Mario Abreu, Toro constelado |
Texto: Alejandro Useche
El mago no hace magia
Cuando se
dice que el mundo visual de Mario Abreu es «mágico», las cosas no van bien. Y
cuando se afirma, literal o metafóricamente, que el mismo Abreu —por su
personalidad y por la gracia de su obra— es un «hierofante», un «médium» o,
incluso, un «iniciado», se acrecienta una confusión que ha distinguido, desde
sus inicios, a la crítica en torno a la producción plástica del turmereño
(Balza, 1985; Hernández, 1993; Guevara, 1990; Rivero, 1991; Chacón, 1994b;
Rondón Narváez, 2003).
Asimismo, si
se le suma a esto las ideas de lo «místico», lo «religioso popular», los
«significados invocatorios» como vías directas o indirectas para explicar su
obra, así como la estampa de un Abreu «chamán», «brujo» o «hechicero» que se
encarna en un «amazónico jaguar», todo se ha perdido (Von Dangel, 1994b [1996];
Alvarenga, 1994b [1979]; Hernández, 2001; Ferrero, 1992 [1967]).
En efecto,
el empleo indiscriminado de todos estos términos ha distorsionado los procesos
de valoración de su obra. El mismo Abreu no ayudaba mucho cuando recurría a la
palabra «magia» o a términos como «efecto mágico» —incluso, el artista se ha
referido, en algún momento, al «aspecto maléfico» de su obra— para explicar sus
procesos creativos y los resultados de los mismos (La
lucha del artista venezolano es vital para la creación artística,
1994 [1965]: 14). O cuando afirmaba: «si no creo en el ingenuismo, creo en las
iluminaciones» (citado por Da Antonio, 1994
[1977]: 40). En otra ocasión, el artista decía: «Tengo un santuario en
mi casa donde hago invocaciones y siempre ando protegido con pepas de zamuro»
(Pulido, 1994 [1985]: 54). Iluminación, iniciación, brujería, hechicería,
magia, religión, esoterismo, chamanismo e imaginación han formado una trama
incomprensible de categorías confundidas y aplicadas con vaguedad dentro de la
crítica a su producción.
A pesar de que se ha extendido la creencia
opuesta, ni la pintura ni el dibujo ni el ensamblaje de Mario Abreu son mágicos,
si entendemos por magia la perfección de las propiedades psíquicas que permiten
que la voluntad exaltada por la fe subyugue a la necesidad, ordene a la
naturaleza y haga milagros. La magia supone, por parte del adepto, un dominio
de sí mismo y de las fuerzas inferiores. Sin crear o destruir nada, dicho
adepto manipula activamente a la naturaleza considerada como aliada material
(Papus, 1995: 86–92).
La
producción del llamado «saltaplaneta» tampoco sería magia, concebida ésta como
práctica de una ciencia que guía al adepto hacia la participación de los
atributos de la Divinidad (Blavatsky, 1999, I: 104). Tampoco lo es si
entendemos al lexema magia como una ciencia tradicional abocada a las leyes y a
la producción de fenómenos en la manifestación
sutil (orden fenoménico próximo al corporal aunque superior) por medio de
la ejecución de ritos mágicos (Guenon, 1993: 30, 218).
Las obras de
Mario Abreu no son nada de esto. Como muy bien lo explica Perán Erminy en un
texto capital para desmitificar cierto tipo de ponderación de las imágenes de
Abreu en el contexto venezolano,
debemos reconocer que no son exactamente mágicos, ni estrictamente (o exclusivamente) mágicos los Objetos mágicos de Abreu, aunque él mismo lo haya dicho mil veces y todos los comentaristas admitan el término y crean en su validez y en la de las retóricas y escasas argumentaciones con las que Abreu creía justificarlo. […] Los Objetos mágicos de Abreu no son objetos propiciatorios. Ni son medios de exorcismo. Ni cumplen funciones de mediación ante las instancias sobrenaturales. Ni son recursos invocatorios de protección de amparo, de purificación, de redención o de maleficio, de maldición o de daño. Tampoco sirven como amuletos o talismanes.
No es que no sirvan para nada. Sirven para muchas cosas, pero no para esas que mencionamos. (2003: 46).
Queda por explicar para qué podrían servir las imágenes de Mario Abreu
desde las lecturas del espectador
común, así como en relación con el panorama de las artes visuales nacionales.
Para ello se hace necesario comprender qué es lo que está detrás de la supuesta
«magia» de Abreu.
Si bien es cierto que también se le llama mágico a cualquier cosa que sea
extraña, fuera de lo normal u ostensiva de cualquier conexión más o menos
difusa con algo no corporal (lo fantasioso, la imaginación desbordada, los
efectos surrealistas, la riqueza psicológica con sus vericuetos y sorpresas o
lo espiritual y trascendental), y que esto pudo haber favorecido la concepción
mágica de la obra de Abreu, el propio artista lo ha desmentido y ha ofrecido
las claves para comprender el sentido implícito del término.
Irónica y jocosamente, Abreu dice: «Con los objetos mágicos he realizado
grandes curas: lo que pasa es que nadie se ha dado cuenta de éso [sic]»
(Alvarenga, 1994a [1976]: 34). Cuando Miyó Vestrini le comenta: «“Por cierto
que muchos dicen que tú eres brujo”, el artista explica: “Ojalá lo fuera,
porque entonces la cantidad de maleficios que caerían sobre una pila de gente,
sería algo espantoso…”» (Abreu citado por Vestrini, 1994a [1976]: 37). En este
mismo tono, le comenta a Teresa Alvarenga en 1979: «A los artistas en un país
como éste no nos queda otra que la brujería, que el poder que viene de otra
parte. Y dígame los poetas; ésos están peores, no pueden vivir con la venta de
un poema» (Abreu citado por Alvarenga, 1994b [1979]: 48). En otra parte, sin
embargo, Abreu es directo y menos humorístico: «Tampoco estoy satisfecho ahora
con el nombre de “objetos mágicos”, mis cajas no son un pañuelo que se
convierte en conejo y podrían confundirse con éso [sic]» (Abreu citado
por Alvarenga, 1994c [1972]: 26). Sin duda, el propio artista era consciente de
que su obra no era un acto mágico, tal y como lo podemos entender a partir de
las explicaciones previamente señaladas. El término mágico, en definitiva, fue
infeliz desde un primer momento.
Si se continúan revisando las diversas conversaciones sostenidas con el
artista que han quedado registradas, no es difícil darse cuenta de que lo
mágico para Abreu no es lo divino, paranormal u ocultista, sino más bien un
asunto de sentido. Y ni siquiera del
sentido de otro mundo. Por el
contrario, es este mundo, inmediato, familiar, verificable, el que le interesa
en un primer momento a Mario Abreu. No negamos que, como lo hace ver Perán
Erminy, Abreu nunca haya copiado la apariencia visual de las cosas, optando por
re-crearlas (2003: 44) y que, por ende, su obra comporta una dimensión
trascendental en tanto indaga asuntos que sobrepasan la experiencia cotidiana y
la superficie de los seres y objetos. No obstante, la explicación de esa
naturaleza de la obra de Abreu es un asunto diferente que abordaremos más
adelante.
Lo importante en este momento es comprender que las construcciones visuales
de Abreu son una búsqueda del sentido de
las cosas. Esto se traduce en un empeño por develar lo que nos expresan los
animales, el paisaje vegetal y mineral, los elementos, la mujer, la noche, las
formas religiosas, populares o no, el cuerpo y todos los objetos cotidianos. Se
trata de mostrar qué ofrecen, qué sugieren, qué cosas cohabitan en ellos, qué
tensiones los movilizan, qué dicen cuándo se combinan: lo que Abreu ha
efectuado es un proceso de interrogatorio sistemático e íntimo a lo que lo
rodeaba.
Abreu no mira hacia arriba, elucubrando un mundo sobrenatural determinado,
sino que mira las cosas cercanas y les pregunta qué tienen de invisible y con
qué son afines. En un primer momento, recrea las cosas bidimensionalmente por
medio de la pasta pictórica; luego, sin embargo, es la materia misma de las
cosas la que es puesta en escena e inquirida sobre su misterio.
Las cosas en Abreu no están solas. Siempre están combinadas. Sus imágenes
tratan de contextos, (cor)relaciones, complementariedades, agrupaciones,
contrastes, intervenciones y modificaciones. Nunca son sobre las cosas solas. Y
no nos referimos a los objetos mágicos nada más, sino a toda su producción.
Esto tendrá vital relevancia para nuestras reflexiones futuras. Sin embargo,
por ahora sólo consideremos el hecho de que el punto de partida de este artista
es lo que él mismo llamaba «lo terreno» (Abreu citado por Bonmati, 1968: 8).
Ahora bien, ese movimiento que va de lo «terreno» a lo «mágico» que, según él,
operaba en su obra, no implica tanto, al inicio, un movimiento del cuerpo al
alma o de la materia al espíritu, o algo semejante, sino más bien, un
desplazamiento de las cosas explícitas y visibles a las cosas implícitas e
invisibles, así como de las cosas en sí mismas a las cosas en relación con
otras cosas.
«Busco a través de las ordenaciones plásticas y de los contrasentidos, y en
las oposiciones de fuerzas develar el acto mágico» (Abreu, 1994c [1965]: 9). En
esta tan repetida frase de Abreu, descansa uno de los factores más importantes
para el entendimiento de su propuesta visual: el acto mágico es el trabajo plástico que se ejerce sobre las
oposiciones, contrastes y tensiones que habitan en los seres, objetos y
escenarios del mundo. En 1965 el artista decía: «mi intención […] es
encontrar las contradicciones más extrañas entre los objetos. […] yo trato de
hallar “la otra personalidad” del objeto» (La
lucha del artista venezolano es vital para la creación artística,
1994 [1965]: 14).
Así, el «efecto mágico» sólo es posible por un «efecto plástico». Si bien
Mario Abreu decía que el «objeto estético» sólo implica una armonía externa,
mientras el «objeto mágico» incorpora o refleja la exaltación y las
contradicciones más profundas del ser, consideramos que, en el caso que nos
concierne, un objeto no se diferencia del otro. No es que Abreu hacía objetos
mágicos y no objetos estéticos, sino que hacía objetos mágicos por ser,
precisamente, estéticos. Su «magia» reside en su dimensión estética, siempre
considerando que los posibles contenidos o simbolizaciones de una obra de arte
vienen dados por lo que las soluciones plásticas permiten.
Mario Abreu ha insistido en que su
mundo no es el estético, sino otro. Aunque nunca explicó de modo directo y
organizado en qué consistía ese otro mundo, queda claro que se refería a una
esfera extra-plástica. En realidad, dudamos de que estas ideas queden
atestiguadas por su obra.
Ciertamente, en la obra de Abreu se despliega una cualidad sobre-física o
espiritual, sin embargo, ésta es posible por ordenación visual, combinatoria
plástica y criterios estéticos. Es más: su otro mundo es el mundo de las formas
que se descubren a través del trabajo plástico que se ejerce sobre ellas.
Digámoslo de otra manera: este objeto combinado con este otro y pintado de esta
manera e intervenido de esta otra genera una forma totalmente distinta a las
formas parciales iniciales. Estas otras formas muy frecuentemente expresan
correspondencias con órdenes superiores que se imaginan, a los que se aspira o
que se intuyen.
Como sea, la forma descubierta o inventada, permite sacar a flote la “otra
personalidad” de los objetos. Y sin embargo, una no sustituye a la otra.
Coexisten. Entonces, la obra despliega ante nosotros diversas ‘personalidades’
o ‘capas de sentido’. Y todas las capas son transparentes. Y, a pesar de la transparencia,
las imágenes de Abreu no son explicaciones de nada, ni exposiciones de temas y
remas. Nada cercano al desarrollo de tópicos o a la argumentación de una
teoría. Es pura mostración. Muestra sin explicar. No clarifica el misterio. Por
eso «el enigma es lo mágico» (Abreu citado por Vestrini, 1994b [1971]: 23).
De esta guisa, el arte de Abreu es mágico sólo en el sentido de ser
enigmático. Su misterio es no el del mundo mistérico de las doctrinas secretas,
ni es el misterio de Dios o los dioses, ni incluso el de los Diablos Danzantes
cuando los representa de manera directa. Tampoco desea conocer las
profundidades astrológicas con El Toro
constelado ni con las innumerables representaciones en las que incorpora
los símbolos de la Luna y el Sol. Y no es que lo divino, los diablos y los
astros no tengan nada que ver con su obra, sino que, por el contrario, su obra
es el establecimiento de un orden en el que todas esas cosas, entre muchas más,
tienen que ver entre sí.
La magia de Abreu es ineficaz para cualquier adepto y no sigue doctrina
alguna que no sea su imaginación. En todo caso, es una «magia inventada» que
conforma, en palabras de Roberto Guevara, una «cosmogonía personal» (1990: 13),
lo cual no significa que no esté ligada a simbolizaciones colectivas o a
contenidos psíquicos inconscientes comunes a diversas culturas o prácticas
espirituales.
