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El héroe en  las literaturas indígenas venezolanas*





Alejandro Useche



     El ser humano necesita héroes. Sin ellos, se siente en la oscuridad. El héroe es un modelo colectivo que condensa ideales de apariencia física, de habilidades prácticas o místicas y de comportamientos morales. Como arquetipo humano, esto es, como estructura psíquica universal transhistórica, es un símbolo de nosotros mismos, de nuestros deseos y temores, aparte de constituir una elaboración psíquica de nuestra memoria colectiva inconsciente. Sus representaciones pueden ser de cualquier naturaleza: religiosa, bélica, política, artística, científica o erótica. Y sin embargo, todas ellas son sólo hipóstasis de los héroes míticos. Nuestros héroes actuales, aquellos que movilizan, a través de sus cualidades extraordinarias y de su carisma, al hombre contemporáneo, son avatares de los héroes ancestrales de todos los continentes. Son la repetición del tiempo mítico, regresando una y otra vez, con apariencia de novedad y de ruptura, aunque apenas puedan, en lo esencial, diferenciarse de los héroes pergeñados in illo tempore. De este modo, Gilgamesh, Telipinu, Baal, Yahveh, el Rey Arturo, Hércules, Amaterasu, Odiseo, Da Monzón, Quetzalcóalt, Wainaimonen, Mío Cid, Gesar de Ling, El Emperador Amarillo, y un largo etcétera, son nuestra memoria planetaria épica, son parte del patrimonio ancestral, las claves para la comprensión de nuestros héroes actuales y, por ende, de nosotros mismos.

     En este orden de ideas, para el estudio de la cultura y la literatura venezolanas, hay una pieza fundamental, subestimada la mayoría de las veces, a la que hay que regresar: nuestra literatura indígena nacional, en lo general, y sus héroes, en lo particular. Estas líneas no aspiran a ser un estudio exhaustivo al respecto, mas se proponen explorar algunas figuras épicas que hemos considerado de sumo interés para la comprensión de nuestra heroicidad mítica. Asimismo, pondremos en relación ésta última con algunas de las representaciones arquetipales heroicas de otras culturas para que, en dicho diálogo, se haga más claro el talante de nuestros héroes primigenios.  

      Durante la revisión del corpus mítico y literario seleccionado para los fines arriba expuestos, destacaron dos categorías de héroes, diferenciables, pero combinables y, por ende, muchas veces no expresadas en estado puro: 1) el héroe cazador-chamán, combinación de dos subtipos que inicialmente son uno y que sólo de modo eventual se separan; y 2) el héroe pícaro. Estas categorías relativas pueden ser guías provisionales para la discusión sobre este tópico.  


El cazador y el chamán como héroes

     En la literatura baré, destaca La historia del monito Pwácari, en la que se relata la unión de una india y un mono, unión que debemos enmarcar dentro de la concepción simbólica que presupone una frontera lábil y muy frágil entre los órdenes animal, vegetal, mineral y humano. Estas fronteras tan móviles, nos hablan de la unidad de todas las cosas, del vínculo mágico y espiritual entre el ser humano y los otros habitantes del cosmos. De la unión arriba aludida     —unión envidiada y acechada por los otros monos y por los rabipelados—, nace Pwácari. Sin embargo, antes de dar a luz Foméyaba, los monos la descuartizan en un descuido de su esposo. La criatura resiste esta agresión, pero como no había sido formado completamente, una araña de río finalizó la gestación. Más adelante, es criado por una raya.

     El haber sobrevivido a semejante ataque lo ubica, de entrada, dentro de los seres extraordinarios, y nos recuerda la manera en que Sémele queda fulminada por la presencia luminosa de Zeus, mas no su hijo, Dioniso, quien, estando en su vientre, supera dicha prueba para después terminar de gestarse en la pantorrilla del Dios de los Dioses. También es homólogo el caso de la madre de Mo-Sahv y de U-ya-wi, héroes gemelos de la mitología de los indios Pueblo, la cual no sobrevive al parto. Esto no impide, sin embargo, a estos recién nacidos valerse por sí mismos (“Los héroes gemelos”, 2011). Los héroes suelen enfrentarse a un entorno hostil y peligroso desde su infancia o, como Pwácari, desde antes de nacer. La efigie de la araña que finaliza el proceso de gestación, vendría a escenificar que el héroe participa de un destino cósmico, uno que la Naturaleza ha tejido para él. La araña, como las Moiras griegas, hilvana el decurso de las criaturas.

     La imagen de la raya en calidad de nodriza establece una homología con todos aquellos héroes criados por la naturaleza, como Zeus por la cabra Amaltea, o Rómulo y Remo por la loba. De este modo, queda claro que el héroe no tiene como padres realmente a un par de mortales, sino al Cosmos mismo. Por lo tanto, se infiere que la filiación cósmica hace de Pwácari un ser que desborda la normalidad, llamado a hacer cosas singulares. Y efectivamente, una vez que, bajo la forma de una culebra, logra llegar a donde su abuelo, éste le pone la prueba fundamental: flechar un mato, esto es, un lagarto. En este punto, Pwácari debe hacerse cazador. 

     La prueba iniciática establecida por el abuelo, representante de la sabiduría ancestral, implica la destreza en el uso de la flecha, arma prototípica del cazador. Éste, quizá la representación más antigua del héroe-guerrero (junto a los dioses luchadores o bélicos) es el que posee la ‘puntería’, esto es, la “visión”. Al respecto, Miguel Rocha Vivas comenta:

Simbólicamente la escasez se debe a la falta de visión: para ver dónde está el alimento, cómo vencer a los animales guardianes, cómo acceder a las moradas de los dueños de la comida, del agua y del tiempo. En este sentido el arcaico héroe que vence las dificultades es ante todo un visionario, condición que en él depende de cierta marca celestial, o en cualquier caso de su capacidad de ver lo que está más allá de sus ojos físicos (2004: 82).

     Esta capacidad de ver más allá de lo normal descansa en la cualidad que tiene la flecha para desafiar la gravedad y, por lo tanto, las condiciones mundanas. Su desplazamiento ascendente la convierte en símbolo de las relaciones entre el arriba y el abajo, entre el mundo de los dioses y el de los humanos. Es el mismo planteamiento de la catasterización de Croto, hijo de Eufeme, la nodriza de las Musas, que Eratóstenes nos relata. Su transformación en la constelación de Sagitario es el resultado de su admiración y reconocimiento al canto de las Piérides, quienes le habían otorgado la “habilidad de lanzar flechas” (cf. Eratóstenes, 1999: 89-90). Así, Croto-Sagitario implica un ser de ‘visión superior’, de pensamiento inspirado y elevado. En la astrología occidental, esto se ha sintetizado en la imagen del signo zodiacal Sagitario a modo de centauro que apunta su flecha hacia el firmamento (a pesar de que, según Eratóstenes, Croto es un hombre con dos patas de caballo y una cola de sátiro). En fin, se trata del ‘cazador’ filosófico.

      Por su capacidad de penetración y de realizar una abertura, la flecha es el poder del pensamiento o de la visión mental, es la fuerza de la luz que genera el orificio mientras se desplaza. Recordemos que la luz es lo que permite la visión. Valga, sin embargo, aclarar que el pensamiento asociado a la flecha no es el analítico ni el perteneciente a la lógica racional, sino más bien a la visión rápida, instantánea, inspirada, ‘iluminada’, al golpe de la revelación. Un caso significativo que muestra esta simbolización es el arte del tiro con arco en la tradición zen y su relación con la posibilidad de alcanzar el satori o estado de conciencia de la mente búdica. La velocidad de la flecha es otro de los elementos responsables de esta simbolización. También lo es su conexión significativa con el rayo, muy común en las mitologías del orbe.

      Esta última asociación se hace más clara si verificamos que la flecha no sólo es ascendente en el caso del cazador, sino también descendente, si lo vemos como el arma de los dioses. En el Antiguo Testamento, Zacarías 9, 14, se dice: “Yahveh aparecerá sobre ellos, y saldrá como relámpago su flecha; (el Señor) Yahveh tocará el cuerno y avanzará en los torbellinos del sur”. De hecho, ya tempranamente Yahveh aparece como “dios de la guerra”, dotado de jabalina y escudo, luchando “en favor de las tribus que se articulan en torno al Arca de la Alianza” o enviando las flechas portadoras de la enfermedad, como en el Salmo 38, 3-4 (Keel, 2007: 213-215). De igual manera, Horus, dios halcón solar egipcio, en su batalla contra Set, en la que éste toma la forma de un hipopótamo, emplea la lanza de 16 codos (o también un dardo o arpón), fabricado ora por Onuris (dios de la caza y la guerra) ora por Ptah (dios creador menfita), y vence a su adversario, como un “lebrel cazador”, vengando, de esta manera, a su padre Osiris. En el mito, la propia Lanza, en calidad de personaje, habla: “¡Soy yo, soy yo, la señora de la Lanza, yo soy la joven, señora del Silbante (…), el que fulgura en las espaldas de las presas…”; luego el coro exclama: “Verán cómo sus dardos resplandecen en medio del río” (Josep, 1993: 208-216). Así, el mito en cuestión establece una relación estrecha entre lanza y resplandor (o también fulgor o brillo), dado que la flecha es una luz dura y rápida que vence a la oscuridad, como lo hace el rayo en el cielo nocturno.

      Tampoco olvidemos las flechas mortales de Apolo tras la súplica de Crises en la Ilíada, generando la peste entre los hombres. Apolo es un dios solar y, por ende, implica una simbolización del fuego sagrado. Hay que tener en cuenta que el rayo es fuego celeste. Asimismo, Zeus emplea el rayo a modo de flechas contra sus enemigos en numerosas ocasiones. Otro caso interesante del diálogo entre el arriba y el abajo a partir del arma del cazador, ahora un mazo o hacha, es Baal, dios cananeo. Al respecto, en el Ciclo de Baal se dice: “[Es el dicho del árbol y la charla de la piedra]: / el cuchicheo de los cielos con [la tierra], [de los abismos con las estrellas]. <La piedra del rayo que no comprenden los cielos>, / la ‘voz’ que no comprenden los hombres..” (Olmo Lete, 1998: 46-47). Esto nos recuerda a Thor, dios del trueno y de la guerra en la mitología nórdica, quien vencía a los Trolls y a los Yotes con su martillo Miolnir, que aumentaba o disminuía de tamaño según las necesidades de la divinidad (cf. Gálvez S., 2009: 23-24).

     Un caso que particularmente nos interesa acerca de cómo los dioses o los seres espirituales primordiales se comunican con el mundo terrenal a través del impulso sagrado de la flecha es el relato de Kororomani, el llamado ‘Génesis warao’ venezolano. En un punto de la narración, se nos cuenta cómo Kororomani, tratando de dispararle a un pájaro que se había posado cerca de su casa, falla, clavando el arma en la tierra a poca distancia de su morada, creando un portal, un agujero cósmico que se reveló cuando su suegra barría las inmediaciones. Lanzando una cuerda por el boquete, él y su esposa, quienes en su lugar de origen sólo consumían casabe, tuvieron acceso a este mundo lleno de todo tipo de carnes, es decir, de animales comestibles. Ésta no fue la suerte de una mujer en sus últimos meses de embarazo quien, al quedar atascada en el agujero tratando de descender, se transformó en la estrella de la mañana, esto es, en Venus. Consecuentemente, la flecha viene a ser no sólo  la visión que abre mundos y que posibilita la obtención de nuevos recursos (función cardinal de un cazador indígena), sino que también involucra la inserción de la luz en la oscuridad, como sucede con la aparición de la estrella matutina en la brecha cósmica.

      Este paso del casabe a la carne parece reflejar estadios psíquicos arcaicos sedimentados en el mito, aludiendo a la constitución del cazador en la prehistoria, en el tránsito hacia el homo sapiens sapiens. Tras la pérdida de las garras y de los largos dientes caninos, y junto con la marcha bípeda y las manos libres, nuestros antepasados pre-humanos del miocénico      —antecesor común al hombre y al chimpancé—, según la hipótesis de Robert Ardrey, esgrimieron la nueva adquisición cultural: el arma, y con ella la obtención de la carne (1978: 34-51 y ss.). Este nuevo rol de cazador implicó cambios profundos en el modo de vida del hombre, señalados por el científico estadounidense como sigue: “la división de los alimentos, el papel de proveedor del macho, la sociedad bipolar en parte sexualmente segregada, el papel de la hembra como defensora del hogar” (Ibídem, p. 151), aspectos más o menos fáciles de reconocer en las diversas literaturas primigenias mundiales. Con relación a la conformación prehistórica del cazador, S. L. Washburn comenta: “El deseo de carne lleva a los animales a ampliar el ámbito de su conocimiento y a aprender los hábitos de muchos otros animales. Los hábitos y la psicología territoriales humanos son fundamentalmente distintos de los de simios y monos” (citado por Ardrey, 1978: 21). Y es esta ampliación cognitiva, esta nueva facultad de afinamiento de la percepción, así como la indagación de los comportamientos de los diversos seres del contexto, lo que, una y otra vez, está implícito en los procesos de iniciación guerrero-chamánicos en la mitología y los relatos indígenas que estamos abordando.

