monta
encima de su lomo para llevárselo a su casa, el Mono se cae deliberadamente al
suelo una y otra vez con la excusa de ir a buscar primero una silla, luego una
cincha, después un par de bridas, un rebenque y, por último, las espuelas. De
este modo, con astucia, el Mono termina dominando y, por último, matando al
Tigre (cf. Armellada, 1973: 24-28). Su método de añadiduras progresivas es muy
efectivo y evita una rebelión tajante. Por el contrario, el sometimiento se va
haciendo muy lentamente sin que el Tigre se dé cuenta, una estrategia que todo
líder político o religioso conoce bien en la vida real.
Como resulta evidente, el pícaro, como el Hermes griego,
posee el don de la elocuencia para pasar por inocente, para despistar o para
convencer a otros de que realicen cosas que los llevarán a la perdición,
beneficiando, por el contrario, al bellaco, como ocurre con el caso de la
tortuga del relato warao Pícaro y
embaucador. La victoria de la astucia, en el que dicho quelonio convence a
un venado para desbarrancarse hasta morir, convirtiéndose en su comida. Luego,
cuando un tigre le arrebata la presa, lo convence de que le dé siquiera los excrementos.
El tigre acepta ya que no pensaba, por supuesto, consumirlos. La tortuga
prepara con las heces, auxiliado con aliños de diversa índole, un verdadero
manjar que olía a carne. El tigre termina comiéndoselo, descuidando de esta
manera la carne del venado, la cual, termina siendo devorada por la tortuga
(cf. Vaquero Rojo, 2011a: 262-289). Esta elocuencia, al combinarse con la
paciencia y el aprovechamiento máximo de los pocos recursos, da resultados
asombrosos.
Uno de los pícaros más elocuentes y persuasivos que ha visto
la literatura es Abū l-Fath Iskandarī, mejor conocido como Abū l-Fath de Alejandría,
protagonista de una célebre serie de ‘maqāmāt’ persas del siglo X. Este pícaro
es capaz hasta de resucitar a un muerto como en la māqāmat conocida como Cuadro de Mosul, en la que desesperado
por alimento, se infiltra, junto a un amigo, en un velorio, se acerca al
muerto, le palpa la yugular y dice:
-¡Señores!
Temed a Dios y no lo enterréis porque está vivo y sólo permanece inconsciente
aquejado de un ataque de catalepsia. En dos días he de entregároslo con los
ojos abiertos.
-¿De dónde te
sacas eso?
-Cuando
alguien muere de verdad, se le enfría
el culo y al tocar a este hombre he visto que vive.
Se pusieron a
palparle en tal lugar y prorrumpieron:
-Efectivamente,
es como dice; haced cuanto ordene. (Al-Hamadānī, 1988: 82)
De este modo, al
difundirse la noticia, lograron recibir donativos de comida de todos los
vecinos y comer como reyes. Más tarde, Abū l-Fath y su amigo logran escabullirse,
simulando que el cadáver ha revivido, al moverlo como un títere y entregarlo a
la multitud. Antes de que se dieran cuenta, una inundación distrajo la atención
de la población, ahora preocupada por su supervivencia. Abū l-Fath inventa otra
estratagema y sale airoso. De esta
manera, transforma las vicisitudes externas en distractores que hagan olvidar
las fechorías cometidas en el pasado. Esto lo sabe cualquier líder político
avezado.
No es difícil ver, en este punto, cómo el trickster puede conseguir uno de sus
mejores terrenos en el mundo de los líderes carismáticos, ora religiosos ora
políticos. Este poder carismático del pícaro que logra que otros hagan
cualquier cosa, tiene que ver con la dimensión emocional del mismo. El pícaro
sabe identificar las necesidades afectivas del otro y usa esta capacidad
empática a su favor. Si el otro quiere comer, le hace creer que lo complace,
como Tío Conejo con las frutas que le da al Tigre y que deben ser machadas
contra sus testículos, o como los monos que Pwácari asesina tras endulzarlos
con la fruta temaris. Si alguien se te ha muerto, te hace creer que lo puede
resucitar; si hay una catástrofe natural que amenaza con tu vida y la de los
tuyos, te hace creer que todo estará bien, ambos ardides presentes en la
historia ya comentada de Abū l-Fath. El pícaro te dice lo que quieres oír. Pero
luego te traiciona para obtener los beneficios esperados. El empleo de las
facultades empáticas, la astucia y la plasticidad camaleónica suelen ser
cualidades tanto del pícaro como del líder social.