La «leyenda del brujo», como la llama Anita Tapias (1998: s. n.), era
desmentida y propiciada, a un mismo tiempo, por el propio Abreu. En esto se
hacen cardinales los procesos de «automitificación» llevados a cabo por el
artista. Sin duda, Abreu disfrutaba la ejecución histriónica de su rol de mago,
amplificada por los periodistas y las declaraciones y textos de ciertos poetas
afines a su espíritu o cercanos a él (ver los poemas de Ángel Eduardo Acevedo,
José Barroeta, Luis Camilo Guevara, Enrique Hernández D’ Jesús, Carlos Noguera
y Caupolicán Ovalles incluidos en el catálogo Las puertas del reino. Mario Abreu / Pinturas al pastel, publicado
por la Galería G en 1985). Abreu propiciaba sus «aires de piache» (Liscano,
1990: 25) y se recreaba en ellos como un modo de volver lúdica su identidad,
como también para asegurarse una rica vida mítica.
Una de las gráficas del artículo de
Alberto Hernández Corto la cabellera de
la noche de un solo tajo de diamante muestra a un Abreu ataviado con una
suerte de mitra y de báculo a modo de mago oficiante (2001: 8). En las
entrevistas que se le realizaron, el artista insiste en su vivencia santera a
partir de la crianza con su madrina Amelia Borges: «Me crió esa familia negra y
allí aprendí todos los ritos mágicos, brujería negra que es la que yo aplico en
mis obras, en mis objetos mágicos, en mi santería» (Herrera, citada por Chacón
y Yunes, 1998: 38). En su casa mostraba altares y estantes «mágicos», luego
fotografiados por la prensa.
Como corolario, señala Alicia Patiño, Abreu, a quien muchos le llamaban «el
Piache», vivió la última etapa de su vida en el barrio El Piache de Marapa en
Catia La Mar, en cuya casa-taller se rodeaba de plantas y altares (1992: 86).
De este modo, el mito se anclaba del modo más natural en la realidad. Entonces,
Mario Abreu hablaba de lo mágico aunque no lo fuera. Y aunque supiera que no lo
era. Y se llamaba a sí mismo «saltaplaneta». Y se le ha llamado Gran Mago. Y a
fuerza de convicción, su magia se cristalizó en el imaginario colectivo
nacional.
Con respecto a este tópico, Elí Galindo
comenta: «Se decía gurú, hablaba jerigonzas y practicaba unos curiosos
rituales, pero uno sabía que eran cosas de comediante. Le encantaba hacer de
bufón. Nosotros le aplaudíamos su lado cómico porque en verdad era muy
gracioso» (citado por Patiño, 1992: 107). En este sentido, cabe señalar la
importancia que poseen las acciones y palabras de un artista en la construcción
de su imagen pública y de su crítica. En realidad, no creemos que este aspecto
manipulador en cuanto hacer que otros hagan o piensen haya sido completamente
inconsciente en Abreu. Contrariamente, creemos que su auto-dramatización era
una celebración de la vida que él disfrutaba considerablemente. La elaboración
de la obra plástica comenzaba por su propia edificación como personaje.
La mayor parte del tiempo, Mario Abreu
convertía sus entrevistas en juegos poéticos y en encantadoras y desfachatadas
burlas sobre sí mismo y sobre sus procesos creativos, en fin, hacía del diálogo
público un verdadero tour de passe-passe en el que quería hacer creer
que era un practicante de la magia negra, un iluminado o un vocero ideológico y
esotérico de América o Venezuela. Ciertamente, Abreu habló desde lo local y lo
continental, pero eso fue a pesar de sus palabras (Arrieti, 1994 [1974]: 30-31;
dice Mario Abreu / Mi pintura es una
interrogante a latinoamérica, 1994 [1963]:
10; Mario Abreu opina, 1994 [1963]: 13; Monsalve, 1994 [1990]: 59). Sin embargo, en
ocasiones, una verdadera minoría, se permitía develar sus motivaciones más
reales y sus procedimientos de formulación artística. Una de las declaraciones
más sinceras fue aquella en que comentó: «Yo no tengo nada que ver con
prácticas de ese tipo [brujería], la relación viene porque las referencias
están afuera, unas más definidas que las otras. Hay un universo creativo de las
religiones que han creado todo esto de la montaña de Sorte, María Lionza, el
indio Guaicaipuro, eso es una relación pero sin ninguna organización, entonces
la necesidad del creador es tomar esto y organizarlo plásticamente, que es lo
que yo hago. Veo un santuario donde hay rituales y es una verdad dentro de la
gente que cree y lo respeto, pero veo ese santuario como una posible
organización mágica. Si los santuarios de los brujos estuviesen organizados por
mí, tendrían una mayor fuerza potencial para los creyentes» (Abreu citado por
Téllez y Abreu, 1992 [1990]: 265–266). Estaba claro, por tanto, que él no era
el Brujo, pero que sabía emular, reelaborar y optimizar su gesto.
Entonces, la magia de Abreu es la acción de pintar enigmas, la correlación
y analogía entre las cosas del mundo cotidiano entre sí, y entre ellas y los
órdenes superiores imaginados, inventados o tomados en préstamo de las
simbologías universales. Su magia es también la de la acción plástica que
revela cosas inesperadas, conmovedoras o descabelladas en los objetos. Y,
finalmente, pero no menos importante, su
magia es aquella que toma de lo espiritual y de todos los exoterismos su
«organización plástica».
Valga señalar que en Aragua Mario Abreu constituye el iniciador de una
línea de trabajo plástico mágico-espiritual que continúa con Jorge Chacón,
Ángel Vivas Arias, José Caldas, Orlando Guerra y Guillermo Coll. Las oxigentas
de Néstor Borges poseen también algo de espiritualización de la piedra y la
tierra. Incluso, los altares de Nayra Hernández forman parte de ese legado.
Pero sólo Abreu se llamaba a sí mismo mago.
La imagen sagrada
Juan Liscano ha afirmado que Mario
Abreu es un artista del qué y no
tanto del cómo (1990: 25).
Ciertamente, el mismo Abreu afirmó en diversas entrevistas, de modo directo e
indirecto, que aspiraba a ser un artista de contenidos, mas no de formas.
Continuamente aseveraba que su mundo era extra-plástico y «mágico». No
obstante, su «magia» consistía en un «efecto analógico de sentido» que permitía
develar la personalidad implícita de las formas y de las materias y crear
trayectos de significaciones multívocas o, como lo diría Hernández, de
«significaciones alternas» (1993: 9). Sin duda, para lograr este «efecto
analógico» y «develador» le fue imprescindible el «efecto plástico», estético,
configural y compositivo.
Liscano también ha dicho que la creación de Abreu se desprende de «un
sentir arcaico, cercano a lo sagrado» (1990: 28). Este «sentimiento sagrado» ha
sido reconocido por José Balza (1985: 6) y Erminy (2003: 45), entre otros. Se
plantea, en este punto, algunos asuntos que requieren una atención especial.
Hay que aclarar, desde un primer momento, que la obra de Mario Abreu no es arte
sacro. No es una manifestación del numen.
En este orden de ideas, su obra no constituye una hierofanía ni una kratofanía,
dado que su carácter simbólico no descansa en ser una manifestación de lo
sagrado. No hay irrupción de lo ultraterreno en su obra.
No obstante, gran parte de la producción visual de Mario Abreu es una
re-creación de las conexiones entre lo físico, lo psíquico y lo espiritual.
Este entroncamiento convierte a su obra en una prolongación de la hierofanía en cuanto el artista suele hierofanizar las formas que elige,
convirtiéndolas en símbolos que evocan órdenes cosmogónicos y espirituales
posibles en vinculación con las capas restantes de la realidad (Eliade, 2000:
398 y ss.). Sin seguir religión alguna de modo directo, Abreu optaba por
inventar un orden superior para las cosas terrenas. Este artista comentaba que
siempre pensaba en un «orden metafísico» (Téllez y Abreu, 1992 [1990]: 263);
empero, preferimos afirmar que en su obra se concreta un «ordenamiento
metafísico».
Este proceso de re-creación hierofánica, tan común en Abreu, busca una solidaridad del ser humano con lo trascendente (Eliade, 200:
399-400). Ya el turmereño había expresado: «Hay una soledad del hombre que
tiene gran peso para mí, que la siente uno de niño; entonces, cuando se trata
de dibujar en un papel, es como si esa soledad se acompañara con la creación.
El trabajo es un intento de comunicación espiritual con el otro [...] Me motivó
el entorno, el paisaje y más que todo darle una respuesta a la soledad» (Abreu
citado por Téllez y Abreu, 1992 [1990]: 262). De esta manera, las obras de
Abreu intentan un diálogo con el otro. Pero no se trata del hombre común, de
los cohabitantes de su mundo ordinario. En la mayoría de los casos, ese otro es
el otro
ontológicamente extremo, lo más diferente, opuesto o lejano a él: la
otredad enigmática y numinosa. La solidaridad no era con el resto de los
mortales, sino con el cosmos entero. De esta suerte, pintar planetas, plantas,
animales, minerales y seres humanos simbólicamente engarzados, le permitía
sentirse acompañado y participar de un modo personal, creativo e imaginativo,
en esos niveles del universo.
En este orden de ideas, la imagen funciona como una invención
hierofánica que permite hacer de lo sensible un símbolo de la inserción del
hombre en todas las cosas. Perán Erminy comenta con respecto a la creación de
Abreu: «el ser humano, en lugar de separarse, forma parte indivisa del
universo, se vuelve universal, expande su ser al fundirse o confundirse con el
Todo y devenir infinito» (2003: 50).
Ciertamente la obra de Abreu es vinculante.
Hilvana relaciones entre lo particular y lo universal, lo propio y lo ajeno, lo
humano y lo sobrehumano. Cuando Erminy expresa que la obra de Abreu es una hierofanía heterodoxa, preferimos decir
que constituye, más bien, una recreación
hierofánica o una hierofanía
imaginativa libre (2003: 45). Insistimos: no es una expresión o revelación
divina; es sólo como si lo fuese, libre de toda fe, religión y
codificación social rígida.
El esquema simbólico
La organización de su imaginario hierofánico surge a partir de necesidades
imaginativas personales e íntimas. Si bien hay quienes han rastreado
influencias o analogías con el cristianismo, la santería, los elementos
aborígenes americanos, el vudú haitiano, la macumba brasileña y fuentes
africanas (Flores, 1983: 10), las obras de Abreu están desligadas, en
principio, de todos esos contextos. De hecho, lo que, en todo caso, toma de
ellos, no parece ser las figuras y apariencias de un conjunto de ritos,
deidades u objetos, sino más bien un grupo de estructuras o, mejor, de esquemas. No parece interesarle las
apariencias religiosas o doctrinales, sino su esquema simbólico, lo que el mismo Abreu llamaba organización
plástica.
Mario Abreu, Delta de Venus |
El esquema simbólico es
recreado, re-inventado, puesto en relación con otros esquemas o con formas
plásticas propias que lo contradicen, reafirman o hacen más complejo. Abreu no
realiza imágenes alquímicas, teosóficas, gnósticas, ocultistas o budistas, sino
formas artísticas que contienen, de modo implícito, esquemas análogos u
homólogos con respecto a ellas. Abreu capta los esquemas, los esqueletos
morfológicos, sintácticos y dinámicos de saberes universales, los modifica
libremente y los hace cumplir nuevas funciones y propósitos. El esquema
simbólico es un ordenamiento plástico que implica una enorme síntesis.
Pensemos en el caso de Contra el mal de ojo (s. f.; obj–nac–0009)
como una obra que ejemplifica de modo claro este mecanismo creativo.
Por medio del ensamblaje, se ofrece una imagen global que alude a la presencia
de una «deidad» o de un ser no terreno. La estructura vertical con ejes
componentes laterales y remate en la parte superior asegura una armazón
antropomorfa: un cilindro de cobre y una cuchara en calidad de tronco y cabeza,
y bisagras, cascabeles y ganchos de ropa tipo caimán a modo de brazos. Con una
pieza de dominó, se asegura el simbolismo de nivel, elevando la figura. Una
herradura remata la composición (estrategia muy usual en sus objetos mágicos),
otorgándole la fuerza sobrenatural que implica un nimbo-cornamenta.
Se presiente una figura ultraterrena, pero no es posible identificar una en
particular codificada socialmente y conocida por todos. No pertenece a ninguna
doctrina. No es una estampa cristiana o santera. O africana. Más bien, es un esquema
numinoso, una síntesis que el ojo reconoce en su sentido global, en su
esqueleto formal. Aunque son empleados objetos ordinarios como zarcillos,
imanes o ganchos de ropa, no cabe duda de que la obra aspira a recrear a un ser
extraordinario.
Por lo ya expresado, se hace evidente cómo, en este punto, Mario Abreu se
distancia significativamente de las expresiones del arte popular tradicional,
el cual se complace en la identificación de personajes previamente conocidos
por la colectividad, como es el caso de la representación de José Gregorio
Hernández, la Madre María de San José, María Lionza o Simón Bolívar. Sin
embargo, en otras oportunidades Abreu fijó las imágenes de los Diablos
Danzantes del Corpus Christi, si bien en contextos cósmicos o fantásticos.
Contra el mal de ojo es quizá uno de
los casos más emblemáticos de captación de un esquema simbólico universal
gracias al cual se ofrece un ser superior que hace las veces de ‘aquel que
espanta el mal de ojo y elimina las fuerzas destructivas del ser’. Para ello,
no hace falta que se figure a algún santo o gurú en concreto. Ni siquiera
inventar uno con detalles fisonómicos cualesquiera. El esquema es suficiente.