      Volviendo al relato baré de Pwácari, ahora comprendemos mejor lo que significa la prueba iniciática de la caza del lagarto: el joven héroe requiere aprender las habilidades prácticas de la obtención de alimentos para la comunidad y, en un segundo nivel interpretativo, también necesita desarrollar la ‘visión superior’ que le permita entrenar su pensamiento y conectarse con las fuerzas cósmicas que lo rodean. Así, la visión ejemplar conduce a la acción ejemplar, como lo expresa Rocha Vivas, quien, a su vez, ha sabido establecer las relaciones estrechísimas entre el cazador y el chamán como subtipos del arquetipo del héroe (cf. 2004: 82 y ss). Es, precisamente, esa visión iluminada, esa intuición o percepción extraordinaria, la que los une. De allí, como tendremos tiempo de corroborarlo en el caso venezolano, los personajes heroicos cazadores y chamánicos tienden a superponerse o a formar una macro-categoría compleja.

     Una vez que Pwácari es iniciado por su abuelo, puede emprender la venganza contra los monos asesinos de su madre. De hecho, al final de la historia constatamos que Pwácari ya no es el mismo: ha adquirido poderes especiales, facultades chamánicas. Con segunda intención, entusiasmó a un grupo de monos con las bondades del fruto temaris. Éstos, con ganas de más, fueron conducidos por nuestro héroe a un árbol cargado de esta fruta. Aprovechando que los monos estaban encaramados en el árbol, transformó una curiara en caribes y babas. Al llegar la noche, cuando aquellos descubren el ardid, Pwácari los flecha. Así, unos quedan masacrados por su arma, otros por la voracidad de los peces.

     En el comportamiento de Pwácari percibimos algo que resulta ser fundamental en las figuras heroicas indígenas venezolanas: la habilidad para engañar a otros, para despistarlos, para hacerles creer una cosa contraria a lo que realmente es, ese tipo de astucia que aprovecha los descuidos, que endulza primero al enemigo, que crea estrategias ingeniosas para confundir, cualidades todas que, como veremos, están íntimamente ligadas a la tipología del héroe pícaro anunciada al inicio de este texto. No sólo en Pwácari vemos este comportamiento; incluso, cuando su abuelo, sin decirle nada, se transforma en lagarto, se recurre, de algún modo, al engaño para cumplir la iniciación. Consiguientemente, la astucia que produce engaño parece ser un ingrediente importante en el proceso de aprendizaje del neófito Pwácari. Como resultó claro, empleó esta lección en su venganza.

      Así, este héroe cazador se encamina hacia la iniciación desde el momento en que se transforma en culebra para buscar a su abuelo. Aquélla parece finalizar en la prueba de la caza.  El relato nos da a entender que entre este momento y su venganza, Pwácari ha realizado otras hazañas, dado que su nombre se ha extendido: “A los monos había llegado la fama de Pwácari, pero no lo conocían. Se lo imaginaban muy grande” (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 303).

      Ahora bien, su metamorfosis en culebra ancla a este héroe cazador en un tipo de sabiduría propia del chamán. La culebra o la serpiente, por la constitución de su propio simbolizante, está cargada de sentidos muy ricos, asociados al conocimiento oculto (animal que habita bajo rocas y en cuevas, que se moviliza entre el agua y la tierra, elementos ctónicos, ligados al saber inconsciente); a los poderes de regeneración y transformación del ser (por sus anillos y la muda de la piel), y a la manipulación de las fuerzas creadoras y destructoras (su veneno puede ser mortal, pero es la clave para el suero antiofídico). Esto nos recuerda al relato egipcio antiguo El náufrago, en el que el protagonista, arrastrado por una tormenta, llega a la isla del Ka, en la que se encuentra a una enorme serpiente semidivina gigante, recubierta de oro con cejas de lapislázuli. La serpiente interroga al náufrago de la siguiente manera: “¿Quién te ha traído? Si tardas en decirme quién te ha traído hasta esta isla, haré que te conozcas, serás (reducido) a cenizas y convertido en algo que no se puede ver” (López, 2005: 81-82). Efectivamente, la serpiente fungió de maestro iniciático por cuatro meses, transmitiéndole conocimientos ocultos en una isla donde “Nada existe que no esté en su interior” (Ibídem, p. 82). La serpiente lo condujo, como lo anunció inicialmente, al autoconocimiento, transformándolo (la ceniza como materia incinerada, espiritualizada) en algo que “no se puede ver”: un ser espiritual.

    Pwácari-serpiente nos conduce a toda una amplia literatura indígena en la que la serpiente encarna esos poderes extraordinarios para bien o para mal. Un ejemplo del primer caso, sería Poaná, el dios creador supremo de los yaruros venezolanos que, en calidad de gran serpiente, formó los ríos, los riachuelos y los caños (Obregón Muñoz y Díaz Pozo, 1993: 27). Caso similar es el de la serpiente arco iris entre los indígenas australianos, ser andrógino que, con sus movimientos sinuosos, creó los ríos, además de simbolizar el camino “que deben recorrer las almas preexistentes para alcanzar el seno de las mujeres de las que después nacerán” (Löffler, 2001: 15-16). Un relato perteneciente al segundo caso, la serpiente ligada al mal, está presente en el mito warao ya aludido de Kororomani, donde se nos cuenta que la hermana menor del héroe, Wirimando, por desobedecerlo e ir con su hermana a bañarse a la laguna, fue violada por hombres blancos, de los cuales concibió un niño, un jebu maligno ―los hay benéficos y maléficos―, que salía del vientre de su madre transformado en una serpiente que cazaba infaliblemente animales y obtenía frutos en abundancia, para luego volver a introducirse en las entrañas maternas. Kororomani y su hermano terminan flechando al jebu serpentiforme, cortándolo en pedazos que luego dispersaron. De estas carnes putrefactas nacieron las personas. Con estos casos, queda claro que la transformación en serpiente sólo es para seres superiores que poseen un saber especial, trátese de héroes o antihéroes.

      Por otra parte, la relación entre flecha y serpiente también es significativa, y más allá de su semejanza formal, su sentido fálico y del carácter mortal de ambos, nuevamente el factor chamánico, los poderes mágicos, los enlazan, como es el caso del episodio en que Isis, la diosa Madre egipcia y gran hechicera, ataca, sin ser vista, a Ra, el dios Sol, con una flecha-serpiente llena de veneno. Luego aparece ante Ra, haciendo creer que ella no ha tenido nada que ver en el asunto, y ofreciéndole la sanación a cambio de su nombre secreto, lo que le otorgaría poder sobre el astro rey. De igual forma, la asociación flecha – serpiente es notoria en la actuación de Rama en la épica hindú clásica. En El Ramayana, el héroe “empulgó de repente una flecha, parecida a una ígnea serpiente, y envióla al corazón de Bali, el de enorme fuerza, que cayó con el seno atravesado y sin conocimiento” (Valmiki, 1977: 146). En Rama convergen las configuraciones de la flecha serpiente, la flecha de fuego, la flecha como trueno y como rayo, la flecha de viento y el dardo o flecha con forma de media luna. Incluso, recibe de Indra un carro especial con cochero, arco y flechas, así como unas lanzas realizadas en lapislázuli. De este modo, en dicho héroe, se condensan las múltiples formas del imaginario uraniano diurno (o celeste matutino), asociados a la conciencia, el orden y la ley, con asimilación de las formas femeninas del imaginario nocturno (flecha en media luna). El héroe uraniano absorbe en muchos casos —por medio de lo que Gilbert Durand ha llamado “imperialismo mítico” (2005: 172)—, las formas femeninas del tiempo y de la muerte. En los casos de la flecha ígnea y de la flecha del rayo pertenecientes a Rama, en calidad de símbolos diairéticos, implican, como lo señala Durand, una forma de purificación por sublimación (Ibídem, pp. 178-179). Esta simbolización uraniana sublimadora es compartida por buena parte de los héroes indígenas venezolanos, detentadores de armas asociadas al rayo, el resplandor, el viento o el fuego.   

     En la literatura pemón, la Leyenda de Maichak es un caso ejemplar del pésimo cazador, del neófito radical, que era incapaz de “usar las flechas ni el arco en las cacerías, ni el arpón y el anzuelo en la pesca.” Pero su inhabilidad iba más allá, dado que “No sabía hacer sebucanes ni rallos, tejer cestos o preparar artesas, ni nada, en fin, de lo que las gentes hacen” (Cora, 2005: 108). Este indio constantemente humillado era, sin embargo, perseverante e intentaba pescar toda la noche hasta el amanecer. Y esta constancia fue recompensada por los espíritus de la Naturaleza. Acerca de este tipo de personajes, Rocha Vivas señala que “En la situación en la cual el cazador carece de visión sólo la perseverancia puede ayudarle a ver.” (2004: 93). En consecuencia, de un arroyo emergió un hombre que le otorgó una ‘tapara mágica’ para pescar todo lo que él deseara. No obstante, el paso de pescador torpe a uno hábil, despertó sospechas y envidia, y le roban el objeto mágico. Luego él, astutamente, le logra robar o arrebatar una maraca mágica y, finalmente, un peine mágico a un cachicamo que vivía en una cueva. Estos elementos permitían cazar mamíferos y aves con gran destreza y en abundancia. Esta ayuda sobrenatural es propia de los héroes. ¿Pero en qué sentido Maichak lo es? En que aprendió a ‘ver’ y a actuar cónsonamente con esa nueva visión, aprovechando las oportunidades disponibles. Volviendo a Rocha Vivas, comprendemos que “El secreto del cazador, como el del chamán, consiste en que conoce los puntos débiles y fuertes de animales, hombres y espíritus” (2004: 82-83). Por eso, las aventuras de Maichak son sólo distintas fases de la iniciación guerrero-chamánica. Si bien la tapara mágica fue una gracia ofrecida por un hombre de las aguas, los otros dos objetos fueron obtenidos por la habilidad propia. El cachicamo, por los rasgos de su simbolizante, representa los poderes o saberes ocultos de la naturaleza al habitar en cuevas o al refugiarse en guaridas subterráneas, apoyándose en su capacidad para excavar. Esta simbolización ctónica se ve reforzada por sus hábitos nocturnos y, por ende, está ligada a la sabiduría de la oscuridad. De igual forma, su armadura de placas óseas cubiertas por escudos córneos le permite enrollarse totalmente como una esfera o bola, forjando la imagen de un animal que colinda entre lo manifiesto y lo inmanifiesto, lo visible y lo invisible, como el chamán.

     Un héroe cazador que tiene la capacidad de pasar de lo manifiesto a lo inmanifiesto es Atapoinsha, uno de los héroes de la literatura yukpa venezolana, quien en la guerra contra los Moteru, se hace invisible, arrasando con sus enemigos, empleando sus infalibles flechas “rápidas como un relámpago”, conduciéndolos hacia la Laguna de la Muerte, suerte de pantano-Estigia del Más Allá, que recuerda a la Ciénaga de los Muertos en la mitología de J. R. R. Tolkien, en la que se narra cómo en la Guerra de la Última Alianza entre Elfos y Hombres, el ejército de los Aurigas fue empujado fatídicamente a la ciénaga, donde perecieron (cf. Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1993: 327; y Tolkien, 1995). Esta cualidad de la invisibilización de Atapoinsha es común a otros héroes, como es el caso de Gesar de Ling, héroe nacional tibetano, quien, aparte de ser invisible a voluntad, con sus dipshings o varas mágicas invisibiliza a hombres y a cosas, logrando una ventaja significativa sobre sus enemigos (cf. David-Neel y Yongden, 2000: 262 y ss.).       

     Dentro del imaginario indígena venezolano, el cazador hábil es un ideal de hombre dentro de la comunidad, uno que sabe identificar y satisfacer las necesidades del colectivo, usando su constancia, sagacidad, poder de observación y justicia. A diferencia de otros modelos épicos, los héroes indígenas venezolanos no buscan, por lo general, la fama eterna, ni ostentan un orgullo exacerbado, ni una valentía de hiper-macho, como es el caso de Beowulf, en la mitología nórdica, o el de los Caballeros de la Mesa Redonda en la épica medieval europea, o como sucede en los casos insignes de Gossi, Sira Maga Ñoro o Da Monzón en la literatura del África Negra (cf. Frobenius, 1986; Martínez Furé, 1977). En el relato La muerte de Sira Maga Ñoro, el héroe afirma: “En tres cosas soy superior a todos los hombres: en primer lugar soy el hombre más hermoso de Massina; en segundo lugar soy el que gasta más generosamente el dinero; en tercer lugar soy el más valiente de todos.” (Frobenius, 1986: 52-53). Difícilmente, estas palabras podrían ser dichas por un cazador o chamán de nuestra tradición literaria aborigen. No porque alguna de esas tres cualidades no estén presentes en alguna medida en los personajes que conforman dicho imaginario heroico, sino porque no suelen ser los valores hegemónicos. Por el contrario, es el héroe visionario, el héroe cazador-chamán, el que es el tipo más extendido, ambas categorías profundamente permeadas por el héroe pícaro. Empero, es quizá el héroe pícaro el más tendente, de las tres facetas del héroe, a detentar una necesidad de reconocimiento y ascenso social, como veremos más adelante.