En la opinión de Axel Capriles el trickster, aunque es universal, aparece con mayor intensidad en
América Latina y el Caribe, especialmente en Venezuela, donde se expresa en una
actitud dominante de ‘viveza criolla’, llena de placer por la espontaneidad, el
ingenio, el humor, pero también por la anarquía individual y el deseo de
esquivar las normas colectivas. Al respecto asevera:
Las
circunstancias económicas y políticas [de Venezuela], por demás, reforzaron el
papel del pícaro y la astucia en nuestra sociedad. Sin una tradición cultural
que condujera al desarrollo de un Estado de derecho, tras una larga historia de
arbitrariedades y revoluciones al mando de caudillos militares autoritarios, el
auge petrolero del siglo XX, en lugar de enriquecer a la población, debilitó al
ciudadano y lo dejó desamparado frente a un aparto hipertrofiado,
extremadamente rico y poderoso, que opera a través de una administración
burocrática ineficiente y caprichosa.
Acostumbrada
al uso abusivo de las leyes y del sistema de justicia para aumentar el poder
del gobierno y perseguir a la disidencia, cercada por un inmenso Estado que no
cumple suficientemente sus funciones, pero sí limita las libertades de los
ciudadanos y regula excesivamente la economía y la vida individual, la sociedad
venezolana se acostumbró a evadir la burocracia y los controles oficiales para
desempeñarse al margen de las normas. La viveza no es un antojo, sino una
necesidad. (2008: 19).
Consideramos que dichas circunstancias sociales durante los
siglos XIX y XX en Venezuela activaron y llevaron al paroxismo los contenidos
psíquicos colectivos concernientes al trickster
que se habían integrado al venezolano no sólo por la vía musulmana-española
(Abū l-Fath, los pícaros de toda clase de Las
mil y una noches, el Lazarillo de
Tormes, La vida del buscón llamado
Don Pablos, de Francisco de Quevedo, la obra de Miguel de Cervantes, etc.)
y por la vía africana (los pícaros animales de sus fábulas y relatos), sino también
por la vía de las culturas indígenas nacionales que, a modo de sustrato,
ostentan un imaginario primordial en donde el pícaro permea, con muchísima
frecuencia, sus figuras heroicas y su idiosincrasia. En este sentido,
consideramos que aún falta mucho por investigar con respecto a la participación
de la vida social y de la mitología y literaturas indígenas nacionales en el
imaginario venezolano contemporáneo.
Sin embargo, el trickster,
dentro de su polaridad, es, muchas veces, también civilizador y salvador,
creador de mundos, sanador o iniciador de la humanidad en saberes
excepcionales. Puede poseer poderes sobrenaturales y sufrir múltiples
transformaciones. Éstas responden a su capacidad para experimentar
“desdoblamientos de la personalidad”. C. G. Jung afirma que “Esas disociaciones
tienen la propiedad de que la personalidad desdoblada no es una de tantas sino
que está en una relación complementaria o compensatoria con la personalidad del
yo” (2002: 246). Estas ideas ya las
hemos corroborado más arriba en el caso de Maleiwa,
el dios creador wayuu. Asimismo, el caso del Maichak pemón, que se ha comentado
previamente, resulta ser, aparte de un cazador-chamán, una figura heroica
cósmica que participa íntimamente de los contenidos propios del trickster. A pesar de que sus cuñados lo
asesinaron, Maichak resucita. Luego, tras pasar las tres pruebas iniciáticas
propuestas por el Rey de los Zamuros, regresa a su casa. Al retornar, Maichak
se transforma en pez, pero dado que sus familiares no lo reconocen, vuelve a su
forma humana. Las transformaciones en otros órdenes de la naturaleza, así como
el cambio de sexo, son rasgos muy típicos del trickster, y tanto Maichak como Maleiwa, respectivamente, poseen
dichos comportamientos proteicos y cósmicos.
Todos estos poderes especiales hacen al trickster un ser superior, pero sus
usuales actos perversos, sus fechorías y asesinatos (incluso a madrastras y
padrastros, vecinos y cuñados), lo ubican en un plano inferior, generando una
paradoja típica de este arquetipo. Maleiwa asesina a su madrastra y a su
padrastro. Maichak hace lo suyo con sus cuñados. Otro caso significativo de
este comportamiento lo encarnan los dioses gemelos makiritares Shikié’mona e
Iureke, hijos de Hui’io, la madre del agua, quien fuera asesinada por Kawao, la
Rana, y Manuwa, el Jaguar. Tienen un comportamiento típico del trickster: “Eran turbulentos,
impertinentes. Corrían, gritaban, jugaban, se peleaban, armaban un griterío;
hacían preguntas y preguntas; molestaban; cambiaban sus formas a cada rato.