Es completo, teatral y está hecho con todos los desperdicios a los cuales damos
la espalda diariamente.
Mario Abreu, Senos prohibidos, 1964 |
Muchos de los objetos mágicos de este artista se perciben como tales porque
presentan esquemas simbólicos propios del altar religioso y de las formas
rituales en general. En sus pinturas y dibujos el empleo y la ordenación del
punto, el círculo, la espiral, los círculos concéntricos y los trazos breves,
recuerdan esquemas compositivos de los productos religiosos, esotéricos y
decorativos de las culturas no sólo africanas, sino aborígenes en general,
desde Oceanía, pasando por Asia, por la Europa antigua, hasta llegar a las
comunidades centro y norteamericanas (cf. Hesselt van Dinter, 1999).
Lo solemne, lo escénico
En el caso del objeto mágico, la ubicación
de una cantidad ingente de objetos y baratijas posee la solemnidad del objeto
sagrado. Esta solemnidad está íntimamente vinculada a una necesidad de
escenificar, dramatizar y teatralizar las formas propias y aquellas en préstamo
directo o indirecto, consciente o inconsciente, como aquellas vistas en el
Museo del Hombre, en París, Francia, o las compartidas con Alejo Carpentier
durante su formación como artista visual cuando profundizaba en el conocimiento
de las obras de Joan Miró, Paul Klee, Giorgio De Chirico y Max Ernst (Patiño,
1992: 54). La solemnidad es un modo de mostrar las cosas con un tipo especial
de reverencia. Lo solemne en Abreu es un respeto.
El nimbo, el halo, el poder, la vulva, la guerra
Con respecto a estas nociones de lo solemne y escénico, hay que señalar
que, usualmente, los personajes u objetos de Mario Abreu son rematados por
esquemas de nimbos o halos que los santifican o dignifican, como sucede con los
huevos y soles de Vegetales (1950; pin-nac-0188),
los pájaros de Natividad (1953; pin-nac-0195),
la mujer desnuda de Sin título (1949; dib-nac-0078)
o los haces de luz del Omniforme repleto de mujeres de Sin título
(s. f.; dib-nac-0067). También
suelen ostentar esquemas de poder a partir de la inclusión de elementos que
funjan de tiara, penacho, cuerno, corona o manto; tal es el caso del niño de En
la cápsula (s. f.; obj-nac-0007),
la deidad o ser de Contra el mal de ojo (s. f.; obj-nac-0009), los coronamientos lunares y con puntos de Sin
título (1952; dib-nac-0056), los
cuernos del personaje fantástico de Sin título (1948; dib-nac-0080) o la presumible estampa
militar cornuda de Sin título (1953; dib-nac-0101).
Asimismo, las figuras humanas frecuentemente emergen de esquemas de vulvas,
dotadas, en ocasiones, de armas para la lucha anímica o espiritual. Si no están
armados, los implementos para la batalla están cerca. En la cápsula (s.
f.; obj–nac–0007) y Alumbramiento
en el espacio (1990–1991; obj–nac–0008)
son obras ilustrativas de esta última estrategia simbólica.
Otro de los recursos muy empleados por Mario Abreu es la simetría. Los
objetos o formas se ubican a la derecha y a la izquierda, respetando un orden y
un equilibrio. Las imágenes se hacen austeras, parsimoniosas, hieráticas,
severas y sumamente teatrales. La simetría implica la existencia de un eje
central que, en muchas ocasiones es ocupado por algún personaje o elemento
privilegiado. El llamado «poder del centro» otorga a los cuerpos la oportunidad
de potenciarse y sacralizarse. Asimismo, la simetría imprime un orden
metafísico a las cosas terrenas. Gallo (s. f.; pin–nac–0193), Sin título (El Gallo de Turmero)
(1970; coming 0002), De la
serie Grafismos, espejos y plumas de piache (pluma) (1973; coming 0001-1) y De la serie Grafismos, espejos y plumas de piache
(báscula) (1973; coming 0001-2)
insisten en este mecanismo compositivo.
Mario Abreu, Ángel de la creación, 1966 |
La centralización se recrudece y asegura
cuando Abreu elige planos circulares. De este modo, cualquier aparato
imaginativo o figura humana queda protegido en el centro del espacio. Sin duda,
el círculo corresponde a un esquema simbólico muy aprovechado por el turmereño
en sus objetos mágicos con la finalidad de instaurar una imagen que evoque lo eterno,
perfecto, protector y totalizador del cosmos en sus acepciones espiritual y
lúdica. A este respecto, se recomienda consultar Flotante azul (1992; obj-nac-0011) y La nave (1992; obj-nac-0010). Ambos casos parecen
aludir a dos aparatos destinados a posibles viajes imaginales, cuyo movimiento
es perenne en el marco de un cielo cósmico, inmutable, unitario, armónico y
cohesionado. La nave es una construcción intuitiva e imaginativa, una
inteligencia incorpórea.
El fondo negro, el punto, la prima materia
Valga señalar que el fondo negro, sobre todo en los objetos mágicos
cuadrangulares o rectangulares, corresponde a uno de los esquemas simbólicos
más interesantes de Abreu. Estos fondos oscuros parecen oponerse, por lo
general, a los fondos blancos de los objetos mágicos circulares, en lo que
respecta a sus implicaciones simbólicas (Tapias, 1998: s. n.). Esta relación la
abordaremos próximamente.
Los fondos negros de Abreu
participan como representantes de la oscuridad y de lo matérico. En gran
medida, cumplen la función de la prima materia alquímica, sustancia
saturnina que aludía a la noche oscura primigenia y al mundo físico con sus
pulsiones, instintos y sustancias inferiores. Esta materia originaria es la
forma innoble, burda, pedestre. Son las heces del mundo.
Las figuras de Abreu emergen de esa sombra, de esa masa tanática, llena de
miedos, incertidumbres y fuerzas incognoscibles. Las cajas negras vienen a
darle a las composiciones un marco inferior, putrefacto y conflictivo (Green,
1989: 264–272). El mismo Abreu en una entrevista publicada en El Nacional
comenta: «Mi interpretación de la noche y las tinieblas, la sitúo en mis
objetos mágicos en base a [sic] un marco completamente negro que
desmaterializa el ambiente próximo al objeto para que éste se ‘identifique’
casi siempre, en su aspecto maléfico» (la lucha del artista venezolano
es vital para la creación artística, 1994
[1965]: 15).
Mario Abreu, El hijo de Mandrake, 1965-1977 |
De este modo, la Naturaleza se presenta, inicialmente, en su aspecto
negativo o ciego. En vez de negar esa dimensión del mundo, Abreu la incorpora
como punto de partida de la acción simbólica que él, como
artista, ejerce sobre las formas naturales.
En lo negro está la clave para alcanzar la dignificación y liberación. Ya
los alquimistas hacían referencia al «aurum de stercore», el «oro en el estiércol» para explicar este
asunto (Givry, 1985: 57). Entonces, teniendo siempre a la oscuridad como
alimento, se procede a elaborar y ordenar hierofánicamente las cosas desde la
escenificación, simetría y exaltación. La noche tensa constituye
uno de los reinos de Mario Abreu, quien comentaba: «tengo el honor de haber
instalado la noche donde Reverón hizo la luz» (Abreu citado por Téllez y Abreu,
1992 [1990]: 264). Sin embargo, Abreu también se inspiró en la cuentística de
aparecidos para la creación de sus fondos negros. Así, las formas adquieren una
presencia espectral como de fantasma o de muerto viviente que flota (Téllez y
Abreu, 1992 [1990]: 264). Esa flotación es quizá a lo que Abreu quería
referirse con la idea de que los fondos negros ‘desmaterializan’ las formas.
La dinámica de la prima materia también sucede, muchas veces, con el
empleo del punto en la obra de este artista, en la cual funge, cuando se
repite, de elemento germinal o «caldo de cultivo», es decir, como materia
oscura e imperfecta a partir de la cual emergen las formas esplendentes.
A veces, los puntos o círculos con valor puntual agujerean las formas para
atravesarlas de esa noche oscura, germinal, matérica y «maléfica». Así sucede
con la figura en Gallo (s. f.; pin-nac-0193),
el cual extiende sus alas en un gesto magnánimo, vigoroso y llameante. Sus
agujeros realizados en aerosol industrial hacen del animal y de la noche un
mismo cuerpo. Es más, podríamos afirmar que ese gallo nació de la noche oscura,
planteando un esquema universal: lo activo y lo pasivo, lo masculino y lo
femenino, encarnados por el gallo y la luna roja sobre la que éste descansa,
respectivamente.
En esta pieza, las franjas negras en aerosol brindan una noche en
movimiento que pare a un gallo. Este animal está en completa tensión. No es
para menos. Está vibrando entre las polaridades cósmicas, entre lo corporal y
denso (zona roja inferior del animal) y lo intuitivo y espiritual (zona
amarilla y azul superior en la que se despliegan las alas). La luna roja lo
ancla a la vida, con su decurso y ciclos.
Otro tanto sucede con Barco sumergido (1960; pin-nac-0200), pieza en la cual dos aves de talante solar se
desprenden del magma vegetal, terrestre y acuático en un movimiento ascendente
heroico. Estos animales están también puntuados profusamente en negro. Están
atravesados por la materia orgánica elemental y ordinaria. Pero parecen ser
símbolos de la separación con respecto a ese magma, en lo que André Virel
llamaría una fase esquizogénica (Chevalier, 1999: 32–33). Nuevamente, son
formas en tensión y representan una dualidad, esta vez, entre el cielo y la
tierra.
Los puntos son magmáticos o germinales en obras importantes de este artista
pertenecientes a otras colecciones, como es el caso de Dama vegetal
(circa 1954; colección gan) (ver
puntos negros del plano inferior) o el de Selva amazónica (1956-1960;
colección gan), uno de los más
emblemáticos en este sentido.
Mario Abreu, Selva amazónica, 1956-1960 |
Un caso relevante de fondo negro en la obra dibujística de Abreu es el de Sin
título (s. f.; dib-nac-0104),
en la cual tres figuras ambiguas que combinan lo animal, lo humano y lo vegetal
emergen de la noche selvática cósmica o prima materia. Sus troncos
antropomorfos alargados nos indican la tensión espiritualizante y sus
intrafiguras claras nos indican que la luz nace de la oscuridad, y el espíritu,
de la materia.
Mario Abreu, Sin título, s.f. (Dib-Nac-0104) |
Se hace necesario indicar que lo magmático como esquema simbólico se da
tanto por los fondos negros y la función germinativa de los puntos, como por la
organización de materias animales, vegetales, minerales y elementales que
sugieren masas abundantes, enmarañadas, fértiles y condensadas.
No hay que olvidar que, de alguna manera, muchos de los objetos mágicos
funcionan por gestación, nacimiento u ordenación en la noche de los espacios
siderales, aunque no se emplee un fondo negro ni alusiones directas a las
estrellas.
Mario Abreu, Gallo, circa 1951 |
Los objetos mágicos cuadrangulares de fondo negro se oponen a los «discos»
(Da Antonio, 2000: 14) o ensamblajes circulares de fondo blanco en cuanto que
los primeros son la lucha contra la sustancia originaria oscura y terrible,
mientras que los segundos son la recreación de un estado inmaculado, perfecto
de la imaginación, de lo sideral o metafísico. Allí el blanco como atributo de
lo divino, de la pureza y de la luz funge un rol importante. Otro tanto lo hace
el círculo como forma cuyo movimiento alude al de los planetas que es el mismo
de Dios. También funciona como esquema de la irradiación perfecta de la luz
(color blanco) o como focalización del centro primigenio (poder del centro).
Cuando lo magmático se comporta como prima materia o sustancia
originaria innoble, estamos ante lo que Liscano ha llamado el «acto de
transmutación mágica» que caracteriza, según su criterio, las piezas de Abreu
(1981: 15). Estamos de acuerdo: en un recorrido panóptico por ellas, se hace
evidente que la mayoría está animada por esa intención espiritualizante que se
logra desde la metaforización y la simbolización de las cosas del mundo.
Pasar del cuerpo al espíritu (tarea alquímica) implica partir de lo bruto,
tosco, primario, arcaico, elemental, oscuro, nutricio, denso y arcano. De allí
la «fuerza salvaje y desafiante» y el fiero instinto terrestre que ostentan los
cuadros de Abreu, como lo expresan Roberto Guevara y Juan Calzadilla,
respectivamente (1990; 11; Calzadilla citado por Balza, 1985: 6). En este
sentido, Miguel Von Dangel comenta: «Esa reconversión desde la materia prosaica
y banal conforma, a mi modo de ver, la axialidad de su obra» (1994b [1996]: 7).
El esquema simbólico es una tarea ética
Sin duda, estamos hablando de axiología artística, esto es, de los valores
que respiran en una obra, lo que Zacarías García (2005) entiende por la
«dimensión ética» del arte. Aquí es cuando cobra vigencia la afirmación arriba
citada de Liscano de que Abreu era un artista no tanto del cómo sino del qué.
El mismo Abreu expresaba: «Este es un país todavía colonizado. Todavía sujeto a
valores externos. Nadie ha sabido aún encontrar dentro del propio país los
valores permanentes» (Abreu citado por Vestrini, 1994b [1971]: 22).