     Un tema recurrente para nuestro héroe cazador es el de la venganza de la madre asesinada, el cual ya está presente en La historia del monito Pwácari, y reaparece, con más fuerza, en la narración sobre las hazañas de Maleiwa, héroe mítico de los wayuu venezolanos. Su madre quedó embarazada de modo milagroso, sin intervención masculina de ningún tipo, lo cual la vincula con la Coatlicue mesoamericana, la roca virgen de donde nace Mithra, el alumbramiento de Jesucristo, y tantas otras figuras homólogas. Esta mujer, a veces llamada  Si’ ichi, otras Manna, fue asesinada por el Jaguar, y de los residuos de su carne que caían de los dientes de su victimario, nacieron tres niños, el menor de los cuales era Maleiwa. Éste era un cazador nato, concebido para grandes cosas, un dios primordial creador, quien ya desde el vientre de su madre, le decía a ésta: “¡Fabrícame flechas, quiero ir a cazar!” (Perrin, 2006: 135). También el Jaguar, su padre sustituto, le enseñó el arte de la cacería. Cuando se entera de que éste es el asesino de su madre, se inicia una larga y compleja persecución en la que logra expulsar, de modo definitivo, al Jaguar de la Alta Guajira. El jaguar es, frecuentemente en estas literaturas indígenas, una figura que encarna, por excelencia, las fuerzas malignas o las cualidades anti-heroicas. En la tradición ka’riña el baile del mare-mare, dentro del modelo mítico, tiene como finalidad alejar el peligro que representa el Jaguar. En el viaje persecutorio, Maleiwa, como héroe cazador, se ratifica en su virilidad por oposición al afeminado Jaguar, quien fue penetrado analmente por Julera, el caracol, y por el Cachicamo. Asimismo, Maleiwa es un cazador que combina con sus cualidades de flechador-guerrero las virtudes sobrenaturales chamánicas, pudiendo transformar las cosas y a sí mismo a conveniencia: hacer crecer los árboles, convertirse en mujer embarazada o en montaña. Las dos primeras acciones están unidas por asociación con la fertilidad y la regeneración; la tercera lo convierte en el centro del mundo, en el héroe fundador del cosmos. De allí que cada acción que realiza establece las singularidades de la geografía, o crea la vida animal o humana.  Empero, las acciones crueles de Maleiwa (el terrible asesinato de su madrastra), sus metamorfosis en mujer, su capacidad creadora y su astucia, lo convierten, también, en un héroe pícaro, como lo explicaremos más adelante.

      Dentro de esta tradición wayuu, sobresale el relato escatológico que Michel Perrin ha denominado El viaje al Más Allá (Eurídice guajira), en el que el protagonista, luego de la extraordinaria escena de su viaje al Jepira o “Tierra de los Guajiros Muertos”, que ha realizado junto con su esposa difunta — a quien, finalmente, abandona al verla entregarse sexualmente a los hombres en fiestas llenas de música y alcohol—, da comienzo, entonces, a un viaje que le hace conocer a Juya, dios de la lluvia y el rayo, quien lo inicia en el arte de la cacería, mandándolo a flechar corzos, venados, conejos, pero también patillas, auyamas, mazorcas y melones…Estos animales y vegetales no eran fáciles de cazar porque adquirían la apariencia de hombres. Entonces, realmente se requería tener una ‘visión’ especial, un poder de observación y una sagacidad singulares. El wayuu de esta historia mítica es un héroe en muchos sentidos. Primero, por haber ingresado al Jepira sin haber muerto (como lo hicieron Orfeo, Izanagi, Odiseo, Quetzalcóatl y Xólotl, Hércules, etc.), lo que se traduce en una representación del vencimiento de la muerte. Segundo, por haber llegado a la casa de Juya y tratar de tú a tú con la divinidad, sentándose en su banco chamánico. Y, por último, por haber sido instruido por Juya en el difícil arte de la cacería, desarrollando así la visión guerrero-chamánica para saber vislumbrar adecuadamente las fuerzas naturales y sobrenaturales del entorno.

      Estas cualidades del cazador tienen relación con las experiencias vitales de nuestros ancestros durante la prehistoria en el paso hacia el homo sapiens sapiens, dado que por las condiciones ambientales, nuestro modo de vida era de un “infinito desafío intelectual […] Debíamos aprender a conocer muchas especies diferentes de caza, las sendas que frecuentaban y sus diferentes maneras de defensa. Teníamos que conocer las estaciones y las migraciones, hasta las horas del día en que era más probable que aparecieran las víctimas […]. Sobre todo, debíamos hallar medios de inhibición en nuestro cerebro en pro del riesgo y la cooperación, y para postergar la recompensa” (Ardrey, 1978: 155-156). De estas exigencias, nace el cazador histórico y arquetípico que es re-inventado una y otra vez por medio de la mitología, la literatura y el arte.

      El cazador, en su relación estrechísima con la naturaleza, aprende a ‘leer’ el cosmos, a descubrir los vínculos invisibles, pero vitales, que tiene con ella, así como a comprender los lazos que cada uno de los seres que la componen establece entre sí. De este modo, la iniciación del cazador es un desarrollo de la conciencia mítica que involucra, como lo señala Ernst Cassirer, un “sentimiento comunitario”, una “unidad de esencia”, “emotiva” y “vivencial” (1972: 220, 229-230), entre el hombre y la otredad, sea el animal, el vegetal, la estrella, planeta o los elementos… Esa unidad implica una supresión (o un debilitamiento máximo) de los límites entre el yo y la naturaleza. Sus criaturas son, en el sentido más profundo, seres vivos, intencionados, activos, cognoscentes —portadores, por ende, de gnosis—, en perpetuo diálogo con el hombre. Esto trae como consecuencia una experiencia simbólica que transforma los seres naturales en símbolos vivientes. De allí que Maichaik dialogue con el cachicamo-chamán y acceda, gracias a él, a los secretos divinos. A veces la frontera entre el hombre y las otras formas naturales es tan tenue que no hay diferencia tajante entre ambos, como sucede en los múltiples casos de transformación animal o vegetal en la literatura indígena venezolana, con una rica serie de correspondencias con la literatura universal, que escapan a las reflexiones de estas páginas. Así le sucedió, según una narración warao, a un indio que, bajo la influencia de un jebu maligno, fue transformado en bongo, un tipo de canoa. Su esposa, al verse sola, se convierte deliberadamente en un tigre (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 152-153). Destaca también la hermosa historia makiritare de la muchacha convertida en un árbol de corales a partir de una herida infligida por una espina de cajaro, que establece interesantes paralelismos con el mito griego antiguo de la Medusa y la creación de los corales (Ibídem, p. 221-223).

      Esta visión de un cosmos unificado, en diálogo, en el que todo está vivo (las piedras, los objetos, los muertos, etc.), siempre sorprendiendo al hombre en un proceso abierto de aprendizaje, lo denomino Principio de Vida y lo considero un factor esencial en la generación de experiencias simbólicas. Su funcionamiento es lo que explica la interacción constante del hombre con los seres naturales en las literaturas que estamos abordando en el presente texto, aunque, por supuesto, es extensivo a la literatura de todos los tiempos. Bajo este principio, dichos seres son dotados de habla o de poderes sobrenaturales, realizan acciones conscientes y forman parte de una serie de correlaciones entre los distintos órdenes del mundo, comunicando lo visible con lo invisible, el arriba con el abajo, el aquí con el allá, lo físico con lo metafísico, unión que nos recuerda a ese morrocoy que le imprimía el paso lento al Sol, dado que éste estaba atado a aquél, desde la tierra, por una cuerda, si seguimos el relato warao El dueño del Sol y el motivo de su caminar despacio (Ibídem, p. 119-121).     

      En otro orden de ideas, como ya hemos apuntado, en la literatura indígena venezolana, el cazador y el chamán suelen converger en un mismo personaje, aunque haya casos en los que dichas facetas heroicas se separen. Pero antes de profundizar en esta dirección es preciso preguntarse qué es un chamán. En este sentido, entendemos al chamán o piache como aquel individuo de la comunidad capacitado para comunicarse con el mundo de lo invisible y dialogar con los espíritus de la naturaleza, con los dioses o los muertos. Por lo general está vinculado en lo más íntimo a un animal —o más raramente, a una planta—, que vendría a ser su animal totémico, esto es, su animal-ancestro y su guía espiritual. Dicho animal le revela los secretos o conocimientos ocultos para poder cumplir sus funciones dentro de la comunidad. Esto también lo comparte con el cazador; para ello, recordemos el caso del cachicamo-chamán en el relato de Maichak, o podríamos aludir al cuento pemón que nos narra cómo, a raíz de un aguacero, un indio ingresa en una cueva para toparse con un tigre, el cual  le enseña el arte de la cacería. La cueva como marco de estas figuras vendría a ser el vientre de la tierra, la abertura ctónica que revela sus secretos a la conciencia (Armellada, 1988: 106).

      Volviendo a la figura del chamán, es necesario señalar que el umbral que distingue al hombre de su tótem es tan bajo que vienen a ser uno solo o, quizá mejor, podríamos aseverar que el hombre llega a ser un medio por el que se expresa el animal. Incluso, en opinión de James Hillman, “El chamán sería la encarnación real de un espíritu animal, una imagen animal en forma humana […] El chamán es ese humano particular que actúa como representante plenipotenciario del reino animal, dotado de la sabiduría del animal, de su ferocidad, de su inhumanidad, aunque también de su amable solicitud por lo humano y de su rectitud” (1994: 74-75). Por eso, el chamán ostenta, en muchos de sus rituales, como lo ha señalado Marius Schneider, el timbre de la voz, el ritmo ambulatorio y la forma del movimiento propios de su animal tótem, con quien establece un vínculo místico (cf. 2010: 19-20). Esta identificación es muy profunda y permite adentrarse en los secretos del animal en cuestión. Por estas razones, se trata de un proceso de aprendizaje que posibilita el dominio sobre lo aprendido, en este caso, sobre la esencia animal. Pero no sólo el chamán es un animal-hombre. También lo son los muertos quienes, por ejemplo, en la religiosidad warao, no sólo se comunican con los vivos a través del sueño, sino que encarnan pájaros u otros animales a los que a veces se les llama ‘brujos’ (cf. Cora, 2005: 14). El antepasado encarnado en animal es una de las figuraciones simbólicas más recurrentes dentro del totemismo mundial. Las mitologías de la mayoría de los indios norteamericanos revelan la organización social a partir del establecimiento del tótem, aunque, como veremos más adelante, también resulta relevante la búsqueda del tótem individual en los héroes chamánicos, como sucede en la tradición de los indios iroqueses. Un caso interesante dentro de la literatura del siglo XIX, es la novela Aurelia o el sueño  y la vida, de Gérard de Nerval. Me refiero al episodio en el que el protagonista en su viaje experiencial onírico-alquímico tiene la visión del pájaro parlante sobre el reloj, que resulta ser su tío materno. Este ancestro, en su manifestación totémica, le permite ingresar en un saber metafísico que le posibilita comprender la simultaneidad de todos los tiempos y de todos los antepasados, la noción de la inmortalidad del alma particular y la captación del alma del mundo en una visión unificada de todos los seres del cosmos (cf. Nerval, 2001: 28-32).    

      Como lo ha señalado Schneider, si bien el animal es unívoco y sólo vive su propio ‘ritmo’, el hombre es un ser equívoco y, por ende, polirrítmico. De hecho, es el único que puede ser receptor de todos los ritmos de la naturaleza: puede ser planta, animal, planeta, elemento… Todo converge en él (cf. Schneider, 2010: 39 y ss). Por la naturaleza polirrítmica del hombre, éste puede encarnar las distintas especies rítmicas del cosmos. El chamán vendría a ser el designado para conectarse con el “ritmo típico preponderante” que corresponde al del tótem del grupo o clan. Así, al ser poseído por dicho ritmo, el chamán se transforma en un animal-hombre, que emplea la ‘visión’ del animal para descubrir las causas de una epidemia, la cura para un enfermo, para predecir el futuro, conocer la voluntad de los dioses, controlar los desplazamientos de los animales o para cualquier otra necesidad de la comunidad.

      Así como lo hace el cazador, el chamán también aprende a desarrollar una ‘visión superior’ que le permite descubrir los recursos, ya no materiales, sino espirituales que la comunidad requiere. De esta guisa, el chamán también es un guerrero que lucha contra fuerzas malignas o dañinas para los suyos. Ataca, flecha y destruye a espíritus peligrosos y perversos. El chamán es el cazador de lo invisible. Con respecto al empleo del imaginario del cazador en el mundo chamánico, Jean Clottes y David Lewis-Williams señalan que en los chamanes san del África, durante la iniciación del joven, el maestro tira “unas flechas invisibles cargadas de poder al estómago del aprendiz” (2001: 22). Estos autores también apuntan que dentro de algunas sociedades, el piache, en su trance, experimenta ‘picores’ y ‘temblores’ que son interpretados como “el impacto de dardos o flechas asociadas al poder” (Ibídem, p. 23).  De esta forma, dicha visión superior, esa revelación instantánea, ese poder de la caza de lo inmaterial, se transmite de iniciado a neófito por medio de la flecha mágica, o es sentida como un poder que se recibe como picores de flechas. Esto prueba que el cazador y el chamán poseen en estas literaturas un imaginario común. 