Para divertirse, engañaban a la gente. Ahora como muchachos, ahora como peces,
luego como grillos, luego como cucarachas” (Armellada y Bentivenga de
Napolitano, 1991: 197). Y a pesar de que brindaron el fuego a la humanidad al
robárselo a Kawao y al esconderlo en la madera de ciertos árboles, esto venía
precedido del asesinato de su padrastro y de su madrastra. Con respecto a estas
cualidades paradojales propias del trickster,
C. G. Jung explica:
[El trickster] Es un predecesor del salvador
y, como éste, dios, hombre y animal. Está por encima y por debajo del hombre,
es medio dios, medio animal, y la inconsciencia es su propiedad más constante y
llamativa. […] El trickster es un ser
primigenio ‘cósmico’, de naturaleza divina
y animal, por un lado superior al hombre gracias a sus propiedades
suprahumanas, por otro lado inferior a él debido a su inconsciencia e
insensatez. Tampoco puede competir con los animales, a causa de su notoria
falta de instinto y de habilidad. Esos defectos señalan su naturaleza humana,
que está peor adaptada que el animal a las condiciones medioambientales, pero
tiene en cambio justificadas esperanzas de conseguir un estado de consciencia
mucho más desarrollado, o sea, un considerable afán de aprender que también
queda debidamente destacado en el mito. (2002: 247-248).
Como héroe pícaro civilizador y filántropo, destaca el relato
mítico wayuu El origen del fuego (2.ª
versión), en el que se nos cuenta cómo, en un inicio, los hombres no
conocían este elemento, consumiendo todo crudo, tanto las carnes como las
raíces, los tubérculos y todo lo demás. Sólo Maleiwa
poseía el fuego. Lo tenía en forma de piedras encendidas que ocultaba
celosamente en una cueva. Maleiwa no confiaba en el uso que los hombres podían
hacer de él, así que prefirió quedárselo. Pero un día, cuando él estaba junto a
la fogata de ese fuego sagrado, se le apareció Junuunay, un joven invadido por
el frío, en actitud pacífica, consciente de que estaba en un lugar sagrado y
prohibido. Dijo: "Sólo vengo a calentar mi cuerpo junto a vos. Tened
clemencia para mí, que no he querido ofenderos. Amparadme de este frío que me
hiela, que me puya la carne y me llega hasta los huesos. Tan pronto entre en
calor me marcharé" (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 242). Sus
dientes se entrechocaban, temblaba, se frotaba las manos...Pero todo eso era
fingido. Tenía otra intención... Maleiwa, al verlo en ese estado, aceptó. Pero
no le quitaba la vista de encima. Ambos se calentaban. Junuunay trató de
sacarle conversación a la divinidad, pero nada. Maleiwa permanecía parco,
circunspecto. No le hacía caso. Y lo miraba y lo miraba.
“Pero un rumor de viento hizo que MALEIWA voltease la cara
hacia atrás para mirar y cerciorarse bien del pequeño ruido que se avecinaba” (Ibídem). Entonces, Junuunay aprovechó el
instante y cogió dos brasas encendidas, las guardó muy rápidamente en un “morralito
que llevaba bajo el brazo” y huyó. Corrió tan rápido como pudo, escurriéndose
entre la vegetación. Y allí comienza una persecución apretada, intensa, de
Maleiwa a Junnunay, decidido a castigarlo: “¡Me ha engañado el muy bribón! Le
castigaré dándole el suplicio de una vida inmunda. Le haré vivir en los
muladares, en los estercoleros rodando bolas de excremento...” (Ibídem, p. 243).
No obstante, como Junnunay veía que él no era tan rápido y
que podía ser alcanzado de un momento a otro, le entregó una brasa a Kenaa, un
joven cazador, quien se alejó con el fuego sin ser visto. Le dio la otra brasa
a Jimut, el Cigarrón, quien la metió en un palo de caujaro. Antes de proseguir
le dijo: “Amigo mío, MALEIWA me persigue porque le he robado el fuego para
dárselo a los hombres (....), quien posea esta joya será el más afortunado de
los hombres: sabio y grandioso” (Ibídem).
Jimut multiplicó el fuego. Y Junuunay siguió huyendo. Pero, tarde o temprano,
el héroe fue capturado y convertido en escarabajo, rodando bolas de estiércol
por siempre.