Mario Abreu, Sin título, 1956 (forma parte del Cuaderno de las aguas) |
Mario Abreu, Recuerdo de Hiroshima, s.f. |
El hieratismo, la verticalización, la edificación natural
Otro de los esquemas simbólicos desplegados por Abreu es el del hieratismo
que se traduce tanto en las expresiones solemnes de los personajes (ver Autorretrato,
s. f.; pin-nac-0191, y Sin
título, 1948; dib-nac-0080)
como en la verticalización de las formas. La vertical en las obras de este
artista suele servir de empalme o entronque entre el arriba y el abajo, el
cielo y la tierra, lo inmanifiesto y lo manifiesto, lo espiritual y lo
material. Roberto Guevara llamó la atención sobre este «orden totémico y [esta]
organización vertical» como un rasgo sobresaliente en la sintaxis de Abreu
(1990: 21). Este esquema logra una de sus expresiones más efectivas y poéticas
en Vegetales (1950; pin-nac-0188)
con su movimiento orgánico ascendente, en la que los cuerpos se coronan con la
fertilidad del sol, el huevo y la luz. Otro tanto sucede con Sin título
(1956; dib-nac-0103). Este tipo de
obras implica un esquema simbólico muy querido por Abreu: la edificación
natural totémica, semejante a la de tantas comunidades aborígenes pretéritas y
actuales, aunque conformadas por los elementos propios del imaginario de este
creador.
Mario Abreu, Los gallos, 1950 |
La marcha, la pantalla escénica, el ritual
Otra modalidad de solemnidad escénica es la del esquema de la marcha, tal
como acontece en Natividad (1953; pin-nac-0195).
Sus pájaros se desplazan ceremoniosamente durante el desarrollo de su ritual
del nacimiento orgánico trascendente. La yuxtaposición de las formas verticales
o diagonales de esta marcha recuerda al ordenamiento de las plantas en Vegetales
(1950; pin-nac-0188) en forma de
pantalla o cortina. Así, hieratismo, solemnidad, verticalidad, pantalla
escénica y marcha son algunos de los esquemas simbólicos teatrales y
espiritualizantes más recurrentes en la producción visiva de Abreu. Y es que la
teatralidad es intrínseca a la obra de este artista. Ya Juan Calzadilla hablaba
de la «gravedad» y del «hieratismo» de sus objetos mágicos, los cuales le
recordaban a los altares de la cultura popular tradicional (1980b: s. n.). A
Perán Erminy estas cualidades le remiten a «las vitrinas de los exvotos de las
iglesias pueblerinas de antes» (2003: 44). José Balza se refería al
«sentimiento escenográfico» para aludir a este mismo fenómeno (1985: 6).
Mario Abreu, Natividad, 1953 (detalle) |
Asimismo, Balza opina que la obra de Abreu tenía una «manera ritual» en la
pintura, y una «manera teatral» en la producción tridimensional (1985: 6).
Pensamos, más bien, que una y otra cosa se encuentran en toda la obra plástica
de este artista. En todo caso, los llamados objetos mágicos parecen recrudecer
ambas cualidades, así como la metaforización por la unión más drástica de
elementos disímiles. Esto quizá llevó a pensar al mismo Abreu que en los
objetos se expresaba más contundentemente la «magia» que en la pintura o el
dibujo (busquemos nuestras propias raíces, 1994
[1966]: 16).
Mario Abreu, El gallo, 1952 |
La dramatización es uno de los mecanismos psíquicos más ricos para marcar
enérgicamente el discurso y para otorgarle una «presencia significativa» a las
cosas. Se fundamenta en la «mostración» contundente, extraña, intensificada o
poética de las formas y está profundamente ligada a todos los procesos
rituales. También a los procedimientos simbólicos, dado que la dramatización
muchas veces pide un exceso de medios o recursos desplegados que no parecen
justificarse para la transmisión de un mensaje que bien pudiera expresarse
directamente, como bien lo explica en sus reflexiones Dan Sperber (1988: 25 y
ss.). Sin embargo, es necesario apuntar que cuando se emplean menos recursos de
lo estandarizado o esperado, estamos también ante un modo de dramatización.
La dramatización en Abreu impregna todas las formas, todos los personajes.
A veces, le brinda un carácter onírico a las composiciones, lo cual conduce,
con mucha frecuencia, a la poetización y psicologización de las escenas.
Recordemos que para Sigmund Freud, la dramatización, conjuntamente con el
desplazamiento, la condensación y la simbolización, es uno de los mecanismos
psíquicos más importantes en los procesos de creación de imágenes durante el
sueño, la via regia del inconsciente (Schneider Adams, 1996: 134-135).
En otras ocasiones, la dramatización se logra por hipérbole (mostración
acentuada), como en las grandes y portentosas carúnculas y las filosas y
grandes espuelas de los gallos de Abreu, quien comentaba: «Ya lo decía Picasso
que lo más interesante en el arte es el drama» (Abreu citado por Pérez, 1994
[1977]: 45). Así, drama se entiende en sus dos caras: como escenificación y
teatralización de las formas, y como tensión sensitiva, mítica, fabuladora,
emocional y espiritual de las mismas.
El grafismo primitivo
Por otra parte, el grafismo primitivo, arcano o antiguo con elementos
básicos como el punto, el círculo, los círculos concéntricos, las espirales
sinistrógiras y dextrógiras, los trazos breves quebrados, ondulados o libres y
las formas solares y lunares es un esquema simbólico capital en las imágenes
del turmereño. Recuerdan las formas propias de los petroglifos y de las
decoraciones e insculturas prehistóricas. Constituyen un repertorio plástico,
expresivo y simbólico arquetipal muy rico y flexible, que es singularizado,
apropiado o modificado, aunque enraizado en la producción religiosa, doctrinal
y ritual de centenares de comunidades en todo el orbe.
Mario Abreu, Sin título, 1956 (Forma parte del Cuaderno de las aguas) |
Roberto Guevara denomina a este
esquema de Abreu «escritura primordial», y Francisco Da Antonio, «lenguaje
espermatozodíaco», dado que se combina el movimiento de formas semejantes a
espermatozoos en el marco de un ambiente «zodiacal» en el que priman los
luminares, el Sol y la Luna, como la pareja primordial (Chacón, 1994b: 11;
Guevara, 1990: 12). Katherine Chacón formula algunas de estas imágenes en
términos de formas con «aspectos larvarios» (1994b: 42). El conjunto de
trabajos dibujísticos que hemos denominado Cuaderno de las aguas (1956; dib-nac-0090 –1 –26), realizado en
París, Francia, durante 1956, es uno de los casos mejor logrados del desarrollo
de estos grafismos.
Mario Abreu, Sin título, 1956 (Forma parte del Cuaderno de las aguas) |
Por cierto, no deseamos dejar de comentar que el estudio de los mismos
podría ser muy fértil en un análisis comparativo y «dialógico» con buena parte
de la obra del artista visual venezolano y también aragüeño Ángel Vivas Arias.
Mario Abreu, Sin título, 1956 (Forma parte del Cuaderno de las aguas) |
El ritmo y las correspondencias: capas de la imagen
El carácter simbólico de las formas en la producción plástica de Mario
Abreu consigue uno de sus núcleos más potentes y prósperos en la capacidad que
este artista posee de establecer correspondencias entre las cosas,
pertenecientes a un mismo nivel de la realidad o a niveles disímiles de la
misma. Los componentes del cosmos se interrelacionan y se cohesionan en lo que
Marius Schneider llama «ritmo común» o «ritmo místico» (1998: 15 y ss.). Con
respecto al «pensar místico», el autor comenta: «Cada vez que dos fenómenos
ofrecen un rasgo común y que este rasgo parece ser esencial en la
estructuración de ambos fenómenos, se establece tal relación de analogía. Un
fenómeno a b c S se emparenta esencialmente con el fenómeno d e f S
por el elemento S, a condición de que este factor S constituya o
parezca constituir un elemento fundamental en la estructuración de ambos
fenómenos. Pero este elemento S no es factor aislable, antes al
contrario, todos los elementos de cada fenómeno constituyen un conjunto rítmico
indisoluble. A los factores S que relacionan los diferentes fenómenos,
denominaremos el ‘ritmo común’» (1998: 19).
De esta guisa, los fenómenos externos o imaginativos (casi siempre su
combinación) consiguen en Abreu una conexión que vincula el macrocosmo y
el microcosmo, las grandes formas, estructuras, leyes y principios
universales con los cuerpos particulares. Esto se logra por un conjunto de «Inducciones Analógicas», como las
llamaría Guaita, las cuales permiten comprender al universo como el ser de los
seres (Guaita y Wirth, 1988: 24). De
aquí parte el primer gran dualismo del que se desprende la acción simbólica en
Abreu.
El cosmos es, entonces, rítmico porque es la ordenación de conjuntos
sucesivos que poseen rasgos comunes. El intervalo que existe en la repetición
de esos rasgos instaura un ritmo. Dicho ritmo implica complejos procesos de
analogía que permiten comprender que dos o más elementos están emparentados por
semejanza. El tono, la valoración, la saturación, el espacio, la textura, la
forma, la proporción, entre otros elementos visivos, son los factores gráficos
que logran asociar e integrar figuras u objetos distintos de la realidad. No se
los pone en equivalencia porque no son la misma cosa, pero están unidos por una
apariencia parcial común.
De la misma manera, el ritmo común conlleva la ejecución de mecanismos de
homología, consistentes en la relación entre dos o más cosas por funcionamiento
estructural similar. Ya no es la apariencia, sino la función, operatividad o
comportamiento profundo lo que los hermana.
El orden rítmico del universo no sólo es por rasgo común, sino por número y
geometría, por leyes que rigen las materias constituyentes y su destino. El
destino de la forma es su ritmo.
La naturaleza y el cosmos
De la serie Grafismos, espejos y plumas de piache (pluma) y De
la serie Grafismos, espejos y plumas de piache (báscula) (ambos de 1973; pin-nac-0226 y coming-0001, respectivamente) son sendos casos
pictórico-ensamblajísticos en que Abreu pone de manifiesto de qué modo la
naturaleza con sus formas vegetales y animales, imbricadas y fusionadas, se
ordena matemática y cuantitativamente por un patrón superior. El plano inferior
es el del mundo terrestre con sus formas orgánicas, en la que destacan las
peonías sobre las cucharas como acentuación del carácter nutricio de lo vivo.
El plano superior es el del espacio puro de la inteligencia divina en el que
destaca un huevo atravesado vertical y ascendentemente por una pluma como
representante de la fuente originaria y la unidad cósmica en su acepción
benéfica y de elevación. En la otra pieza, destaca una báscula en el plano
superior en calidad de Ojo Divino sopesador y medidor, o de fuerza abstracta
ordenadora del universo. Los planos superiores están regularmente ahuecados a
modo de puntos primitivos en el espacio; estos agujeros están alternados con
espejos que insisten en que el universo está en movimiento (efecto cinético).
En ambos casos, entre lo superior y lo inferior se tranza una franja intermedia
(división tripartita del mundo) con un diseño geométrico de trazos rectos y
quebrados coloreados que hacen la juntura entre una y otra cosa.
La naturaleza está unida estrechamente con el espacio absoluto del Espíritu
Universal. Poseen un ritmo común y, sin duda, profundamente místico e
hierofánico. Aquí Abreu se distancia de las doctrinas antiguas, las cuales,
según Guaita, consideraban que sólo el ser humano era el microcosmo, no
aplicándose ese adjetivo a un animal o a una planta (Guaita y Wirth, 1988: 24).
Para Abreu, toda forma material del orbe es un microcosmo. Ciertamente, en
muchas ocasiones, las formas vegetales o animales pueden funcionar en Abreu
como representantes, alegorías o símbolos de lo humano. A pesar de ello, dichos
elementos parecen estar también por sí mismos. En este orden de ideas, Abreu ha
introducido una modificación en la tradición simbólica.
Esta vinculación entre los distintos órdenes también sucede en la pieza Sin
título (1956; dib-nac-0103), dibujo
puntuado en el cual se yerguen edificaciones totémicas vibrantes, energéticas y
deletéreas compuestas de formas vegetales, animales y astronómicas. La
interpenetración icónica o fusión de formas figurativas conduce a una convergencia
de tres órdenes diferentes que incluye lo macro y lo micro. La respiración de
una luminaria, una estrella o una hoja es la misma.
Mario Abreu, Sin título, 1952 (Dib-Nac-0056) |
Otro caso significativo es el dibujo Sin título (1952; dib-nac-0056), escena casi alucinada en
la que del mar estriado y ondulante surge un toro de agua (su cabeza y cuello)
pleno en formas lunares, germinales, concéntricas y regresivas. El remolino de
agua, el flujo, la Luna, el toro y el magma vegetal están empalmados o
amalgamados. Forman un mismo cuerpo generoso. Esta imagen incorpora un elemento
que siempre se fusiona con los demás en la mayoría de las obras de Abreu, pero
de modo implícito y que aquí se muestra claramente: la geometría. Este
toro-vegetación-agua-luminaria es también una formulación geométrica sensible.
Las formas triangulares ascendentes en la base parecen sugerir un punto de
partida activo, propio del fuego creador (su sentido trino se enfatiza por las
tres formas que están incluidas en el triángulo a modo de «pétalos» u «hojas»
de la creación).