      El cuento del Uruperé, de origen pemón, es un excelente ejemplo de cómo los conocimientos chamánicos y los del cazador están interrelacionados dado que conforman dos niveles del mismo héroe visionario aborigen. En este relato, Uruperé, chamán consumado, le enseña a su yerno la ‘medicina’ para pasar de ser un mal cazador a uno excelente, lo cual lo convertiría en un mejor esposo para su hija. Luego de aparecérsele en forma de una grandísima culebra y de volver a la apariencia humana, Uruperé le da a conocer su ensalmo: 

‘Yo hago el remedio a este indio; yo le pongo a este indio los brazos, yo le pongo las piernas, yo le pongo la cabeza, yo le pongo los pies, yo le pongo el vientre; yo se lo pongo para los dantos, y para los venados, y para los báquiros, y para los cochinos monteses, y para las pavas, y para los paujíes, y…continuó diciendo todas y cada una de las clases de caza hasta terminar. Y dijo entonces rogándose a sí mismo: Yo, yo que soy ciertamente el T-ennarai-piá, el T-itarai-piá; el Wuekpon-piá, el Wekpipón-piá, el T-ané-sereká-piá; yo, el Toronkón-piá, dijo para terminar’. (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 171).     

      Cesáreo de Armellada explica que la fórmula ritual final del texto arriba citado, en la que Uruperé emplea sus cinco nombres, puede traducirse como: “El progenitor de los sin manos, el progenitor de los sin pies, el progenitor de los que habitan los grandes cerros, el progenitor de los que barren con su lengua, el progenitor de los vientos huracanados que barren el cielo de nubes”. Esto significa que Uruperé es el Progenitor de los Reptiles (Armellada, 1991: 172). El reptil posee una naturaleza simbólica multivalente. Dentro de sus posibles lecturas, destacamos al reptil como animal rápido y escurridizo y, por ende, difícil de cazar. Dado que todo símbolo es polar, cazado y cazador son imágenes reversibles. De este modo, dado que cazar un reptil no es una hazaña fácil —recordemos la prueba de Pwácari, quien debió flechar a su abuelo-lagarto—, por lógica simbólica, el Padre de los Reptiles es, sin duda, un gran cazador (y también protector de todos los cazadores), como es el caso de Uruperé.  En un segundo nivel interpretativo, el reptil viene a encarnar una fase o estadio animal particularmente arcaico, una memoria ancestral, cristalizada en la simbolización de los instintos. James Hillman entiende estos últimos como la animación del cosmos (o la fuerza animal) estructurada en un orden objetivo. El instinto vendría a ser la ley de la naturaleza (cf. 1994: 64). El piache, al ser Padre de los Reptiles, se ha apropiado y ha dominado esas leyes.

      De la misma forma en que el cazador-guerrero, como lo propone Ardrey (1978: 178 y ss), despliega una conducta exploratoria para conocer caminos o rutas nuevas, para saciar una curiosidad que le reportará ganancias a pesar de los riesgos, así el chamán es un indagador, un explorador del alma. Uno de los territorios que explora con más frecuencia es el sueño, dimensión donde se comunica con facilidad con los dioses o con los muertos. Asimismo, el piache suele realizar vuelos, descensos o traslados por una ‘geografía imaginal’, intermedia entre lo físico y lo metafísico. Es el mundo de las visiones. Estas visiones, como lo explican Clottes y Lewis-Williams, son estados alterados de la conciencia logrados por medio del empleo de un conjunto de técnicas más o menos universales. En la tradición de los indios iroqueses, el joven neófito es iniciado a través del aislamiento en un paraje solitario (una cueva, una montaña, etc.) en el que se entregará por un par de días al ayuno y a la meditación en busca de la visión (estado alterado de conciencia) que le revele su tótem personal, como se constata en la historia El descubrimiento del fuego, en el que al joven Otsiera, luego de pasar estas pruebas del espíritu, se le revela su tótem durante una tormenta donde refulge el rayo. Su tótem era el Oso, quien le transmitió el conocimiento del fuego (cf. Tehanetorens, 1997: 79-82).

     En el relato pemón Un joven entrenado para piache (cf. Armellada, 1988: 141), volvemos al tema del aislamiento y del encierro como condiciones para la iniciación chamánica. Lo mismo con el ayuno. Sin embargo, aquí se añade un elemento nuevo, aunque común a otras tradiciones: el consumo de sustancias alucinógenas, como es el caso del ayú (o ayuk) y del erikawa (o erikavá) que se emplean, preparadas a modo de ‘tisanas’ para el ‘lavado del estómago’. El uso de estas sustancias es otra vía para alcanzar estados alterados de la conciencia y adquirir la nueva ‘visión’. Los vómitos del personaje a raíz de este ‘lavado’ encierran un sentido de purificación. Finalmente, el personaje despliega dos pruebas que confirman su nuevo estado. Primero, intenta romper su camaza —fruta semejante a la totuma empleada como contenedor de agua—, lanzándola contra una cascada. Pero ésta se mantiene intacta. Segundo, él también se arroja a la gran caída de agua, pero no le sucede nada. El relato nos da a entender que ha adquirido un estado superior. Sin embargo, el zambullirse en la cascada parece ser una huella del rito iniciático del bautismo basado en la función simbólica del agua como elemento que permite la “regresión a lo preformal, la regeneración total, el nuevo nacimiento”, como lo expresa Mircea Eliade (1972: 178). De este modo, el joven neófito, tras un rito de paso, nace a un nuevo estado del ser: el chamán.

      En Marite, sobrino del Chirikavai, cazador, relato igualmente pemón, se describe con mayor detalle el ritual chamánico para convertir al neófito en un buen cazador y pescador:

Cogieron bastante cáscara de ayu-yek para taparlo [a Marite] con ella. Así prepararon a Marite: Le hicieron papuek o incisiones por todo su cuerpo; lo cubrieron con las conchas de ayuk por todos lados; y encima lo taparon con una estera de palma. Lo extendieron sobre una troja (como parrilla) y le pusieron fuego debajo, lento, para que el ayuk sudara y el jugo le penetrara bien en las incisiones, escociéndole (Armellada, 1964: 79).
      El relato nos cuenta cómo el héroe cazador, siempre acechado por obstáculos y envidiado, como lo hemos constatado en otros casos, termina varado y aislado en una cueva por obra de Itarikawenín. Nuevamente este espacio simbólico reaparece con su cualidad de albergar “las fuerzas y los poderes de las profundidades que más tarde emergen a la luz” (Biedermann, 1993: 142). Como simbolización del inconsciente, es escenario para los descensos o catábasis de los héroes con la finalidad de que estos descubran sus tesoros ocultos o experimenten algún proceso de transformación a partir de las pruebas de la oscuridad. Y Marite, de hecho, pasa un año, un ciclo completo, en la cueva, como una suerte de Jonás en el interior de la ballena o monstruo marino. En la oscuridad, Warek-Pachí, una suerte de rana, le muestra la puerta que él no vio durante un año (la puerta como umbral y transición de la oscuridad a la luz). Una y otra vez, nos topamos con el problema de la visión. Marite adquirió una visión que está por encima de la normal en oposición a Itarikawenín, el culpable del exilio del héroe en la cueva. Marite, a su regreso, se venga dejándolo ciego. Héroe y antihéroe, visión superior y ceguera: dos polos que, con frecuencia, participan del imaginario épico indígena venezolano, estableciendo correlaciones fructíferas con las literaturas mundiales.

      En particular, nos interesa resaltar los paralelismos con la literatura inuit o esquimal, cuyo angakok también es, como todo chamán, el mediador entre los hombres y el mundo invisible, ayudado siempre por los tornaks o ‘espíritus auxiliadores’. José Javier Fuente del Pilar nos explica que los angakok poseen “un brillante fuego interior con el que pueden ver en la oscuridad, tanto en sentido literal como figurado” (1991: xiii). En el relato El vuelo del angakok a Akilinek comprendemos que un angakok reconoce a otro por ese “aliento de fuego” que poseen, asociado a la luz que les posibilita ver más allá de lo ordinario. Este fuego o brillo se opone, dentro del relato señalado, a otros personajes de ojos opacos, cargados de connotaciones negativas u ordinarias (ojos “como los de las focas que nacen muertas” o como el “color de las bayas más negras”) (Rink, 1991: 111, 114). La visión como órgano intelectivo o mental (junto con el oído, el cual, por cierto, cumple una función cardinal en el mundo chamánico a través de la música, la salmodia y las invocaciones) se establece como el sentido espiritual por excelencia, el que dota de las virtudes más elevadas. Por esta razón, en el Enuma elish se dice de Marduk, dios héroe principal de la mitología mesopotámica en su período babilónico, que “cuatro son sus ojos y cuatro sus orejas” (Lara Peinado, 1994: 49).  La visión y la audición amplificadas lo convierten en un héroe que participa de la perfección o superioridad, que queda demostrada en su lucha contra Tiamat, la diosa del mar salado y amargo.    

      Por otro lado, consideramos el mito warao de Kuai-Mare, el dueño del mar de arriba, como un gran documento, al permitirnos comprender la función del chamán dentro de esta comunidad venezolana. Destaca la función de intermediario entre los hombres y los jebus o espíritus de la naturaleza, que pueden ser benéficos o maléficos, como lo hemos señalado previamente, y que los hay de muchas clases, habitando geografías imaginales diversas y con funciones específicas. Estos seres, que deben su vida a Kuai-Mare, dios creador warao, pueden comunicarse, a través del sueño, con el piache y transmitirle sus necesidades y sus designios. O pueden causar enfermedades en los humanos, y si son benéficos, pueden ayudar a curarlas. En la narración mítica aludida, los jebus solicitan al piache kasirí, una bebida embriagante a base de yuca y batata morada fermentada (cf. Arellano, 1986: 833). El chamán o wisidatu lidera la preparación del licor y convoca, a través del uso de la maraca —poseedora de su propio espíritu o jebu— a todos los distintos tipos de jebus, desde aquellos que viven bajo la tierra hasta los Mejocoji o ‘sombra de los muertos’. Todos acuden “en tropel al estómago del piache, donde se sientan cómodamente esperando al kasirí” (Cora, 2005: 14). El wisidatu ha estado consumiendo la bebida, una ‘totumada’ tras otra hasta que los jebus cantan: “Nosotros estamos borrachos, / nosotros estamos borrachos” (Ibídem, p. 15). Así, los espíritus han quedado apaciguados y satisfechos, dejando de representar una amenaza para el grupo.

      Ahora bien, dentro del mismo relato mítico, se nos cuenta cómo el wisidatu lidera el ritual o fiesta del Ka-Nobo, dedicada a Yajuma, madre de Kuai-Mare, para que ésta pida a los espíritus que cesen en los daños o estragos que están haciendo en la comunidad. De esta fiesta, quisiera destacar la escena del relato en el que el piache, empleando el sonido de la maraca para captar la atención del espíritu, logra que éste hable a través de él, con una voz distinta a la suya, estableciéndose un diálogo en el que éste indaga las razones de las calamidades que afectan a su tribu. De este modo, el wisidatu es un ‘medio’ semiposeído por los espíritus, dada la naturaleza del estado del trance. Para aplacar su ira, los insta a tomar las ofrendas que se les entregan. La maraca y el tabaco (wina o güina) son dos de los factores que propician que el wisidatu entre en un estado alterado de conciencia que le permita el diálogo con el mundo invisible.

      Recientemente, Antonio Vaquero Rojo ha sacado a la luz (2011a) un relato warao que nos resulta de sumo interés, El espíritu ‘esqueleto’. Cuenta la historia de una mujer y su hijo que salen a buscar gusanos como alimento. Una vez que los obtienen de los troncos de los árboles, buscan donde asarlos. Cuando eligen un lugar para tales fines, mientras la mujer asaba, el hombre sale a pescar. Mientras éste atrapaba morocotos en el atardecer —umbral predilecto, junto a la medianoche, para la aparición de portentos—, se le aparece un espíritu-esqueleto a la mujer, pidiendo verse con el hombre. Entonces, lo espera. Cuando éste llega de la pesca, ve al recién llegado y nota que “no tenía carne, que su rostro era una calavera monda y lironda” (Ibídem, p. 40). Entonces, comienzan a conversar. Y de repente, mientras el hombre relata su faena pesquera, el espíritu-esqueleto lo devora. Cuando la mujer se da cuenta, huye despavorida y desaparece montada en una curiara. Logra llegar a su comunidad y enseguida se reúne con su abuelo, un wisidatu. Entonces comienza una larga serie de invocaciones al espíritu-esqueleto por parte del piache, tras haber entrado en un estado alterado de conciencia, ayudado por su cigarro ritual. Es explícito en el relato el poder de invocación del wisidatu sobre los espíritus, haciéndoles revelar y confesar cualquier cosa, incluso contra su propia voluntad. Éstos comparecen y se posesionan del aparato fonador del chamán. Inicialmente, el wisidatu dialoga con el espíritu Noje, que funge de servidor y mensajero sobrenatural, a veces resplandeciente y metamorfoseado en arcoíris. El abuelo inquiere a los espíritus y exige que aparezca el asesino de su nieto, amenazándolo de juicio y muerte. Cuando al fin el asesino se presenta ante el wisidatu, exclama: “Yo soy el que ha devorado a tu nieto. / Él fue a encender el fogón en mi lugar de reposo… / Era mi propio lugar, / el sitio escogido por mí y / convertido en un mentidero… / Me gusta estar solo en mi lugar, / ahí en medio de la selva […] ¡Iéeeeee, soy el espíritu Esqueleto…!” (Ibídem, p. 50).