Este relato nos resulta interesante por la figura heroica de
Junuunay, que de modo similar al Prometeo griego, hurta el fuego en un gesto
filantrópico, buscando no su propio beneficio, sino el de la comunidad. Es un
texto rico en una simbología inspiradora. Y es que el regalo de Junuunay fue
enorme: el fuego del conocimiento, el fuego sagrado que no sólo civiliza, sino
que permite al hombre trascender su condición terrenal. Ahora bien, ha captado nuestra atención el carácter
picaresco del personaje: taimador, engañador, astuto, ágil...todo un pillo que
sabe fingir, que baraja estrategias para burlar a la misma divinidad. Si bien
es cierto que Prometeo también quiso engañar a Zeus, dándole al dios del Olimpo,
durante la hecatombe, los huesos y la grasa, quedándose él con la carne,
Junuunay forma parte de una tradición de héroes pícaros muy importante en
América y que tiene un sabor especial en la literatura indígena
venezolana.
Creo
que es importante notar que Junuunay le haya entregado el fuego, a modo de
‘relevo’, a un cazador y a un cigarrón en calidad de personajes colaboradores o
adyuvantes positivos. El cazador, para ser tal, necesita esa 'visión', esa
gnosis que el fuego representa. El cazador debe saber ver. Necesita la
luz del fuego. El cigarrón corresponde en Venezuela al abejorro carpintero, un
himenóptero rápido, un tipo de abeja grande y velluda, que usualmente construye
su nido en la madera. Es un gran polinizador, aunque también es, a veces, un ladrón de néctar (sin recoger ni
transportar polen). Como constructora, es símbolo de la capacidad de
civilización, estableciéndose un vínculo con el concepto del fuego creador y
civilizatorio (lo crudo como barbarie, lo cocido como civilización). Pero como
ladrón de miel, este animal es un hurtador del 'alimento espiritual', del
'conocimiento místico' o, según los criterios de C. G. Jung, del símbolo de la
individuación, es decir, de la 'madurez psíquica' (Biedermann, 1993: 305).
También llama sobremanera la atención que Junuunay haya sido
transformado en un escarabajo estercolero, animal que en el Egipto Antiguo
también estaba asociado al Sol y, por ende, al fuego; más específicamente a
Khepri o Jepri, que es el dios Ra en su faceta de sol naciente, simbolizando la
resurrección y la vida eterna. Y eso es lo que se obtiene del fuego
sagrado del mito de Junuunay: es eterno el que obtenga el saber del fuego, el
conocimiento que sublima y hace trascender. El iniciado es eterno porque su
alma ha sido iluminada (cf. Useche, 2012).
El carácter sublimador de la labor de Junuunay es homólogo al
que despliega el personaje del indio Eno, enano y flacucho quien, en la
mitología yanomami, le roba el fuego al mezquino Yoriquidama para dárselo a los
hombres. Cuando logra arrebatarle una de estas llamas, enseguida sale a
ofrecérsela “a todas las chozas, y quién me diera alas —se dice— a fin de
regalar fuego a todo el mundo. Y, cosa extraña: mientras esto hacía y esto
pensaba, sentía que le nacían alas”, convirtiéndose en un arrendajo (Armellada
y Bentivenga de Napolitano, 1991: 277). La aparición de las alas viene a ser,
precisamente, el símbolo de que la libido inferior (los instintos básicos y las
pulsiones destructivas o peligrosas para el individuo) han sido transformadas en
bienes psíquicos superiores, han sido, en fin, sublimados, tal como sucede, de
algún modo, con el Pegaso griego y el Kyang Gö Karkar, de Gesar.
Con mucha frecuencia estos héroes filantrópicos son
castigados. La búsqueda y la obtención del fuego del conocimiento tienen un
precio. ¿Será que cuando se tiene ese conocimiento lo primero con lo que se
topa el ser humano es con el 'estiércol' de la vida para descubrir,
dolorosamente, que la única forma de superarse es tomar esa materia innoble y
transformarla o integrarla a la esfera psíquica, a la totalidad, y hacerla
rodar hasta convertirla en un sol, en luz, en espíritu? ¿Es este mito otra
imagen alquímica de la transformación y del precio que se paga por ella?
Las figuras de Junuunay y de Eno
sintetizan al pícaro ladrón y al filántropo salvador, al héroe animal y al
héroe humano, dos polos que organizan la energía libidinal de este arquetipo;
son puestas en escena o simbolizaciones de la posibilidad de integrar, de hacer
colaborar a los opuestos en pro de un beneficio tanto propio como ajeno.
Mientras estos símbolos persistan y sean concienciados por nuestros congéneres,
siempre habrá la posibilidad en el ámbito venezolano y latinoamericano, de
transformar la anarquía individual y la ‘viveza criolla’ en formas flexibles,
creativas, ingeniosas, mas éticamente adecuadas, sin atentar contra el bien
común, de servirse a sí mismo y a los otros en un movimiento perpetuo.
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