De esa base creadora se extiende una
mandorla como símbolo de la tensión de aquello que se expresa y nace, yendo de
lo físico a lo espiritual. En los extremos superior e inferior de esa mandorla
se instalan sendas lunas, una menguante en la parte de abajo y otra creciente
como coronación de la vida bio-cósmica plena. A un lado del toro acuático, se
despliega un gran círculo solar: la pareja universal se ha avenido (Sol y
Luna). No se trata, como se ve, de una geometría racional y cuantitativa.
Estamos ante la geometría cualitativa (Papus, 1995: 77).
Por su lado, Sin título (El Gallo de Turmero) (1970; coming 0002) ilustra claramente cómo el
animal se transforma en habitáculo del universo entero, cuya polaridad está
representada por la participación de la Luna y del Sol en sus alas. Este gallo,
vitalista y dinámico, se las entiende con los astros, pero posee patas gruesas
y firmes para anclarse en la tierra.
Natividad (1953; pin-nac-0195)
es una de las imágenes más elaboradas de Abreu que muestra la íntima relación
que existe entre el mundo natural y otro mundo imaginal: se ofrece una marcha
de pájaros extraños, coronados ricamente como indicio del poder que poseen. En
medio de la escena, una figura evanescente antropomorfa se yergue, vertical,
con un ojo poderoso: es el ojo demónico que está detrás de la marcha que
celebra la vida en la que nacen los polluelos de huevos llameantes. La figura
demónica es esa realidad ambigua e inaprensible que escapa al entendimiento,
pero que rige la vida visible, llevándola a su destino. El destino de esas aves
es noble y magnánimo: son embajadores del poder fecundante y regenerador del
mundo.
La mujer y el cosmos
Sin embargo, no hay que olvidar lo frecuente e importante que era para
Abreu el establecimiento de ritmos comunes, así como de correspondencias de
todo tipo en el cuerpo de la mujer. Por lo general, sus mujeres son fértiles y
muy jóvenes (a veces, casi adolescentes). Son de carnes generosas y firmes,
caderas amplias, senos turgentes y mirada misteriosa. Pero son, sobre todo,
silentes. Encarnan el principio femenino receptivo y reproductor, orgánico y
nutritivo, erótico y sabio.
En Sin título (1949; dib-nac-0078)
hay una acentuación de lo corporal y una disminución de la cabeza. Esto no
implica subvaloración de capacidades intelectuales de la mujer, lo cual no es
pertinente ahora y responde a consideraciones más bien biográficas. En todo
caso, consideramos que en la abundancia corporal de estas mujeres (sobre todo,
en las caderas, glúteos y senos) descansa la sabiduría que tanto buscaba o
idealizaba Abreu. En el caso que nos compete, esta acentuación de lo
físico-receptivo es muy evidente y está en correspondencia con la estructura
configural de la mujer en forma de «ese» (S). Pero, más importante que eso es el
hecho de que el pie de esta fémina está en el sitio exacto en el que se levanta
una planta. Así, vegetación y mujer comparten una misma savia, viven un mismo
ritmo y otorgan vidas homólogas al mundo por medio de los frutos y los hijos.
En Sin título (s.f.; dib-nac-0067),
se aspira a la visualización de la mujer total, al eterno femenino. Una
figura antropomorfa contiene en su interior figuras de mujeres que se repiten
indefinidamente. Lo femenino viene a funcionar desde el arquetipo del omniforme,
lúcidamente estudiado por Alessandro Grossato (2000). Siguiendo las reflexiones
de este autor, podemos afirmar que Abreu condensa aquí dos de las maneras
clásicas de representar a la deidad: por medio de la sumatoria de elementos
(repetición de mujeres en la intrafigura) y por la gracia de la luz o
irradiación, como sucede con la representación de los haces lumínicos que se
desprenden de la figura general, representado por una posible presencia
masculina, velluda y fáunica (2000: 170-173). Patiño sugiere que la imagen
ofrece un conglomerado de «hembras-cebra» que bien podrían estar siendo
devoradas por un sátiro erotómano o que, contrariamente, ellas podrían estar
dominándolo (1992: 149). Sin embargo, creemos que la pieza se aproxima más a la
experiencia de una feminidad eterna e ilimitada que emerge erótica y
sacramente del interior del hombre como una plenitud que se corona
luminosamente.
De esta guisa, podríamos atrevernos a sugerir que, en un sentido figurado,
la única deidad a la que parece Abreu rendirle tributo es a la mujer. El
universo está regido por una Diosa que es matriz fértil y doncella al mismo
tiempo. Los seres demónicos son sus súbditos o emisarios. Los animales, las
plantas, los minerales, los elementos y el ser humano son hijos de esta Diosa, manifestaciones
de su gracia y poder en el que las palabras no intervienen (decimos esto no
sólo por el sentido erótico de esta simbolización, sino porque la vida es un
misterio en cuanto a su origen y razones). La Diosa sería una de las claves más
importantes que imprime el ritmo común a las formas y escenas que Abreu
organiza. Douglas Monroy habla de «heroína» para referirse a lo mujeril en
Abreu (2001: 5). Este término nos parece adecuado en la medida en que designa a
una presencia benéfica y poderosa, y no a una figura narrativa o ligada a la
batalla. Las mujeres de Abreu no pelean porque son las que tienen el poder. En
este punto, se relacionan con las de Julio Jáuregui, aunque sin los conflictos
y la manipulación de estas últimas.
El niño y el cosmos
Pero Abreu también se ubica, de entero, en los espacios sidéreos. Un
niño-místico, niño-guerrero o niño-rey sale de un envase-vulva que también es
un envase-capa y, seguramente, un envase-huevo. A su alrededor los cuchillos,
tenedores, robots y hachas dobles se le ofrecen como armas o herramientas para
llevar a buen término la acción cósmica. En eso recuerda vagamente al
Huitzilopochtli azteca, quien nació ya armado para la batalla. Quizá estemos
ante una lucha ultraterrena. El envase eclosiona como una fuente o una flor de
loto. Este niño, nuestro representante en el espacio exterior, no es que está
en correspondencia con el cosmos, sino que es el cosmos mismo. Es el «viviente»
recién nacido de ese cosmos que es como su patio de juegos. Aquí el ritmo común
produce una identificación plena de los órdenes humano y sobrehumano. Además,
hay que señalar que la efigie del niño es una de las más usadas y saturadas
semánticamente que Abreu emplea en sus objetos mágicos, a veces a modo de
ángel, a veces simplemente como infante inmaculado, y siempre como modo
figurado y transfigurado de autorretrato, como sucede en Yo, Mario, el
saltaplaneta (1966), obra perteneciente a la colección de la Galería de
Arte Nacional, en Caracas.
Los elementos y el cosmos
Finalmente, las correspondencias no sólo son entre el cosmos, el animal, la
mujer, la vegetación y el niño, sino también entre el cosmos y los elementos.
Quizá el Cuaderno de las aguas, ya aludido, sea el ejemplo más profundo
y particular al respecto, con su «viaje» genesiaco y psíquico por las aguas y
el fuego.
Mario Abreu, Sin título, 1956 (Forma parte del Cuaderno de las aguas) |
Los elementos son las primeras sustancias que emergen de la prima
materia (Böhme, 1998: 134), asumiendo, en Abreu, una presencia indirecta
desde lo vegetal y lo topográfico o de modo indirecto a partir de la
coloración, la texturización o los ritmos propios del agua, el fuego, el aire y
la tierra.
El regreso al origen
Esta necesidad de establecer, como lo hacían los simbolistas, las
correspondencias entre las distintas realidades o capas del ser forma parte de
un «proyecto romántico» en el que Abreu aspira a nombrar no sólo la unidad de
las cosas y el acompañamiento entre el ser humano y el cosmos, sino también la
raíz inefable del universo todo (recordemos las influencias de Charles
Baudelaire en Abreu, quizá en especial de su poema Correspondencias). En
esta dirección Erminy dice: «Abreu se venía adentrando en su vía de ‘regreso a
las fuentes’, como la vía más segura y definitiva de encontrarse a sí mismo y a
su mundo» (2003: 45). Alguno de los pivotes en los que se apoya para lograrlo
es el modo simbólico, lo materno y la conjunción imaginal de los elementos,
sobre todo, el agua y el fuego. Sin embargo, pueden citarse muchos más.
Mario Abreu, Orígenes, 1957 |
En este orden de ideas, Orígenes (1957; dib-nac-0069) ofrece una visión sensible y exacta de este
deseo. Es una escena cosmogónica que pone sobre las tablas la creación misma.
En él, el huevo primordial descasa sobre las ramas como símbolo de la unidad prístina de todas las cosas. A
través de su cáscara se vislumbra el feto. De allí nacen, simbólicamente, las
tres figuras que lo rodean, las cuales integran la tríada universal; padre,
madre e hijo, que es lo mismo que masculino, femenino y neutro. Esta tríada es
la estructura compositiva triangular que alude al acto creador mismo. El huevo,
por otra parte, podría fungir, al mismo tiempo, de cuarta figura, es decir, de
Cuaternario, como representante de la creación ya visible, terrestre y física.
La Luna enmarca esta experiencia más aún en lo corporal y en los ciclos bio-cósmicos
generales. La flor funciona casi como alegoría del nacimiento (el feto
«florece» en criatura del mundo). Abreu, entonces, busca el punto de partida y
se complace en inventarle historias. Sin duda, este artista es un caso ejemplar
de pensamiento mítico, ligado a lo que Guevara llama el «don de fabulación»
(1990: 25).
Analogía,
homología y metáfora: la imagen como tensión y mixtura
Pero la
analogía y la homología también en Abreu sirven para metaforizar la
realidad. En este punto, incorporamos las ideas de Paul Ricœur al afirmar que
lo metafórico es una manera singular de nombrar el mundo, gracias a la cual se
amplía, enriquece, complica o prolonga el sentido de las cosas por medio de una
tensión. Esta tensión se logra uniendo o acercando dos realidades disímiles por
medio de la analogía y la homología. Así
el sentido literal y el sentido figurado o secundario entran en conflicto y
generan una tensión muy vigorosa. Lo metafórico conduce a lo absurdo o alucinante,
a lo incomprensible según los criterios «realistas» estandarizados (1998:
61-63). De esta manera, el texto visual metafórico es una extrañificación
y desautomatización que permiten crear un discurso pleno en «mixturas»,
como quizá lo diría Rondón Narváez (2003: 45). Esta mixtura es lo que posibilita
esos «nexos cuasi sociales» que se establecen entre las formas pictóricas u
objetos (Cantón y Sjöstrand, 2002: 2).
Mario Abreu
recurre constantemente a los giros, configuraciones y composiciones metafóricas
que permiten, como él mismo lo decía, revelar la «otra personalidad» del
objeto, como se señaló al inicio de este texto. Por eso, las imágenes de Abreu
exigen un espectador muy activo, lo que Umberto Eco llamaba el co-emisor (1994:
190). Piden una labor de construcción del sentido. El veedor debe hacerse su
propio recorrido de significaciones. Allí descansa la «innovación semántica» de
lo metafórico (Ricœur, 1998: 65).
Lo
metafórico, conjuntamente con lo simbólico, permiten la epifanización
del mundo en Abreu. Epifanizar implica «inclinarse sobre las cosas presentes y
efectivas y trabajar con ellas para modelarlas de manera tal que una
inteligencia despierta pueda ir más allá y penetrar en la intimidad de su
significado, aún no expresado» (Stephen Hero, citado por Eco,
1990: 277). Más adelante Eco comenta: «Para que se epifanice es necesario que
sea colocado estratégicamente en un contexto que, por una parte, lo pone de
relieve y, por la otra, lo presenta como no pertinente con respecto a los
guiones que registra la enciclopedia» (1990: 277).
Por lo
expuesto en el párrafo anterior, comprendemos que el «orden mágico» de Abreu se
obtiene por la captación y juego plástico de los esquemas simbólicos, por la
acción tensa y epifánica de la metáfora y por la amplitud y complejidad de lo
simbólico. El giro metafórico ayuda a penetrar en la forma o en el objeto.
Entonces, éste se interviene y poetiza. Pero también se penetra en las
relaciones entre las formas u objetos, lo cual permite crear nuevos contextos o
ambientes. Sin duda, en todo esto descansa el gesto creador, aunque también
rebelde porque una epifanía es un modo de crear un mundo que evidencia que no
nos conformamos con el que nos ha sido dado tal cual es o tal cual ha sido
codificado. El orden mágico rompe el orden canónico. De allí la noción de
«contrasentido» que tanto comentaba el turmereño (Abreu, 1994b [1965]: 8).
No obstante, deseamos acotar que el mundo de Abreu no responde, por lo general, a la metáfora pura o tradicional, sino a lo que Ricœur designa con el término de «metáfora de raíz». Se trata de la metáfora que forma parte de una red metafórica de sentido. De este modo, para el caso que nos compete, podemos decir que, por ejemplo, la potencia y la fuerza vital como tema se aluden gracias a la figuración del toro-constelación, del gallo sideral o luminar, de la fuerza vegetal que es también animal y astronómica a un mismo tiempo o de los huevos llameantes, por citar brevemente algunos casos sencillos.