      Seguidamente, el asesino desafía al chamán y cree imposible su venganza, por carecer de carne. Lo reta a herirle el corazón en su casa-habitación. Y es que el espíritu esqueleto es sólo osamenta, a excepción de dicho órgano, que es su punto débil. Su carácter grotesco y devorador, así como el procedimiento para matarlo, lo emparenta, parcialmente, con la figura del vampiro presente en las distintas geografías.

      Entonces, el chamán emplea su dominio sobre los espíritus para que éstos le revelen la morada de los espíritus esqueleto, y sale de cacería con nueve cazadores-guerreros, iniciando un ataque sorpresa donde masacran a los espíritus esqueleto, flechándolos en el corazón. De este modo, el wisidatu es también cazador y guerrero, un tipo de héroe complejo que se mueve entre éste y el otro mundo. Los nueve cazadores, a modo de enéada guerrera, por su número, parecen simbolizar la realización de una empresa completa, que cerrará un ciclo, y que implica una transposición a otro plano, el de los espíritus (cf. Chevalier y Gheerbrant, 1999: 762).

      Pero el chamán es precavido y al regresar vuelve a invocar a los espíritus para hacerles confesar si el espíritu esqueleto realmente ha muerto. Con esto, descubre que, efectivamente, el asesino logró escapar a la emboscada y se escondió en el hueco de un árbol de mora, lugar predilecto para estos espíritus, según el pensamiento warao. Pero también el mismo espíritu esqueleto, obligado por el poder del chamán, le revela que sólo con una mujer como carnada podrán engañarlo. Y así lo hacen. El espíritu esqueleto cae en la trampa y es matado a quemarropa con flechazos en múltiples ángulos. En este sentido, creemos que vuelve el ingrediente pícaro a formar parte del comportamiento del héroe chamán, como ocurre también, en los casos arriba aludidos, con los héroes cazadores. El piache puede recurrir al engaño para vencer a sus enemigos. Asimismo, el tópico de la mujer como tentación y causante de perdición, tiene un largo historial que va desde la vasija de Pandora en la mitología griega antigua hasta la mujer fatal, oscura y luminosa a la vez, de la poesía de Rubén Darío.

      A su regreso, el wisidatu cae en estado de trance e invoca a los espíritus una vez más para cerciorarse de que el asesino ha sido finalmente eliminado. El mismo espíritu esqueleto, ya despojado de cuerpo, es reprendido y condenado a reposar “sobre los híspidos espinos”, “malolientes” y “recortados”, que se convertirán en un “estercolero de garzas” (Vaquero Rojo, 2011a: 80, 82). El chamán ha hecho juicio y ha condenado. Por lo tanto, tiene poder sobre los vivos (la comunidad) y también sobre los muertos, lo cual lo hace ocupar un lugar privilegiado entre los suyos. Pero ello requiere una iniciación por parte de un maestro consagrado (o por varios). Como lo señala Fernando Arellano, la máxima prueba es la “reclusión por una semana aproximadamente en la cabaña del kanobo. Durante este período el aprendiz se abstiene de todo alimento y fuma gran cantidad de cigarrillos wina (güina). El humo y el ayuno provocan en el novicio estados alucinatorios” (1986: 772-773). El chamán es un tipo de héroe admirado y temido. En sus iniciaciones y prácticas lidia con experiencias intensas, terribles y fuera de lo normal. En la cultura warao, aparte del wisidatu, existen dos tipos chamánicos más, el joarotu y el bahanarotu (o jatabu). En particular, nos interesa el segundo, por ser el ‘señor de la flecha’, imagen que lo enlaza más estrechamente con el cazador. Éste manipula las fuerzas mágicas negativas que, “con un movimiento de su mano los dispara como proyectiles capaces de producir la enfermedad del jatabu o incluso la muerte” (Ibídem, p. 774), de modo parecido al joarotu que puede lanzar hechizos sobre sus congéneres, enfermándolos. Sólo un bahanarotu puede sanar el mal infligido por un igual. De esta forma, el chamán como héroe es aquel que posee una visión superior que le permite ver y manipular las fuerzas invisibles en favor de la comunidad. El wisidatu cumple con ese ideal y por eso está regulado socialmente, exigiéndosele un proceso de iniciación, el cual está ausente en los casos del joarotu y del bahanarotu. Su papel en la economía psicológica del grupo social al que pertenece es muy importante. Permite un proceso socializado y regulado de la proyección de la sombra, en cuanto contenidos inconscientes ―y, por ende, no reconocidos― de la psique, tanto benéficos como oscuros (cf. Sharp, 1997: 187 y ss.). Así, por ejemplo, el wasidatu warao ayuda a objetivar las pulsiones destructivas y el horror a la muerte agazapados en la oscuridad de la psique colectiva de su comunidad a través del ritmo simbólico organizador del ritual.

      El héroe cazador-chamán de nuestras literaturas indígenas encuentra una resonancia muy singular y significativa en la épica hindú clásica. Los casos son muy abundantes en esta literatura, pero para no multiplicarlos innecesariamente aquí, quisiéramos hacer referencia, nuevamente, a una figura paradigmática: Rama. En El Ramayana, de Valmiki, este héroe, siendo apenas un niño, es solicitado por Visvamitra, un ermitaño o santo, a su padre, el rey Dasarata, para que venza a los raksasas que lo acechan e interrumpen sus sacrificios y meditaciones. Los raksasas son genios malignos que, metamorfoseados en animales (caballos, tigres, leones, búfalos, etc.) o en monstruos de diversas apariencias, perturban la labor espiritual de los santos. Así, Rama, por seis noches seguidas se mantuvo de pie, en vela y en silencio, custodiando los sacrificios realizados por el anacoreta Visvamitra, con un arco en la mano. Cuando Maricha, Subau y otros servidores de dichos raksasas aparecieron, Rama, echando mano al Dardo del Hombre, a la Flecha del Fuego y a la Flecha del Viento, les dio muerte, “sin dejarse dominar por la cólera” (Valmiki, 1977: 19). Esta primera hazaña se multiplica con otras; algunas de ellas ya han sido aludidas más arriba. Como nuestro chamán, combate las fuerzas espirituales negativas con armas pertenecientes al imaginario guerrero o del cazador (arco, flechas, lanza, jabalina, etc.).  Sin embargo, las luchas de Rama son contra seres sobrenaturales, como Maricha. Sus guerras no son de este mundo. Pero en los héroes indígenas venezolanos, la lucha mundana y la sobrenatural se superponen, generando figuras que se mueven en los dos mundos o que poseen, en muy diversa medida, aspectos de ambos. Incluso, puede darse el caso de que un piache sea matador de humanos —tal es el caso del relato pemón De cómo un piache cogió un moronó (Armellada, 1973: 194-195)—, así como también el de que un guerrero u hombre ‘común’ logre derribar a seres ultraterrenos. Con respecto a esto último, podría señalarse el relato El warao valiente que mató a un jebu, en el cual se nos narra cómo el hijo de un gobernador warao —de quien en ningún momento se le califica de piache—, toma la determinación de vigilar el gran merey que su padre ha plantado, el cual es, constantemente, arrasado por un jebu de dos cabezas, que no deja ni un fruto para la comunidad. A pesar de la vigilancia de un “negro forzudo y hechicero”, es este muchacho quien, finalmente, logra, con su machete, arrancarle de un tajo la oreja al jebu, iniciando una persecución a caballo hasta su misma casa, donde se enfrentan sin más rodeos. El muchacho vence, cortándole ambas cabezas y ‘cauterizando’ los cuellos cortados con sal (Vaquero Rojo, 2011b: 198-201). Esta imagen nos revela un ritmo común con la de Hércules cortándole las cabezas a la Hidra de Lerna —uno de sus célebres doce trabajos— y la de su amigo Yolao seguidamente cauterizándolas con fuego para que no volvieran a crecer (cf. Graves, 1985: 134 y ss.).

      Ahora bien, Gesar de Ling, héroe tibetano del que hemos comentado algunas cualidades, protagonista de la obra épica más extensa del mundo —y una de las más fascinantes e imaginativas que ha habido—, es un personaje que, a un mismo tiempo, se constituye en un guerrero mundano que ataca terribles reyes malvados, y un guerrero espiritual que se enfrenta a seres sobrenaturales y a fuerzas espirituales invisibles para el ojo humano. Por ello, al converger en él ambos subtipos del héroe, se acerca más, de algún modo, a nuestros héroes indígenas, en quienes esa distinción no es clara o no es, muchas veces, relevante. En la Vida sobrehumana de Gesar, el héroe enfrenta a los tres pájaros negros de hierro y cobre que el eremita Ratna le envía —pájaros generados mágicamente—, derrotándolos con gran celeridad gracias a sus flechas y a su arco hecho de ciprés y de tres cabellos de la sien de su madre, que ha sido adornado bellamente con plumas. Además, Gesar suele estar respaldado por un ejército celestial, lo cual no da cabida a ningún fallo. Cuando Gesar decide eliminar a Lutzen, el Rey del País del Norte, lo flecha en su frente, “en una marca redonda y muy blanca” que señala su “lugar vital” (David-Neel y Yongen, 2000: 162).  Asimismo, este héroe despliega una serie de cualidades profundamente cercanas a las chamánicas: se transforma en animales o toma una apariencia humana distinta a la suya, masculina o femenina, se comunica a través de los sueños con otras personas, se dedica a la meditación trascendental profunda y a otros estados alterados de conciencia, practica el ayuno severo, es mediador entre los mundos humano y divino, y posee una ‘visión superior’: Gesar nace con tres ojos. La madre, Dzeden, ante una apariencia que le resultaba “difícil de contemplar”, “con su pulgar, sacó el tercer ojo, que se hallaba, entre los otros dos, en el centro de la frente del bebé” (Ibídem, p. 102). Esta supresión no implica una eliminación de la visión extraordinaria, sino más bien una veladura o disimulo de los dones de Gesar en su nueva encarnación humana. La visión superior de Gesar por vía del tercer ojo implícito se opone a la destrucción del tercer ojo de Lutzen. Nuevamente nos emplazamos dentro de la dialéctica del visionario y del ciego en cuanto héroe y antihéroe, respectivamente.  

     
      La visión del cazador-chamán es celeste porque implica ‘mirar por encima de lo terrestre’. Es un ideal de hombre que en la mitología muchas veces se concreta en el héroe encarnado milagrosamente en una virgen, y que ha venido al mundo a civilizarlo o a purificarlo. Este tipo de héroe colinda con la tipología del Mesías, el cual cumple profundas y complejas funciones en la cultura venezolana y en la tradición latinoamericana en general. Un ejemplo es Huitzilopochtli, héroe guerrero azteca, nacido de la diosa Tierra Coatlicue, quien queda preñada cuando, al barrer, se levanta un plumón (‘una bola de plumas finas’), ella lo recoge y lo coloca en su seno. Luego, al buscarlo, éste había desaparecido. Ella ya estaba encinta. Cuando su hijo nace, surge ya armado para la batalla contra los Surianos, quienes intentaban asesinar a su madre a raíz de la deshonra que su embarazo presuponía. Huitzilopochtli es el héroe justiciero, modelo arquetípico de los guerreros aztecas y de sus empresas bélicas, como la ‘Guerra Florida’ (cf. León Portilla, 1986: 89-91).

      Un ejemplo resaltante en esta dirección, dentro de la literatura indígena venezolana, es Nápiruli, héroe de la tradición warekena: dios uraniano ligado al trueno, al rayo y a la ley, que vino a iniciar a los hombres en los saberes más necesarios. Como Cristo, transformó el agua en licor, en este caso en yaláki, un tipo de aguardiente. El dios ya se había presentado a los hombres y había anunciado su propia reencarnación milagrosa en alguna de las mujeres de la comunidad. De un cigarro que fumaba, regaló las cenizas a una mujer, quien las guardó en una tinajita con agua. Las cenizas habían quedado impregnadas con el espíritu de Nápiruli. La tinajita debía permanecer cerrada y custodiada por el “abuelo”. Pero en un descuido suyo, Mápirrikuli tomó la tinaja y la destapó. Entonces, de inmediato “saltó la cría que estaba en la tinaja y se le metió por la boca” (González Ñáñez, 1980: 130). La muchacha quedó, por tanto, preñada sin intervención masculina, como sucede con las madres de Gesar, Rama, Jesucristo, Huitzilopochtli, entre otros. Cabe destacar que, aparte de los cambios rituales, alimenticios y conductuales que Nápiruli introdujo dentro de los warekena, también vino a descubrirles la Planta de la Vida, contentiva de las semillas de todas las plantas. Al finalizar su misión, se elevó hasta los cielos y desapareció. Algo que es importante acotar es que para ver a Nápiruli hay que ayunar (Ibídem, p. 142). Por lo tanto, sólo los hombres iniciados pueden contemplarlo —las mujeres no—, aquellos que han adquirido la visión superior.   