No obstante, deseamos acotar que el mundo de Abreu no responde, por lo general, a la metáfora pura o tradicional, sino a lo que Ricœur designa con el término de «metáfora de raíz». Se trata de la metáfora que forma parte de una red metafórica de sentido. De este modo, para el caso que nos compete, podemos decir que, por ejemplo, la potencia y la fuerza vital como tema se aluden gracias a la figuración del toro-constelación, del gallo sideral o luminar, de la fuerza vegetal que es también animal y astronómica a un mismo tiempo o de los huevos llameantes, por citar brevemente algunos casos sencillos.
De este
modo, la metáfora de raíz de «lo genesiaco potente» arriba citada agrupa y
cohesiona una cantidad ingente de metáforas parciales o menores. A un mismo
tiempo, estas metáforas de raíz poseen una capacidad enorme de generar sentidos
múltiples y están profundamente asociadas a imágenes tanto sociales como
primordiales y universales. Estamos entonces, en las puertas del reino
simbólico, en el que ya todo es formas a la deriva, usando las palabras
de Eco (1990), inexpresable y polidentitario. Sin embargo, de eso nos
ocuparemos luego.
En Vegetales
(1950; pin-nac-0188), por ejemplo,
las plantas son plantas-edificaciones, pero también son plantas solares. Y, sin
duda, son, igualmente, plantas-huevo. Las formas se tensionan entre sí y crean
nuevos sentidos. La figuración de estas plantas como mandorlas pone en
evidencia dicha tensión. Por ser edificaciones, crean imperios y son ordenadas;
por ser solares, son heliotrópicas en su esencia y se comportan, al mismo
tiempo, de manera activa, digna, dinámica, expansiva y energética, y, por ser
como huevos, son germinales (véase el uso iterado del punto en las
intrafiguras) e implican una unidad.
Mario Abreu, Mujer pájaro |
En la pieza Mujer
pájaro se ha creado un nuevo híbrido metafórico, una fémina con alas,
encarnación de lo mujeril dulce, libre, sano, audaz y espiritualizado. Incluso,
exótico, «mágico» y poderoso. Es casi inhumana. Las alas y la cabeza de ave
introducen un giro metafórico que redimensiona a la figura por la tensión que
se genera entre lo terrestre y lo aéreo, lo matérico y lo incorpóreo, así como
por lo sensual y tangible, por un lado, y lo escurridizo y lo raudo, por otro.
Esta metáfora femenina hunde sus raíces en lo simbólico arquetipal: lo híbrido
como símbolo arcano o la imagen primordial de la doncella fértil y libre.
Sin
título (rostro y artefacto) (1953; dib-nac-0092) plantea de manera sencilla el procedimiento
metafórico al aproximar sin fusionar o interpenetrar un rostro masculino y un
«aparato» de función desconocida. Cuando las formas se amalgaman plásticamente,
se unen por mediaciones o transiciones de trazo, forma, color o textura. Pero
en un caso como éste, la mediación está implícita y tiene que brindarla el
espectador. Entre el rostro y el aparato hay un vacío, una elipsis. Entonces,
la yuxtaposición resulta extraña. Y siempre nos preguntaremos: ¿cuál es la
relación entre el personaje y el artefacto? Allí está la fuerza de esta obra
menor.
Uno de los
casos más extraños y fecundos es el de Sin título (s. f.; dib-nac-0110-1), en el cual se
compenetra lo icónico y lo plástico, lo simbólico y lo esquemático. Se
presentan dos formas yuxtapuestas y enlazadas (ritmos de enlaces por medio de
conectivos plásticos o abstractos; Caballero, 1981: 62, 106, 140-144). La
primera ofrece en su base un vientre-búho con las alas extendidas. De esa
plataforma emergen dos serpientes que ascienden rítmicamente, enrollándose,
cruzándose y complicándose en su trayecto. Al lado izquierdo del vientre-búho
se anexa una suerte de abanico desplegado con mango. Por su parte, la segunda
forma, se asemeja a una columna humana distorsionada con un conjunto de trazos
horizontales a modo de «vértebras» numeradas, la cual ha sido rematada en su
parte superior por una cabeza con cuernos. Este rostro está compuesto por dos
triángulos. Una suerte de «brazo» se extiende hacia la izquierda como una
«rama». Ambas formas están conectadas por flechas y rayas. Junto a esta escena
dos círculos intersecados se muestran en el estilo esquemático más puro.
Como es
posible apreciar, todo aquí es mixto. Un vientre no es tal de modo exclusivo,
sino que es también un búho; un brazo es una rama; una columna es también una
serpiente; una figura humana es un esquema energético universal, sin mencionar
que también es una presencia demónica cornuda.
Se trata de
una fisiognomía simbólica y «oculta». El vientre-búho rápidamente remite a obras
como Encantamiento de la selva (1988; colección del señor Manuel Vegas,
según catálogo Homenaje al Gran Mago. Mario Abreu. Retrospectiva, 1943-1992,
macma, 1994), en la que una mujer
ofrece un vientre-luna sobre el que descansan ojos de búho y otros dos búhos enteros. Las lianas que
recorren el cuerpo de la mujer son análogas y poseen un ritmo común con las dos
culebras del dibujo comentado en el párrafo anterior. De este modo, el búho
está asociado a los misterios nocturnos, ctónicos y reproductivos de la mujer.
Las serpientes son aquí la energía eléctrica universal, el despliegue del
segundo chakra, el kundalini, la sexualidad e impulso erótico, tan caros
a Abreu. Y es que precisamente, a este artista le interesa la Diosa o mujer
omniforme también en cuanto energía universal paridora del mundo y sensual en
todas sus manifestaciones particulares y terrestres.
Mario Abreu, Extractor de la conciencia, s.f. |
Este dibujo
resume el pensamiento analógico, homológico y rítmico de Abreu, lo cual ha sido
graficado de modo didáctico por el mismo artista con el uso de los dos círculos
intersecados. La zona intermedia es el ritmo común de las dos figuras, es el
elemento unificador presente en la re-creación hierofánica, la metáfora de raíz
y las simbolizaciones a las que recurre Abreu.
Las formas y sus múltiples
identidades:
imágenes a la deriva
imágenes a la deriva
De lo dicho
hasta el momento, no es difícil deducir que las formas en Mario Abreu tienden
considerablemente hacia la polisemia, hacia los sentidos casi infinitos o
múltiples. Por vía de la metáfora de raíz y por el camino de la carga ancestral
e histórica de los arquetipos, este artista produce constantemente enunciados
ambiguos. Lo ambiguo revela y oculta, dice las cosas de una manera no económica
(exceso o disminución de los recursos en función de la transmisión del mensaje)
y dice algo amplio y profundo por medio de otra cosa. Lo ambiguo es oracular y
dice una cosa y su contrario, dice y se desdice. Por eso es que es el medio
ideal para comunicar lo inexpresable o inefable. Las formas se van saturando de
sentidos, teniendo un principio, pero no un fin. Ya no es un solo significado
el que organiza la imagen, sino incontables los que la «catalizan», propiciando
las «zonas poéticas» (Barthes, 1976: 51).
En este
orden de ideas, Flotante azul (1992; obj-nac-0011)
puede ser casi cualquier cosa. Es muy probable que sugiera un «artefacto
sideral» con aspiraciones universales, pero, ¿qué se hace con él?, ¿para qué
sirve exactamente?, ¿acaso sirve?, ¿la esfera azul es el planeta Tierra, está
allí en nuestro lugar? ¿o por el contrario es una alusión a las aguas? En fin,
se plantea un conjunto de interrogantes con respuestas que dependerán de qué
elemento el espectador privilegie, así como de su memoria, formación
intelectual, condiciones sociales y mundo afectivo.
Otro tanto
nos sucede con La casa del pescador en la cual, por metaforización, la
vivienda es al mismo tiempo una edificación-pantalla en la que se muestran
figuras acuáticas de índole y jerarquía diversas. Entonces, la
casa-de-los-peces es tal porque contiene peces (traídos del mar) o porque
pertenecen a un pescador. Sin embargo, seguidamente, todo se confunde porque en
realidad no se sabe con precisión qué imágenes muestran esas pantallas, ni por
qué la casa tiene esas superficies con formas extrañas, ni por qué el mar y el
bosque o vegetación se mezclan. Menos aún sabemos qué sucede adentro.
Pero, uno de
los casos más extremos es Estrella de mar (objeto mágico) (1992; obj-nac-0012): amalgama de materiales de
procedencias y complexiones muy diferentes como una suerte de materia mixta
densa, tensa, vibrante y magmática. De sus espirales y puntos, de sus salientes
y superficies ora lisas ora irregulares, puede imaginarse casi cualquier cosa,
desde una máscara africana oculta o deforme, pasando por la prima materia,
la fundición de los seres, los basureros rítmicos hasta el sincretismo como
fenómeno latinoamericano.
En la polidentidad, como lo expresara Juan
Acha, reside otra de las potencias para la acción simbólica en Mario Abreu. En
este punto, los procedimientos surrealistas incidieron significativamente en
los procesos de sublimación de este creador visual (Calzadilla, 1980a: 94–95).
Ya Juan Liscano se refería al «lenguaje poético» de Abreu (1990: 27), quien
explicaba: «En mi caso, como yo mismo soy poeta, pues a quiénes más voy a
acercarme...Por otra parte, la corriente de donde arranqué ha estado muy
relacionada con el surrealismo pictórico y literario» (Abreu citado por Alvarenga,
1994c [1972]: 27). Lo surrealista en Abreu que, muchas veces es solamente
onirismo, propicia las semiosis personales y la multiplicación de los trayectos
de sentido. Al respecto, el artista responde cuando se le pregunta «¿Pero hay o
no dos personas en Mario Abreu?»: «No creo, no hay dos, hay múltiples en la
unidad» (Abreu citado por Alvarenga, 1994c [1972]: 28).
Lo que Patiño llama la «voluntad poética»
(1992: 63) de Abreu es, a nuestro parecer, una fuerza polisémica, tensional,
lírica y metafórico-simbólica que desencadena recorridos extraños y
desfamiliarizadores de sentido.
La integración de los opuestos
Así, la
metáfora y el símbolo le permitieron a Abreu extender el campo del sentido en
sus imágenes. Pero también le permitió expresar las paradojas, contradicciones,
polaridades y tensiones del mundo y de sí mismo. Por el mecanismo de la
«inversión simbólica» (Revilla, 1999: 230-231), también llamada por Philip
Wheelwright «ley de la no-contradicción» (Todorov, 1996: 111) o coincidentia
oppositorum (unión de los opuestos), según las doctrinas espirituales y
esotéricas más antiguas, Abreu logra poner en escena el diálogo entre las
dualidades y el poder avasallador de las tensiones ontológicas.
Quizá la más
significativa sea aquella conformada por la díada vida y muerte. El caso mejor
logrado al respecto es El toro constelado (1957-1964; pin-nac-0199). Esta obra plantea la
efigie de un toro sufriente que cede ante la herida sacrificial. Se instaura
como un animal ritual, representante de las fuerzas telúricas, de la vitalidad
y la fecundidad cósmicas. Es el caso emblemático, dentro de la producción de
Abreu, que asume la profundidad y la complejidad de las relaciones entre el
macrocosmo y el microcosmo, al hacer de la bestia en cuestión un toro
constelado, valga decir, un toro que es también una constelación, y viceversa.
Las estrellas, los planetas y las luminarias lo habitan y le dan vida. Mejor
dicho, son una misma vida. Este procedimiento homológico simbólico es un
modo de escenificar el carácter sagrado de dicha bestia.
Mario Abreu, Toro constelado, 1955-1962 |
En un nivel
más particular, Abreu parece sacar provecho del carácter ambivalente del toro,
su ligazón tanto a lo lunar como a lo solar, a lo femenino y a lo masculino
(unión de los opuestos). De este modo, se representa un cuerpo donde se
desplazan tanto lunas como soles, rematándose el asunto con la presencia de un
cuerpo sidéreo que, por contexto espacial de la obra, puede considerarse una
luna (expectativas ligadas a códigos contextuales visuales: la noche oscura y
estrellada), pero que, por color, remite a lo solar. Quizá sea conveniente
referirse, por ende, a un sol lunar o a una luna solar (ley de la
no-contradicción nuevamente).
Del hocico
del toro parece desprenderse una plétora de sangre que desciende por todo el cuello,
patas y cascos hasta llegar a las rocas para perderse en el borde inferior de
la obra. Este desbordamiento del líquido vital podría interpretarse como una
vía figurada para expresar el «bramido desgarrador». Por ello, sería una imagen
sonora (sangre sonora). Asimismo, en el costillar, círculos rojos contentivos
de círculos amarillos que su vez resguardan puntos rojos desprenden «hilos» de
sangre o de humores sufrientes. Por último, el ojo del animal, pequeño y
azulado, es melancólico, pasivo y no ofrece resistencia a su destino. No hay
matarife, pero el toro es sacrificial. Muere, pero está lleno de vida. Como
está vivo, también está muriendo. Su interior es una imagen magnífica de la
vida rebosante que lo habita: el cosmos entero, como si fuese el Aleph,
esa esfera mínima e insólita de Jorge Luis Borges.