El héroe pícaro

      El pícaro es la figura del embaucador, del pillo, del engañador, del ‘vacilador’, de aquel que a través de la astucia busca el beneficio propio. Lleno de agudeza, este bribón es informal y, por ende, pasa por encima de las normas colectivas. Suele ser pragmático y muy ingenioso, recurriendo a la mentira para satisfacer sus necesidades más elementales. Esta figura está representada en las mitologías y literaturas de los cinco continentes y su universalidad ha dado pie a los más diversos personajes, desde el Hermes griego, pasando por Pedro de Urdemalas, el Coyote de los indios norteamericanos, hasta Tío Conejo. Su psicología es la de la supervivencia. Cínico, amoral, flexible, oportunista y escurridizo, a veces detenta un humor muy singular, pero también puede llegar a ser primitivamente cruel. El pícaro es una concreción de lo que Carl Gustav Jung denominó el arquetipo del trickster y que consideró un “‘psicologema’, es decir, una estructura psíquica arquetípica de máxima antigüedad: puesto que es, en sus más claras representaciones, una fiel reproducción de una consciencia humana aún no desarrollada en ningún aspecto, correspondiente a una psique que apenas ha dejado atrás el nivel animal” (2002: 244). Y más adelante afirma: “Su inconsciencia de sí mismo es tal que no constituye una unidad, y sus dos manos pueden discutir entre sí” (Ibídem, p. 248). De esta manera, el trickster es contradictorio y, como veremos, participa de una vida bastante proteica.

      A lo largo de este texto, hemos comprobado cómo el pícaro se encuentra presente tanto en el héroe cazador como en el chamán de un modo tan intenso que no siempre es fácil distinguirlos. De hecho, consideramos que el pícaro, de un modo u otro, siempre está gravitando en todas nuestras literaturas indígenas nacionales, como un componente, a veces difuso, otras más bien tajante, de la psicología de sus personajes. El Ciclo de Tío Conejo vendría a ser el epítome de la manifestación de dicho arquetipo. Los abundantes relatos de este animalito tan artero forman parte del acervo de varias de nuestras etnias. En la literatura warao, el conejo hace mil y un fechorías. Siempre anda solo, indicio de su individualismo y de no creer en amigos. En uno de los relatos, es un ladrón de plátanos, y tras los sucesivos atracones del animalito, el dueño de la hacienda decide emplear un espantajo con una trampa, en la cual cae el conejo. Sin embargo, el conejo se ha hecho el muerto. Y cuando su captor hervía el agua para cocinarlo, el granuja se le ha escapado. En este relato, llama la atención no sólo su viveza para sobrevivir cuando está a punto de perecer, sino también su extraño sentido de la propiedad. Cuando estaba frente al espantajo, el Conejo le dice: “Estos plátanos no son tuyos, son míos” (Barreto y Mosonyi, 1980: 121). Para el Conejo, no parece haber distinción entre las categorías de lo “tuyo” y lo “mío”, dado que eso parece sólo depender de sus necesidades. Cualquier cosa puede ser suya. Esta habilidad para el latrocinio por parte del pícaro es proverbial en el Hermes griego, una de las figuras más significativas al respecto. Recordemos que, apenas siendo un recién nacido, le roba cincuenta vacas al dios Apolo. Para ello “Las arreaba, descarriadas, por el terreno arenoso, trastocando sus huellas. Pues no se olvidaba de su habilidad para engañar, cuando ponía del revés las pezuñas; las de delante, detrás, y las de atrás, delante, y él mismo caminaba de frente.” (Bernabé Pajares, 1988: 154). ¿Quién iba a creer que un bebé fuera capaz de semejantes acciones? Sólo Zeus, el omnisapiente.

      En la literatura pijao colombiana, el Ciclo de Tío Conejo es muy significativo e incluye un relato similar, La viejita de la arrocera, en el que se nos cuenta cómo al Conejo le encantaba desmochar el arroz de la anciana todas las noches. Pero en este caso, el espantajo o muñeco de la dueña del campo es más ingenioso dado que está embadurnado con cera de abejas y tiene en cada mano sendos bizcochos. De esta forma, el conejo, tratando de obtenerlos, fue quedando, progresivamente, pegado al muñeco. Sin embargo, este conejo intenta arrebatarle los bizcochos con puñetazos y patadas. Esta violencia es parte del primitivismo y la inconsciencia del trickster. Nunca trabaja. No negocia. Y si no obtiene las cosas con maña, las tiene por las malas. Aunque esta historia pijao continúa, sólo señalaremos que el Conejo se vuelve a salvar, aprovechando la ingenuidad de otros. En este caso, el Conejo intercambia su destino por el de la zorra, quien termina “culiquemada” cuando la anciana se disponía a cocinar el contenido de su saco, creyendo que adentro estaba aún el Conejo. De esta guisa, al Conejo no le importa el destino de otros, por eso es antisocial (cf. Rocha Vivas, 2010: 339-342). Este relato es sumamente similar a cuento de los nyiha africanos El hombre y la liebre,  recogido por Carl Meinhof, pero el muñeco es una talla de madera con forma de mujer, acompañada de una fuente de agua y un recipiente con gachas. Al final, en vez de engañar a la zorra, embauca al hijo del dueño del campo, haciéndole creer que su padre le ha pedido que le prepare al conejo un pollo para comer y no que cocine al conejo mismo. De paso, el conejo se da, además, un gran banquete, le da tiempo de reposar la comida y, finalmente, huye (cf. 2001: 83-86). El pícaro, especialmente en su presentación como Conejo, es patrimonio cultural común de buena parte del África negra y de diversas etnias indígenas tanto colombianas como venezolanas. En la opinión de Gustavo Luis Carrera, el Ciclo de Tío Conejo en América tiene su origen en las tradiciones del África negra, bajo la figura del conejo o, con frecuencia, de la liebre, “representando en todos los casos la astucia que vence a la fuerza bruta” (citado por Almoina de Carrera, 1990: 55).

      Volviendo al relato warao, podemos observar que el Conejo buscaba cubrir una necesidad básica, mientras que en otros textos parece complacerse en la burla, la mentira y el daño ajeno, al estilo de un niño terrible o de un duende, como cuando convence al Tigre de atrapar un pez con una piedra amarrada a su pata para poder obtenerlo con mayor rapidez. Por supuesto, el Tigre termina ahogado. En otra oportunidad, el Tigre consigue al Conejo, en medio de la selva, comiendo una deliciosa fruta. Ése al ver el interés de aquél en probarla, le convence de que “Para abrir esa fruta primero hay que estirar los testículos. Una vez estirados se coge la fruta y se la coloca encima de la bolsa de los testículos. Así colocada, se la machaca con una piedra” (Barreto y Mosonyi, 1980: 125). El Tigre siguió las instrucciones al pie de la letra. Este relato también forma parte del acervo pijao colombiano, en donde se especifica que el Conejo comía “cuesco de palma”, pero después de la contundente pedrada que el Tigre se propina, al darse cuenta del engaño del Conejo, consigue una peinilla y lo alcanza para vengarse. El Conejo le dice: “No tío, no me vaya a comer, que usted me come y no se llena. Si quiere ahora espere tantito que pa [sic] que llene le voy a rodar una novilla de arriba –dijo” (Rocha Vivas, 2010: 345-346). Y desde arriba en la ladera, donde estaba el ganado, le hace creer que le lanzará la novilla cuando en realidad le ha despeñado una gran piedra que lo mata.

      Otra narración warao, titulada Fechorías del conejo revela de modo más claro la burla o desafío a las normas sociales y su concepción de que nada se hace gratis, sino como una estrategia burlona para obtener algo a cambio. Sin embargo, no se trata de un intercambio o trueque, sino de la capacidad para crear problemas que no existían para luego poder ofrecer una solución premeditada que acarree beneficios. De este modo, el Conejo crea el mal para otros con la finalidad de obtener un bien para sí. En este relato, el Conejo llega a “una ceba de cochinos” y decide matarlos. Para ello, se introduce por el ano de estos animales hasta llegar adentro. Entonces, los cochinos se enferman y mueren uno tras otro. Aunque el dueño, una vez muertos, los trocee con machete, los lance al agua o los queme, el Conejo siempre sobrevive. Más adelante, llega a la casa del Gobernador. Aprovechando su ausencia, se introduce por el ano de su esposa, mientras ésta lavaba la ropa. Luego, se metió por su vientre, haciendo que la ‘barriga’ de la señora aumentara cada vez más. Hasta que un día la esposa del Gobernador parió a un varón, que no era otro sino el mismo Conejo. La señora exclama: “-¡Carajo, pero si he tenido un muchachito, un varón!”. A partir de ese momento, el niño-conejo, recién nacido, sale de la casa y comienza una serie de encuentros donde quiere hacer creer a otros que él es el hijo del Gobernador. Se alejaba de quienes no le creían y mataba a los que no, como aquella vaca que, una vez derrotada por el Conejo, sirvió de estratagema para obtener dinero. Sin ser visto, la colocaba en la entrada de las casas —aunque estuviese podrida— para luego reaparecer y ofrecer sus servicios del retiro del animal a cambio de un pago que siempre era por adelantado. En fin, todo un bellaco (cf. Vaquero Rojo, 2011b: 130-137).

      En este relato, la penetración anal parece ser una imagen de dominio en una visión bastante elemental de la virilidad. Por otro lado, en el Conejo hay deseos de poder y prestigio social. Pero su manera de obtenerlo implica engañar a otros, saltarse los caminos regulares, así como una buena dosis de manipulación o uso de sus dominados para cumplir fines diversos, siempre en provecho propio. Es capaz de asumir otras personalidades (el hijo del Gobernador) para recibir el reconocimiento esperado. Por último, parece persistir la idea de que con suficiente maña y viveza, siempre se puede sobrevivir. Según la opinión de Pilar Almoina de Carrera, Tío Conejo es un personaje estático o plano que no sufre transformaciones, sino que siempre se mantiene fiel a sí mismo en calidad de ‘sobreviviente’. En este orden de ideas, Tío Conejo vive dentro del sistema, pero sin estar sometido al mismo, sin intenciones de modificarlo o mejorarlo (cf. 1990: 58 y ss.). Su carácter plano es indicador de su naturaleza primitiva y de su filiación al canon de las fábulas universales que funcionan a partir de la construcción de personajes estereotipados y de secuencias narrativas sencillas.

      El relato que comentábamos, Las fechorías del conejo, establece un paralelismo muy estrecho con el cuento “Sonsani en el vientre de la vaca”, de El Decamerón negro africano:

Sonsani (el conejo) había encontrado la manera de conseguir buena carne. En las praderas próximas al pueblo de los fulbes pastaban las vacas de éstos. Sonsani se metía por detrás en sus intestinos y cortaba de la carne mejor y más sabrosa. Luego salía por el mismo sitio y se llevaba a casa magníficos manjares. En estas operaciones se cuidaba mucho de no morder el corazón, los riñones ni el hígado. Emprendía a menudo estas excursiones, y así sucedía que su mujer y sus hijos andaban gordos y lucidos, hasta el punto de llamar la atención a los demás animales (Frobenius, 1986: 85).

      Suruku, el chacal, convence al Conejo para que éste le diga cómo obtiene esa carne. Así que el Conejo lo llevó al prado donde las vacas pastaban. Y repiten la operación: entran por los intestinos y comienzan a cortar la carne. Pero Suruku comete el error de llegar al estómago, cercenar el corazón, el hígado y los riñones, así que la vaca cae muerta. El Conejo se había agazapado en las tripas. Cuando los hombres llegan y ven al animal muerto, lo abren y tiran los intestinos al agua. Así, el Conejo sale ileso de sus fechorías, como en el caso warao. Convence a los hombres de que él fue testigo de cómo Suruku se introducía por detrás de la vaca, hurtando su carne. Los hombres nunca supieron que el Conejo había estado oculto en las tripas. Así que golpean el estómago de la vaca hasta que el Chacal muere. Si bien en el relato africano el Conejo busca alimentarse; en el cuento warao, su intención es enfermar a los animales, y con respecto a la señora del Gobernador, burlar la autoridad o vigilancia de la ley e investirse de un nuevo poder tratando de hacer creer a todos una personalidad postiza. Lo que en uno es aprovechamiento medido de la naturaleza, usándola sin matarla, en el otro se traduce en un comportamiento más irracional, destructivo y burlesco.