La tensión
vida / muerte hace de El toro constelado (1957-1964; pin-nac-0199) una de las imágenes
dramáticas más célebres, poéticas y humanas de Mario Abreu. Inspirado en el
poema intitulado Canto al toro fugitivo que Juan Liscano escribiera para
su libro Contienda en 1942 (con el cual mantiene relaciones de gran
interés que rebasan los límites de este texto), esta pintura sobre papel hunde
sus raíces en el arquetipo del animal sacrificial que, en la versión del toro,
es un enunciado no sólo sobre la fogosidad, virilidad, potencia y fecundidad de
dicho animal, sino, sobre todo, de la expiación y la integración de lo vital y
mortífero que su imagen implica. La imagen es simbólica porque es primigenia, como
la Constelación de Tauro, como el rito del Taurobolio o como el mito persa de
la Luna, Gaocithra, según el cual esta luminaria era el conservador del
semen del toro dado que se pensaba que dicho animal había depositado el líquido
sagrado en el astro durante la noche. En este sentido, obsérvese que los
testículos del toro de Abreu ostentan dos medias lunas contrapuestas a guisa de
emblema cósmico fecundador. Pero su estampa también recuerda a algunas imágenes
prehistóricas de Altamira y Lascaux y, según Alicia Patiño, a la Leona Herida
tallada por los mesopotámicos antiguos (1992: 171). Consideramos que, de igual
modo, esta imagen constelada se asemeja, especialmente, como me lo hizo ver
Santiago Rojas, a los Toros de Guisando (ubicados en España, Municipio El
Tiemblo, Provincia de Ávila), con su aspecto arcaico, tosco y rechoncho. Abreu,
en este caso, se ha nutrido de una riquísima linfa universal.
Obras
como Gallo (s. f.; dib-nac-0193) y
el Cuaderno de las aguas (1956; dib-nac-0090
–1 al –26), como se señaló
más arriba, son ejemplos del recurso de la inversión simbólica como mecanismo
tensionante. Valga señalar que otras piezas, como Sin título (s. f.; dib-nac-0071) aclaran de qué manera la
imbricación de los contrarios produce la «danza de la vida» que, en la imagen
en cuestión, se traduce en un baile extático, rítmico y elevador entre el gallo
y la serpiente, lo cual, inevitablemente, evoca a la oposición entre el águila
y la serpiente en las culturas mesoamericanas antiguas. Aquí, el carácter más terrestre
del gallo da como resultado una tensión entre la fuerza sólida e ígnea
telúricas (gallo) y la carga acuático-ígnea de la serpiente con todo su
carácter transmutativo: anillos, muda de piel, desenrosques, etc. Esta pareja
(gallo / serpiente) recuerda a las parejas águila / león y águila / sapo de los
textos alquímicos para designar al elemento volátil y al elemento fijo, respectivamente,
en el marco del proceso de integración de los contrarios (Givry, 1985: 23, 43).
No
obstante, la imagen que ofrece la unión de los contrarios de manera más gráfica
y sintética con toda su carga tensionante es Sin título (1950; dib-nac-0083) en la que una mandorla en
calidad de encuadre de campo o forma «enmarcadora» contiene en su seno las
imágenes de dos caballos en una composición monocromática de un rojo graduado
de calidad pastel. Ya la mandorla misma es una visualización de los puntos
puestos en tensión. Es la figura geométrica del proceso de tensionamiento que
une los bienes superiores con los inferiores, el ascenso con el descenso. Un
caballo claro y otro oscuro refuerzan la dualidad. El caballo es la tiniebla
del mundo inferior, femenino y ctónico que emerge galopando hacia los cielos o
la luz (Chevalier y Gheerbrant, 1999: 208-217). El dualismo de Abreu no es, en
realidad, por oposición, sino por fuerzas en compensación. Por ello, su
universo es el del «monismo dinámico» (Schneider, 1998: 19).
Mario Abreu, Sin título, 1950 (Dib-Nac-0083) |
La
mandorla es un esquema simbólico ampliamente usado por Abreu. Katherine Chacón
habla de «formas vulvares» (1994b: 6). En ocasiones, como en Sin título
(1952; dib-nac-0056) esta forma,
como muchas otras en este artista, asume una apariencia de repeticiones
intráneas o, como lo expresa la misma autora, «módulos concéntricos» (1994b:
42). La mandorla como módulo concéntrico intensifica su efecto tensional por
repetición.
La inconstancia de las formas
Considerando
las ideas de Philip Wheelwright en torno al lenguaje poético, podemos aseverar
que hay, entre tantos otros, dos principios para la acción simbólica.
El primero establece que la inconstancia de sentido de algún elemento
cualquiera, icónico o plástico, en diferentes contextos enunciativos conduce a
la simbolización de las formas. El segundo indica que la inconstancia o
pluralidad de sentidos de un elemento dentro de un mismo contexto produce la
simbolización de las formas (Todorov, 1996: 110). Estas dos claves son
fundamentales para comprender la naturaleza y el comportamiento de las acciones
simbólicas en el arte.
En
el caso de Mario Abreu, ambos principios se cumplen y tienen roles capitales en
la creación de sentido y experiencias. Pensemos, por ejemplo, en los gallos del
turmereño («serie gallística», según Patiño, 1992: 157). El de Gallo
(1952; pin-nac-0148) es altivo,
lujurioso, refinado, lúdico, ritual, exuberante e, incluso, «afectado» o
«delicado». En cambio, el de Sin título (El Gallo de Turmero) (1970; coming 0002) es más ordinario, terrestre
e introduce la dualidad cósmica a partir de la Luna y el Sol, es decir, desde
los principios femenino, receptivo, húmedo, frío y maternal, por un lado, y el
masculino, activo, seco, caliente y paternal, por otro, lo cual está ausente en
el primer gallo. En cambio, el de Gallo (s. f.; pin-nac-0193) es volátil, explosivo e incorpora la terrible
tensión entre la prima materia y el movimiento hacia el opus o
espiritualización en un gesto que agujerea drásticamente al animal. Por último,
el de Sin título (s. f.; dib-nac-0071)
es un gallo inserto en la danza cósmica. Como se ve, es un mismo motivo, pero
adjetivado de maneras muy diferentes, lo cual modifica sustancialmente el
sentido plástico, emocional, ideativo, discursivo y ontológico de cada uno de
ellos. Así, en cada contexto visual, el gallo se nutre de nuevos sentidos o
propósitos.
Otro
tanto sucede con el motivo del búho, el cual asume un sentido de energía sexual
en Sin título (s. f.; dib-nac-0110-1),
formando parte de un esquema corporal simbólico; mientras que también está profundamente ligado a los cuerpos
femeninos sensuales y eróticos, como sucede en Encantamiento de la selva
(1988) o Luna blanca y búho en la noche (1987), de otras colecciones. En
otras ocasiones, el búho, más bien, se erige en vigilante o centinela de la
noche, de las mujeres o de la sabiduría de la prima materia. Cuando es
así, eventualmente, este animal asume una apariencia polioftálmica en la que
múltiples ojos miran desde su cuerpo, como sucede en Sin título (s. f.; dib-nac-0110-2).
Por
lo general estas inconstancias implican una red móvil de sentidos de la imagen
que permite la vida analógica, homológica y rítmica. A esta red de
asociaciones, de metáforas de raíz con sus respectivas ramificaciones o
derivaciones y a los giros simbólicos, podría llamársele, recurriendo al léxico
de Federico Revilla, «estructura simbólica», la cual no hay que confundir con
el esquema simbólico explicado al inicio de este texto, por lo cual preferimos
denominarlo «red simbólica» o «trama simbólica».
Un
caso interesante es el del cuerno como motivo que puede indicar tanto la
feminidad desde la perspectiva lunar, cíclica, temporal y tejedora del destino,
como el coronamiento pleno y grandioso de los procesos bio-cósmicos
universales. Asimismo, funciona como atributo del poder demónico de la
naturaleza, la abundancia, la potencia, la fertilidad y la fuerza, dependiendo
del contexto en que se emplee. Incluso, puede servir como representante del
poder terreno y humano, guerrero y elemental, como posiblemente connote en Sin
título (1953; dib-nac-0101).
Natividad (1953; pin-nac-0195), en cambio, es un ejemplo
muy relevante para la comprensión de las inconstancias de sentido en un mismo
contexto gráfico. En esta pieza, los pájaros asumen, dependiendo de su
coronamiento o nimbo un carácter, un temperamento tanto físico como espiritual.
De izquierda a derecha, cada ave podría representar la espiritualidad, la
glorificación, la vitalidad y el poder del drama cósmico de la fecundación,
gestación, nacimiento y regeneración del mundo terrestre o sidéreo,
respectivamente. Estos pájaros, sin duda, pueden recibir otras lecturas, pero
lo importante es que los atributos de cada uno los redimensionan dentro de un
mismo enunciado.
El
empleo de los círculos (o esferas virtuales) en la pieza Vegetales
(1950; pin-nac-0188) puede ayudar
a entender esta estrategia simbólica. Entonces, este elemento morfológico de la
imagen funciona como fruto, sol, «mano» (cuadrante superior derecho) e incluso,
como simple elemento plástico rítmico y contrastivo. De igual manera, por
cercanía y función sintáctica similar, el huevo cósmico nimbado modifica,
resemantiza, al círculo, dotándolo de su función germinal y cohesiva tensional
(el ovoide). Así, por contexto externo de la figura, ésta se replantea y genera
recorridos nuevos de sentido.
Y
qué no decir del punto en Mario Abreu, elemento plástico que se diversifica en
múltiples funciones dentro del mismo contexto o fuera del él. Siendo éste un
caso que consideramos especial, lo desglosaremos como ejemplificación del
principio simbólico que dicta que un mismo elemento visual puede variar su
sentido dependiendo de los contextos en que sea empleado. No consideramos que
las distintas funciones de sentido que comentaremos agotan la flexibilidad y
riqueza del punto en Abreu. Sin embargo, pueda que sirva como un borrador para
futuras investigaciones.
El
punto, fecundador de las cosas
Una de las
estrategias plásticas y comunicativas más ricas en la producción visual del
artista venezolano Mario Abreu fue la de puntuar las formas. Con ello se
hacía del punto un recurso simbólico, presto a desempeñar funciones
configurales y compositivas múltiples y a generar sugestiones y evocaciones de
un alcance poético significativo. En Abreu el punto está lejos de ser un
elemento plástico menor; éste se yergue como un componente trascendental,
unificador, mediador y transformador. Este artista ostenta una especial riqueza
formal y plástica en el manejo de los puntos al tomar en cuenta sus
dimensiones, bordes, colores, ubicaciones en el plano, luces, sombras y
ordenamientos crecientes, decrecientes, regulares e irregulares. Sin embargo,
el poder del punto en Abreu tiene que ver más profundamente con los
significados, con el sentido de las cosas que nos rodean y, por supuesto, con
su espiritualización. Esto abarca tanto su pintura, como sus dibujos, pasteles
y obras tridimensionales.
Cuando nos referimos
al punto, asumimos que este elemento básico de la imagen no se limita a la
presencia de formas diminutas con bordes circulares, sino que abarca cualquier
ejecución con función puntual, pudiendo asumir contornos cuadrangulares,
ovalados, triangulares, libres o de cualquier otro tipo. Lo puntual es lo
mínimo temporal y espacialmente que se expresa por medio del impacto, el choque
y la focalización precisa. En lo puntual no parece ser tan importante el
adentro, la intrafigura y la superficie, como lo es la punzada al ojo, su
carácter mínimo y su capacidad de fijar la mirada en un sitio exacto. Cuando el
punto se repite, como sucede en Abreu, menos aún importa su interior, sino la
excitación de las formas y del espacio, el hormigueo y los golpes en la imagen,
ya sean fuertes, débiles, firmes, vibrantes o estáticos. Así cualquier
micro-elemento puede ser punto si posee un valor puntual.
Mario Abreu, Ave constelada, 1955-1965 |
Tomando en cuenta la
teoría de Adolf von Hilderbrand sobre la forma, podríamos decir que el punto en
Mario Abreu es con seguridad un valor activo que logra trocar las formas
reales, cotidianas o imaginativas en formas plásticas y artísticas, es decir,
en ficciones. Con el punto, Abreu personaliza las formas, las distingue porque
les da vida. Ya Wassily Kandinsky comentaba que un solo punto bastaba para
fecundar el plano. En ese orden de ideas, Abreu es un caso emblemático del uso
del punto como fecundador de las cosas. Un animal, una mujer, un follaje, una
visión cualquiera es «in-seminada» por sistemas de puntos. El mundo se vivifica
al puntuarse. Esto sucede tanto plástica como simbólicamente, dado que, por un
lado, la imagen vibra y se sensibiliza con la texturización de los puntos, y,
por otro, también adquiere una vida nueva, superior. En esto no hay que
descartar las influencias del arte óptico, pero tampoco la incidencia del arte
popular y de los productos culturales del África Negra y de la aborigen en
general con la llamada decoración puntiforme (ver Máscaras, 1964,
de otra colección).
En todo caso,
creemos necesario señalar por lo menos diez funciones que el punto desempeña en
las creaciones de Mario Abreu. Para ello, las desglosaremos como se ofrece a
continuación.
- Función
de sensibilización.