      En la narración wayuu Uyaaliwa ee atpana (El Mapurite y el Conejo) queda patente la capacidad del trickster de asumir múltiples apariencias o máscaras hechas para la ocasión. Pero también se evidencia cómo el héroe piache o curandero puede valerse de las mismas tretas del pícaro, dado que son tipologías interdependientes en estas literaturas. Se nos cuenta cómo el Mapurite en su viaje a Schiima, esto es, al Río Hacha, para sanar a un enfermo, se topó por el camino a Autshi, el Conejo, y luego de compartir los saludos y de conocer el destino del otro, el Conejo le pide un poco de tabaco para ir entreteniéndose en el camino. El Mapurite accede generoso. A partir de ese momento, cambiando de voz y de actitud histriónica, una y otra vez le sale al paso, aparentando ser otro, sólo para quitarle más y más tabaco, hasta que lo deja sin nada. Pero entonces, el Mapurite preparó un “menjurje” bien extraño con orines, ají picante molido, resina de pringamoza y zumo de tabaco. “Batió aquella mezcla, y cuando estuvo al punto manipuló con ella una especie de cigarro, que luego guardó en su bolso para el caso” (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 247). Así, el Mapurite recurre también al engaño y la trampa para vengarse. Cuando el Conejo vuelve a aparecérsele para pedirle más tabaco, aquél gustosamente se lo da, pero

al cabo de un rato de estar fumando sintió un mareo. Algo desagradable le ocurría. Sentía como si le picaran hormigas en el belfo, como si le hicieran cosquillas en la bemba. Pero como aquello no le importó, siguió chupando y escupiendo el aroma de su tabaco.
      A medida que aspiraba el humo del cigarro, se le iba hinchando el hocico tras un movimiento incontrolable, mas cuando se dio cuenta que había sido víctima de engaño, botó el tabaco, se frotó las narices, estornudó y trató de contenerse el tic que le enfadaba. Pero…ya no había remedio, había sido castigado a mover sus narices todo el tiempo (Ibídem, p. 248).   

      El relato, en su dimensión etiológica, también busca explicar el movimiento constante de las narices de los conejos. No obstante, si abordamos al personaje Conejo desde una perspectiva psicológica, su tic, en cuanto es una acción involuntaria, también lo es inconsciente. Constituye, de esta forma, una compulsión que lo define, una falta de conciencia ontológica. El trickster es caprichoso, impulsivo, impetuoso. Su carácter proteico, moldeable y su plasticidad histriónica que le permite asumir la voz de otros, lo acerca, como lo señala C. G. Jung, al fenómeno Poltergeist y al médium de la Escuela Espírita (cf. 2002: 246 y ss.). Por otra parte, el Conejo, como trickster, comparte con el héroe cazador-chamán —al menos en cierto nivel— una visión fuera de lo normal, aguda y precisa para detectar, ya no bienes materiales o espirituales, sino incautos e inocentes. En cambio, el Mapurite “Tenía unos ojitos tan chiquititos y pelones que casi no veía con ellos” (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 245). En esta historia wayuu, el Conejo y el Mapurite se oponen, como en los casos Gesar-Lutzen y Marite-Itarikawenín, en la pareja “visión poderosa versus ceguera”. Pero también involucran una inversión narrativa en la que el burlador termina siendo burlado.

      El modelo del héroe astuto, hábil y estratégico tiene a uno de sus mayores representantes en el Ulises griego, quien en la Odisea, de Homero, empleando estas cualidades logra salir victorioso o, por lo menos, vivo, de todos  los obstáculos, como su encuentro con las sirenas, con Escila y Caribdis o con Polifemo, entre tantas otras aventuras que experimentó. Encarna la lección de que la maña siempre puede más que la fuerza física. Como buen pícaro, su filosofía es la de la supervivencia y para ello engaña y aprovecha las oportunidades para mentir, tender trampas y escapar. Su visión tan aguda para descubrir los puntos débiles de los otros viene dada por su doble perfil de héroe pícaro y de héroe cazador, porque debemos recordar que Ulises es un excelente arquero, lo cual queda demostrado no sólo durante la Guerra de Troya, sino también en la prueba del arco —la cual comparte con Rama— cuando regresa a Ítaca. Con Ulises, ratificamos el modelo polar “héroe de visión superior” versus “antihéroe de visión inferior” en el episodio de Polifemo, quien como poseedor de un solo ojo ya indicaba que su visión era infrahumana (recordemos que era un bárbaro caníbal). Pero, una vez que Ulises, ayudado por sus compañeros de viaje, lo deja ciego —tal como lo hiciera Simbad el Marino con el cíclope en Las mil y una noches—, se hace patente la dualidad dinámica entre la visión y la ceguera tan propia de este tipo de héroes (cf. Homero, 2001).  

      ¿No es precisamente la dialéctica entre visión aguda y ceguera lo que define el proceso de iniciación de Lázaro en el Lazarillo de Tormes? En este clásico de la literatura picaresca del Siglo de Oro español, en la figura del ciego se condensan ambos extremos, dado que por su ceguera, podía ver más allá de lo que los ojos de la carne perciben. Lázaro, en algún punto, comprendió la enseñanza de su amo, que “siendo ciego, me alumbró y adestró en la carrera de vivir” (Rico, 1999: 24). Sin embargo, el protagonista, en un inicio, veía con los ojos carnales y su ingenuidad era tal que no podía ver más allá. En sus aventuras, Lázaro siempre le encontraba el ‘punto ciego’ a sus amos para burlar su vigilancia y robarle la comida y la bebida. Pero a diferencia de la picaresca española, que abunda en personajes de baja estofa, mendigos y huérfanos que enfrentan el hambre y la soledad, el pícaro de nuestras literaturas es, en realidad, ya no un antihéroe, sino, paradójicamente, un héroe. Sus picardías y fechorías no están mal vistas. Sin embargo, comparten un sentido práctico de la vida, una exaltación de los placeres más básicos y su acervo de estrategias burlonas y crueles para despistar, vengar o aprovecharse de los demás. Asimismo, su guasa o desafío de las normas sociales y de los valores colectivos más elevados es notorio en ambos casos. Recordemos cuando Lázaro convierte un pedazo de pan en un verdadero “paraíso panal” que “en dos credos” lo hace invisible, aludiendo a la hostia litúrgica (Ibídem, p. 56). Lo mismo hace con el vino y con su mordaz crítica de la Iglesia católica a través de los personajes del clérigo tacaño, del fraile irresponsable y vagabundo y del bulero demagogo y fraudulento.

      El pícaro literario indígena venezolano no vive en estado de mendicidad. Y no siempre recurre al hurto, como Tío Conejo, sino que se endeuda a sabiendas de que no pagará. Y busca la manera de salir airoso de dicha situación con el mínimo esfuerzo, uno de sus principios predilectos. Asimismo, no siempre el trickster se encarna en el personaje del Conejo. En varias comunidades del África negra (por ejemplo, los ngumba y los konde) la tortuga es, en varias oportunidades, la que, con su lentitud y aparente pasividad, logra engañar a más de uno (cf. Meinhof, 2001: 80-86,185-190). En un relato pemón, Las mañas de un mono inteligente, es este primate, célebre por su agilidad, quien encarna dicho arquetipo. Este mono fue comprando mañoco fiado al saltamontes, la gallina, la zorra, el perro, el tigre y, finalmente, al hombre. Acordó con cada uno que fueran a buscar el pago a su casa. Y en el mismo orden arriba señalado fueron llegando uno tras otro, pero el Mono, con la excusa de un supuesto dolor de cabeza, hacía tiempo para que el próximo llegara. Así, cuando el saltamontes vio que la gallina venía, se asustó, pero el Mono, con la aparente  intención de ayudarlo, lo ocultaba. Y así, iban llegando todos, cumpliendo la cadena alimenticia. Aunque el relato no lo dice directamente, presuponemos que cada animal que visitaba al Mono, se comía al acreedor anterior. La versión pijao colombiana del relato, cuyo protagonista es un conejo, es explícito en la matanza, quedando el pícaro libre de todo cobrador. En este caso, la cadena alimenticia está compuesta por la Cucaracha, la Gallina y la Zorra. Por otro lado, el Conejo no pide mañoco fiado, sino dinero para hacer una fiesta (cf. Rocha Vivas, 2010: 338-339). En el cuento pemón, el Tigre y el Hombre se temen mutuamente y no se matan. Entonces, el Mono logra averiguar con las mujeres del tigre cuándo regresaba a casa su esposo para entonces no coincidir con él. En su ausencia, el Mono se tomaba el kasirí que las tigresas le daban, dejando al Tigre sin bebida a su regreso. En la escena final, cuando el Tigre re-encuentra al Mono y lo monta encima de su lomo para llevárselo a su casa, el Mono se cae deliberadamente al suelo una y otra vez con la excusa de ir a buscar primero una silla, luego una cincha, después un par de bridas, un rebenque y, por último, las espuelas. De este modo, con astucia, el Mono termina dominando y, por último, matando al Tigre (cf. Armellada, 1973: 24-28). Su método de añadiduras progresivas es muy efectivo y evita una rebelión tajante. Por el contrario, el sometimiento se va haciendo muy lentamente sin que el Tigre se dé cuenta, una estrategia que todo líder político o religioso conoce bien en la vida real.  

      Como resulta evidente, el pícaro, como el Hermes griego, posee el don de la elocuencia para pasar por inocente, para despistar o para convencer a otros de que realicen cosas que los llevarán a la perdición, beneficiando, por el contrario, al bellaco, como ocurre con el caso de la tortuga del relato warao Pícaro y embaucador. La victoria de la astucia, en el que dicho quelonio convence a un venado para desbarrancarse hasta morir, convirtiéndose en su comida. Luego, cuando un tigre le arrebata la presa, lo convence de que le dé siquiera los excrementos. El tigre acepta ya que no pensaba, por supuesto, consumirlos. La tortuga prepara con las heces, auxiliado con aliños de diversa índole, un verdadero manjar que olía a carne. El tigre termina comiéndoselo, descuidando de esta manera la carne del venado, la cual, termina siendo devorada por la tortuga (cf. Vaquero Rojo, 2011a: 262-289). Esta elocuencia, al combinarse con la paciencia y el aprovechamiento máximo de los pocos recursos, da resultados asombrosos.

      Uno de los pícaros más elocuentes y persuasivos que ha visto la literatura es Abū l-Fath Iskandarī, mejor conocido como Abū l-Fath de Alejandría, protagonista de una célebre serie de ‘maqāmāt’ persas del siglo X. Este pícaro es capaz hasta de resucitar a un muerto como en la māqāmat conocida como Cuadro de Mosul, en la que desesperado por alimento, se infiltra, junto a un amigo, en un velorio, se acerca al muerto, le palpa la yugular y dice:

-¡Señores! Temed a Dios y no lo enterréis porque está vivo y sólo permanece inconsciente aquejado de un ataque de catalepsia. En dos días he de entregároslo con los ojos abiertos.
-¿De dónde te sacas eso?
-Cuando alguien muere  de verdad, se le enfría el culo y al tocar a este hombre he visto que vive.
Se pusieron a palparle en tal lugar y prorrumpieron:
-Efectivamente, es como dice; haced cuanto ordene. (Al-Hamadānī, 1988: 82)
    
       De este modo, al difundirse la noticia, lograron recibir donativos de comida de todos los vecinos y comer como reyes. Más tarde, Abū l-Fath y su amigo logran escabullirse, simulando que el cadáver ha revivido, al moverlo como un títere y entregarlo a la multitud. Antes de que se dieran cuenta, una inundación distrajo la atención de la población, ahora preocupada por su supervivencia. Abū l-Fath inventa otra estratagema y sale airoso.  De esta manera, transforma las vicisitudes externas en distractores que hagan olvidar las fechorías cometidas en el pasado. Esto lo sabe cualquier líder político avezado.    

      No es difícil ver, en este punto, cómo el trickster puede conseguir uno de sus mejores terrenos en el mundo de los líderes carismáticos, ora religiosos ora políticos. Este poder carismático del pícaro que logra que otros hagan cualquier cosa, tiene que ver con la dimensión emocional del mismo. El pícaro sabe identificar las necesidades afectivas del otro y usa esta capacidad empática a su favor. Si el otro quiere comer, le hace creer que lo complace, como Tío Conejo con las frutas que le da al Tigre y que deben ser machadas contra sus testículos, o como los monos que Pwácari asesina tras endulzarlos con la fruta temaris. Si alguien se te ha muerto, te hace creer que lo puede resucitar; si hay una catástrofe natural que amenaza con tu vida y la de los tuyos, te hace creer que todo estará bien, ambos ardides presentes en la historia ya comentada de Abū l-Fath. El pícaro te dice lo que quieres oír. Pero luego te traiciona para obtener los beneficios esperados. El empleo de las facultades empáticas, la astucia y la plasticidad camaleónica suelen ser cualidades tanto del pícaro como del líder social.

      En la opinión de Axel Capriles el trickster, aunque es universal, aparece con mayor intensidad en América Latina y el Caribe, especialmente en Venezuela, donde se expresa en una actitud dominante de ‘viveza criolla’, llena de placer por la espontaneidad, el ingenio, el humor, pero también por la anarquía individual y el deseo de esquivar las normas colectivas. Al respecto asevera:

Las circunstancias económicas y políticas [de Venezuela], por demás, reforzaron el papel del pícaro y la astucia en nuestra sociedad. Sin una tradición cultural que condujera al desarrollo de un Estado de derecho, tras una larga historia de arbitrariedades y revoluciones al mando de caudillos militares autoritarios, el auge petrolero del siglo XX, en lugar de enriquecer a la población, debilitó al ciudadano y lo dejó desamparado frente a un aparto hipertrofiado, extremadamente rico y poderoso, que opera a través de una administración burocrática ineficiente y caprichosa.
Acostumbrada al uso abusivo de las leyes y del sistema de justicia para aumentar el poder del gobierno y perseguir a la disidencia, cercada por un inmenso Estado que no cumple suficientemente sus funciones, pero sí limita las libertades de los ciudadanos y regula excesivamente la economía y la vida individual, la sociedad venezolana se acostumbró a evadir la burocracia y los controles oficiales para desempeñarse al margen de las normas. La viveza no es un antojo, sino una necesidad. (2008: 19).   

      Consideramos que dichas circunstancias sociales durante los siglos XIX y XX en Venezuela activaron y llevaron al paroxismo los contenidos psíquicos colectivos concernientes al trickster que se habían integrado al venezolano no sólo por la vía musulmana-española (Abū l-Fath, los pícaros de toda clase de Las mil y una noches, el Lazarillo de Tormes, La vida del buscón llamado Don Pablos, de Francisco de Quevedo, la obra de Miguel de Cervantes, etc.) y por la vía africana (los pícaros animales de sus fábulas y relatos), sino también por la vía de las culturas indígenas nacionales que, a modo de sustrato, ostentan un imaginario primordial en donde el pícaro permea, con muchísima frecuencia, sus figuras heroicas y su idiosincrasia. En este sentido, consideramos que aún falta mucho por investigar con respecto a la participación de la vida social y de la mitología y literaturas indígenas nacionales en el imaginario venezolano contemporáneo.

      Sin embargo, el trickster, dentro de su polaridad, es, muchas veces, también civilizador y salvador, creador de mundos, sanador o iniciador de la humanidad en saberes excepcionales. Puede poseer poderes sobrenaturales y sufrir múltiples transformaciones. Éstas responden a su capacidad para experimentar “desdoblamientos de la personalidad”. C. G. Jung afirma que “Esas disociaciones tienen la propiedad de que la personalidad desdoblada no es una de tantas sino que está en una relación complementaria o compensatoria con la personalidad del yo” (2002: 246).  Estas ideas ya las hemos corroborado más arriba en el caso de Maleiwa, el dios creador wayuu. Asimismo, el caso del Maichak pemón, que se ha comentado previamente, resulta ser, aparte de un cazador-chamán, una figura heroica cósmica que participa íntimamente de los contenidos propios del trickster. A pesar de que sus cuñados lo asesinaron, Maichak resucita. Luego, tras pasar las tres pruebas iniciáticas propuestas por el Rey de los Zamuros, regresa a su casa. Al retornar, Maichak se transforma en pez, pero dado que sus familiares no lo reconocen, vuelve a su forma humana. Las transformaciones en otros órdenes de la naturaleza, así como el cambio de sexo, son rasgos muy típicos del trickster, y tanto Maichak como Maleiwa, respectivamente, poseen dichos comportamientos proteicos y cósmicos.

       Todos estos poderes especiales hacen al trickster un ser superior, pero sus usuales actos perversos, sus fechorías y asesinatos (incluso a madrastras y padrastros, vecinos y cuñados), lo ubican en un plano inferior, generando una paradoja típica de este arquetipo. Maleiwa asesina a su madrastra y a su padrastro. Maichak hace lo suyo con sus cuñados. Otro caso significativo de este comportamiento lo encarnan los dioses gemelos makiritares Shikié’mona e Iureke, hijos de Hui’io, la madre del agua, quien fuera asesinada por Kawao, la Rana, y Manuwa, el Jaguar. Tienen un comportamiento típico del trickster: “Eran turbulentos, impertinentes. Corrían, gritaban, jugaban, se peleaban, armaban un griterío; hacían preguntas y preguntas; molestaban; cambiaban sus formas a cada rato. Para divertirse, engañaban a la gente. Ahora como muchachos, ahora como peces, luego como grillos, luego como cucarachas” (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 197). Y a pesar de que brindaron el fuego a la humanidad al robárselo a Kawao y al esconderlo en la madera de ciertos árboles, esto venía precedido del asesinato de su padrastro y de su madrastra. Con respecto a estas cualidades paradojales propias del trickster, C. G. Jung explica:

[El trickster] Es un predecesor del salvador y, como éste, dios, hombre y animal. Está por encima y por debajo del hombre, es medio dios, medio animal, y la inconsciencia es su propiedad más constante y llamativa. […] El trickster es un ser primigenio ‘cósmico’, de naturaleza divina y animal, por un lado superior al hombre gracias a sus propiedades suprahumanas, por otro lado inferior a él debido a su inconsciencia e insensatez. Tampoco puede competir con los animales, a causa de su notoria falta de instinto y de habilidad. Esos defectos señalan su naturaleza humana, que está peor adaptada que el animal a las condiciones medioambientales, pero tiene en cambio justificadas esperanzas de conseguir un estado de consciencia mucho más desarrollado, o sea, un considerable afán de aprender que también queda debidamente destacado en el mito. (2002: 247-248).   

      Como héroe pícaro civilizador y filántropo, destaca el relato mítico wayuu El origen del fuego (2.ª versión), en el que se nos cuenta cómo, en un inicio, los hombres no conocían este elemento, consumiendo todo crudo, tanto las carnes como las raíces, los tubérculos y todo lo demás. Sólo Maleiwa poseía el fuego. Lo tenía en forma de piedras encendidas que ocultaba celosamente en una cueva. Maleiwa no confiaba en el uso que los hombres podían hacer de él, así que prefirió quedárselo. Pero un día, cuando él estaba junto a la fogata de ese fuego sagrado, se le apareció Junuunay, un joven invadido por el frío, en actitud pacífica, consciente de que estaba en un lugar sagrado y prohibido. Dijo: "Sólo vengo a calentar mi cuerpo junto a vos. Tened clemencia para mí, que no he querido ofenderos. Amparadme de este frío que me hiela, que me puya la carne y me llega hasta los huesos. Tan pronto entre en calor me marcharé" (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 242). Sus dientes se entrechocaban, temblaba, se frotaba las manos...Pero todo eso era fingido. Tenía otra intención... Maleiwa, al verlo en ese estado, aceptó. Pero no le quitaba la vista de encima. Ambos se calentaban. Junuunay trató de sacarle conversación a la divinidad, pero nada. Maleiwa permanecía parco, circunspecto. No le hacía caso. Y lo miraba y lo miraba.

      “Pero un rumor de viento hizo que MALEIWA voltease la cara hacia atrás para mirar y cerciorarse bien del pequeño ruido que se avecinaba” (Ibídem). Entonces, Junuunay aprovechó el instante y cogió dos brasas encendidas, las guardó muy rápidamente en un “morralito que llevaba bajo el brazo” y huyó. Corrió tan rápido como pudo, escurriéndose entre la vegetación. Y allí comienza una persecución apretada, intensa, de Maleiwa a Junnunay, decidido a castigarlo: “¡Me ha engañado el muy bribón! Le castigaré dándole el suplicio de una vida inmunda. Le haré vivir en los muladares, en los estercoleros rodando bolas de excremento...” (Ibídem, p. 243).
      No obstante, como Junnunay veía que él no era tan rápido y que podía ser alcanzado de un momento a otro, le entregó una brasa a Kenaa, un joven cazador, quien se alejó con el fuego sin ser visto. Le dio la otra brasa a Jimut, el Cigarrón, quien la metió en un palo de caujaro. Antes de proseguir le dijo: “Amigo mío, MALEIWA me persigue porque le he robado el fuego para dárselo a los hombres (....), quien posea esta joya será el más afortunado de los hombres: sabio y grandioso” (Ibídem). Jimut multiplicó el fuego. Y Junuunay siguió huyendo. Pero, tarde o temprano, el héroe fue capturado y convertido en escarabajo, rodando bolas de estiércol por siempre. 

      Este relato nos resulta interesante por la figura heroica de Junuunay, que de modo similar al Prometeo griego, hurta el fuego en un gesto filantrópico, buscando no su propio beneficio, sino el de la comunidad. Es un texto rico en una simbología inspiradora. Y es que el regalo de Junuunay fue enorme: el fuego del conocimiento, el fuego sagrado que no sólo civiliza, sino que permite al hombre trascender su condición terrenal. Ahora bien, ha captado nuestra atención el carácter picaresco del personaje: taimador, engañador, astuto, ágil...todo un pillo que sabe fingir, que baraja estrategias para burlar a la misma divinidad. Si bien es cierto que Prometeo también quiso engañar a Zeus, dándole al dios del Olimpo, durante la hecatombe, los huesos y la grasa, quedándose él con la carne, Junuunay forma parte de una tradición de héroes pícaros muy importante en América y que tiene un sabor especial en la literatura indígena venezolana. 

      Creo que es importante notar que Junuunay le haya entregado el fuego, a modo de ‘relevo’, a un cazador y a un cigarrón en calidad de personajes colaboradores o adyuvantes positivos. El cazador, para ser tal, necesita esa 'visión', esa gnosis que el fuego representa. El cazador debe saber ver. Necesita la luz del fuego. El cigarrón corresponde en Venezuela al abejorro carpintero, un himenóptero rápido, un tipo de abeja grande y velluda, que usualmente construye su nido en la madera. Es un gran polinizador, aunque también es, a veces, un ladrón de néctar (sin recoger ni transportar polen). Como constructora, es símbolo de la capacidad de civilización, estableciéndose un vínculo con el concepto del fuego creador y civilizatorio (lo crudo como barbarie, lo cocido como civilización). Pero como ladrón de miel, este animal es un hurtador del 'alimento espiritual', del 'conocimiento místico' o, según los criterios de C. G. Jung, del símbolo de la individuación, es decir, de la 'madurez psíquica' (Biedermann, 1993: 305).

      También llama sobremanera la atención que Junuunay haya sido transformado en un escarabajo estercolero, animal que en el Egipto Antiguo también estaba asociado al Sol y, por ende, al fuego; más específicamente a Khepri o Jepri, que es el dios Ra en su faceta de sol naciente, simbolizando la resurrección y la vida eterna.  Y eso es lo que se obtiene del fuego sagrado del mito de Junuunay: es eterno el que obtenga el saber del fuego, el conocimiento que sublima y hace trascender. El iniciado es eterno porque su alma ha sido iluminada (cf. Useche, 2012).

      El carácter sublimador de la labor de Junuunay es homólogo al que despliega el personaje del indio Eno, enano y flacucho quien, en la mitología yanomami, le roba el fuego al mezquino Yoriquidama para dárselo a los hombres. Cuando logra arrebatarle una de estas llamas, enseguida sale a ofrecérsela “a todas las chozas, y quién me diera alas —se dice— a fin de regalar fuego a todo el mundo. Y, cosa extraña: mientras esto hacía y esto pensaba, sentía que le nacían alas”, convirtiéndose en un arrendajo (Armellada y Bentivenga de Napolitano, 1991: 277). La aparición de las alas viene a ser, precisamente, el símbolo de que la libido inferior (los instintos básicos y las pulsiones destructivas o peligrosas para el individuo) han sido transformadas en bienes psíquicos superiores, han sido, en fin, sublimados, tal como sucede, de algún modo, con el Pegaso griego y el Kyang Gö Karkar, de Gesar.  

      Con mucha frecuencia estos héroes filantrópicos son castigados. La búsqueda y la obtención del fuego del conocimiento tienen un precio. ¿Será que cuando se tiene ese conocimiento lo primero con lo que se topa el ser humano es con el 'estiércol' de la vida para descubrir, dolorosamente, que la única forma de superarse es tomar esa materia innoble y transformarla o integrarla a la esfera psíquica, a la totalidad, y hacerla rodar hasta convertirla en un sol, en luz, en espíritu? ¿Es este mito otra imagen alquímica de la transformación y del precio que se paga por ella?

        Las figuras de Junuunay y de Eno sintetizan al pícaro ladrón y al filántropo salvador, al héroe animal y al héroe humano, dos polos que organizan la energía libidinal de este arquetipo; son puestas en escena o simbolizaciones de la posibilidad de integrar, de hacer colaborar a los opuestos en pro de un beneficio tanto propio como ajeno. Mientras estos símbolos persistan y sean concienciados por nuestros congéneres, siempre habrá la posibilidad en el ámbito venezolano y latinoamericano, de transformar la anarquía individual y la ‘viveza criolla’ en formas flexibles, creativas, ingeniosas, mas éticamente adecuadas, sin atentar contra el bien común, de servirse a sí mismo y a los otros en un movimiento perpetuo. 


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* Artículo publicado en VV.AA. (2016). Venezuela: Pluralidad de voces híbridas. Caracas: Universidad Pedagógica Experimental Libertador, Instituto Pedagógico de Caracas.