Con el punto, Abreu sensibiliza las formas y el espacio, sacándolos de
cierta neutralidad o monotonía. Uno de los procedimientos más usuales en
su obra es la de colorear las formas con gradaciones de tono (con
transiciones sutiles o bruscas) o con tonos intermedios. De esta manera
las figuras tienen una uniformidad o continuidad. Luego, los puntos las
enriquecen e intensifican; las hacen más tensas y complejas. Ahora las
figuras han sido aguijoneadas para estar más despiertas. Esta
sensibilización implica tres acciones: texturizar, hacer vibrar
y contrastar. La red de puntos texturiza las cosas para hacerlas
tocables y más orgánicas. Entonces, estamos ya demasiado lejos del punto
matemático y geométrico, invisible y racional. Se trata de un conjunto de
puntos que pululan, es decir, vibran. El temblor de los puntos es
plástico, retiniano y óptico; por consiguiente, es un efecto, algo
que ayuda a dramatizar o presentar las formas. El mundo es pura
ostentación. De igual modo, su dramatismo viene dado también por las
tensiones que implican los contrastes producidos por las diferencias de
los colores de los puntos entre sí, o de los colores de las formas o
fondos con el negro de los puntos. Asimismo, se generan tensiones entre
los distintos tamaños de puntos, sus variaciones en la ejecución
(pincelada, goteado, etc.) y en sus bordes externos. El guerrero
(1959), Dama vegetal (1954–68), Selva amazónica (1956–60),
de colecciones ajenas, y Toro constelado (1957-1964; pin-nac-0199) y Barco sumergido
(1960), de nuestra colección, son casos en los que esta sensibilización es
extrema y lograda.
- Función
del ritmo. Tomando
en cuenta las reflexiones de Zacarías García sobre este tema, podríamos
afirmar que, en las imágenes de Abreu, los puntos son como pulsos
de diferentes intensidades sobre la superficie de la obra. Los intervalos
entre los puntos son una pauta de vida. Una vez que se ha captado
la finalidad de esa pauta, entendemos, entonces, el ritmo de la propuesta
artística. A esto podría añadírsele que el ritmo es un recorrido o
trayecto de pulsos. En las obras del turmereño, esto, muchas veces, es
explícito cuando los puntos funcionan como líneas imaginarias (Toro
constelado; 1957-1964; pin-nac-0199,
o Ave constelada, 1955–65, de otra colección). En otras ocasiones,
operan por agrupaciones que crecen y decrecen (gradaciones puntuales, como
en Gestación de la lluvia, 1955–65, de una colección ajena),
produciendo efectos más o menos gentiles. No obstante, dentro de la
rítmica, el punto funge también de acento o énfasis y
entonces hay segmentos álgidos. Ave constelada (1955–65) es un
ejemplo sintético de una composición con este tipo de agrupaciones con
acentos: una verdadera sinfonía puntual. Hay que señalar que suelen
plantearse, sobre todo en su pintura, juegos rítmicos puntuales que
se balancean entre los ritmos cuantitativos o regulares y los ritmos
cualitativos o irregulares. Se trata, por ende, también de una poética del
intervalo puntual. Esta tensión entre el orden (matemático) y lo irregular
(orgánico) es el fundamento de piezas como De la serie Grafismo, espejo
y plumas de piache [báscula / pluma] (dos piezas, ambas de 1970; pin-nac-0226 y coming 0001, respectivamente). Como veremos más adelante, en Abreu, el
ritmo es, en última instancia, casi siempre cósmico.
- Función
de contorno.
Con puntos, Abreu crea contornos. Por supuesto, estos bordes vibran más y
sugieren formas deletéreas y energéticas. Están cerradas y abiertas a un
mismo tiempo. La sucesión de puntos las hace móviles y dinámicas. De esta
manera, una serpiente cimbra y se contorsiona mejor si está punteada, como
sucede en Serpiente solar (1964), donde el carácter magnético de la
misma se impone.
- Función
de irradiación. En
las propuestas de Abreu, los puntos se abren en abanico o en círculos a
modo de nimbos sagrados o se disparan como fuerzas imprecisas hacia varias
direcciones. Son haces u horadaciones de luz. Es la expresión más
energética del punto. Aunque los puntos circulares tienden, como lo
sugiere Kandinsky, a una fuerza centrípeta, ciertas agrupaciones en Abreu
añaden, a un mismo tiempo, una fuerza centrífuga. De esta manera, los
puntos crean formas poliádicas, esto es, superfiguras que contradicen el
movimiento hacia adentro o la fijeza de los puntos que las componen. Yo,
Mario, el saltaplaneta (1966), Ángel de la creación (1966; de
una colección ajena) y Serpiente solar (1964) son claros ejemplos
de esta función. Sin embargo, en varias oportunidades, los puntos crean
por entero las formas. Las cosas quedan, entonces, vibrando, irradiando
desde el interior.
- Función
de estratificación.
Ahora se crean capas de puntos que establecen los distintos niveles de los
seres. Las cosas ahora poseen capas internas y son más complejas. Se abren
espacios espirituales, áreas, zonas y profundidades. Las formas se hacen
múltiples desde dentro y en una construcción de capas sobre capas. El ser
es infinito en la unidad. Toro constelado (1957-1964; pin-nac-0199) es, nuevamente, la
referencia más ilustrativa al respecto.
- Función
lúdica.
Domina la profusión. En gran medida, en Mario Abreu la calidad de las
formas puntuales y su organización cumplen un rol que se podría calificar
de «ornamental». Sin embargo, el término no es feliz. Siguiendo las
reflexiones de Jean-Louis Ferrier, hemos preferido pensar que existen en
la imagen «sitios sin objeto», es decir, partes que poseen un bajo grado
de objetivación. Así, muchas de las formas hechas con puntos no aluden a
«cosas» concretas, a referencias fácilmente localizables en el mundo
cotidiano. Evocan aguas, luces, zooplancton, estrellas, energías
espirituales. O simplemente son formas puras para el juego. Inclusive, la
sucesión de puntos suele sugerir arabescos y formas abiertas, como en Desnudos
vegetales (1982) y El hijo de Mandrake (1965–1977), ambas de
otras colecciones.
- Función
focalizadora. El
punto, en la plástica de Abreu, marca pautas de atención y, por lo tanto,
determinados ritmos a la mirada. Las cosas quedan privilegiadas, exaltadas
o acentuadas por el punto (ver cucharas de La eterna bondad del
subconsciente, circa 1965; otra colección). Frecuentemente, sobre todo
en los objetos mágicos, el punto colabora en la ritualización de la
imagen. Empero, cuando se recurre a la repetición copiosa de puntos,
sucede una focalización múltiple. Y vuelve la multiplicidad en la
unidad. Y se asientan las bases para la constelación de las formas,
lo cual explicaremos más adelante. La constelación es una de las
estrategias más evidentes de espiritualización de la imagen. Piénsese en Toro
constelado (1957-1964; pin-nac-0199)
y Girasoles (1952) para la visualización de figuras y escenas
multifocales.
- Función
germinativa. Quizá
uno de los aspectos más curiosos de la obra de este artista sea el de
recurrir a la repetición cualitativa o irregular de puntos negros u
oscuros para aludir a estados germinales del ser o del mundo. Se forman
suertes de «caldos de cultivo», medios terrosos ricos en vida orgánica
microscópica. Los puntos negros son, entonces, materia vibrante, a veces
fecunda por estar en descomposición, u oscura por ser húmeda o por ser
primordial. Se trata del punto como prima materia (sustancia
originaria), arranque para el proceso alquímico de las visiones cósmicas. Dama
vegetal (1954), Selva amazónica (1956–1960) (ver planos
inferiores), Selva (1990) y algunos dibujos de la época parisina
son casos significativos al respecto.
- Función
consteladora.
Pero, sobre todo, el punto constela. Los cuerpos que son puntuados, por
gracia de la simbolización, se vuelven constelaciones. El objeto, sea
animal, vegetal, mineral o humano se comporta como una constelación, se
hace análoga a ella. Es más: la constelación vive en la figura porque una
y otra son lo mismo. Lo macro y lo micro se empalman y corresponden. Todo
está, en consecuencia, unido e interconectado. No estamos solos. La
soledad profunda del hombre de la cual hablaba Abreu en sus entrevistas
consigue su sentido en la comunión cósmica de carácter lúdico y sensible.
Quizá la obra más emblemática en esta dirección sea, sin duda, Toro
constelado (1957–1964). Lo pequeño y lo grande, como diría Marius
Schneider, tienen un ritmo común. Todo danza en el ritmo.
La imagen no es una propiedad
Como
lo expresa Raimon Panikkar, el símbolo es una vivencia en la que el individuo
se pregunta: «¿Soy yo quien me acerco al símbolo, o es el símbolo quien se
acerca a mí? ¿No será acaso que nos descubrimos parte del dinamismo del mismo
universo simbólico?» (1994: 394). Estas palabras describen con mucha justeza la
experiencia simbólica implicada en las obras de Mario Abreu. La acción
simbólica en este artista es la asunción de un sujeto flexible que
recibe el mundo y que es interpelado, absorbido y modificado por éste. En este
vaivén o camino de ida y vuelta, existe el asombro, el descubrimiento y la
re-creación o acción lúdica. Como lo señala Norbert Elias, se hace necesaria la
liberación o desmantelamiento de las díadas sujeto / objeto y subjetivo /
objetivo (1998: 113, 156) para entender esta dinámica relativa y dialógica. Ya
no es el sujeto que domina, elige y coordina la naturaleza, sino el que, sobre
todo, es articulado y conmovido por ella. Mario Abreu comentó en una
oportunidad: «quiero decir que lo que soy y hago es producto de lo que
me rodea. Algunos amigos me regalan objetos, me dicen cosas, trabajo en función
de lo que me dan los otros. Lo que me dan en cariño, lo convierto en arte, en
alegría, no soy sino un medio de comunicación para los otros» (Alvarenga, 1994c
[1972]: 29).
Las
imágenes de Abreu, en su gran mayoría, no son de nadie. Ni quiera del mismo
autor. No son mostradas como cosas en las que el «yo» ha clavado su banderín,
ni como cosas que se muestran con orgullo. La voz y la huella de Abreu han
desaparecido. Su obra no consiste en una sucesión de imágenes sobre la cual se
ejerce poder. Tampoco se dejan ver los sustratos biográficos de modo directo.
Y, sobre todo, lo que dicen estas imágenes es lo opuesto a la individualidad y
a la coyuntura. Lo que sus imágenes expresan siempre tiene que ver con aquello
que nos pertenece a todos, aquello que nos involucra, co-implica, envuelve,
rodea o atraviesa. En las imágenes de Abreu no existe lo mío ni lo tuyo, no
gira en torno a la construcción de un ego. Él toma los desechos artesanales e
industriales de todos y los recicla, dándoles vida nueva.
En
este sentido, Panikkar está en lo cierto al decir que la experiencia simbólica
genuina es aquella en la que se produce el desprendimiento del principio de
propiedad. El toro, las aves o los guerreros constelados no son de nadie porque
son de todos. Lo que se desea es la eliminación del aislamiento y la soledad
por medio de una «relatividad radical» en la que todo esté interconectado e
integrado (1994: 389 y ss.). Se cumple, en Abreu, la afirmación esotérica
antigua «omnia in omnibus», todo está en todo (Givry,
1991: 209).
Creo formas con los ojos de mi
madre
Ciertamente,
mucho se ha dicho de Abreu, aunque no suficientemente. Queda por profundizar
seriamente los temas, estrategias formales y enfoques que aquí apenas se han
esbozado básicamente desde la consideración de obras pertenecientes a la
Colección Permanente del macma.
Queda pendiente, por ejemplo, un estudio de los dispositivos simbólicos en la
obra de este artista, tomando en cuenta su base arquetipal, sus variaciones por
incidencia social y sus variaciones plásticas personales. A partir de la
valoración de estas últimas variaciones, también se hace necesario un estudio
de las simbolizaciones exclusivamente plásticas que permita una exploración de
las estrategias formales y confomativas de sus imágenes.
En
todo caso, el enfoque arquetipal puede ser prioritario en cuanto que la
producción visual de Abreu oscila entre las tensiones de la metáfora de raíz y
las tensiones simbólicas que se nutren de formas primigenias, comunes a todas o
casi todas las culturas de todos los tiempos. De esta tradición
filogenética-espiritual que implica el dispositivo arquetipal, Abreu, por
encima de todas las cosas, ha recreado una que es fundamental en su producción
visiva: la Madre.
En
Abreu todo es nutricio, benéfico, vital, generoso, espléndido, germinal, pleno
en alumbramientos, crecimientos, ciclos, expansiones, linfas, savias, aguas
matrices; todo es protector, seguro e insondable como lo es una madre. Es la
Diosa de las formas, del destino, de lo emocional y del drama. Es cierto que la
doncella aparece frecuentemente, pero sólo en la medida en que es joven y
propicia para la fecundación, es decir, para la maternidad. El proyecto de la
vuelta a los orígenes y del re-descubrimiento de los valores permanentes es una
experiencia de lo materno (el inicio como útero o huevo).
En
este orden de ideas, las imágenes en la producción plástica de Abreu son de
todos porque han sido paridas por la Madre Cósmica. Katherine Chacón nos
recuerda los numerosos retratos de la madre del artista llenos de dramatismo
(1994b: 5) y nosotros a obras como Gran maternidad americana (1954) y Alumbramiento
en el espacio (1990–1991; obj–nac–0008):
somos simplemente el niño que mira asombrado el espacio exterior o que reposa
en el regazo nutritivo.
Ya
Mario Abreu decía: «Hay algo en mí y que conservo todavía de la gran noche de
mi madre. De allí mis ojos» (citado por Tovar Jr., 1994 [1971]: 18). De allí,
las formas.
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