Alejandro Useche
Anteponer palabras introductorias a un texto poético tiene mucho de temeridad y puede tornarse en una labor estéril. En este sentido, las presentes líneas no aspiran a la explicación sistemática o la crítica. Más bien, se ofrecen breves comentarios de un lector que les hace compañía, impulsado por la necesidad de compartir sus vivencias con los textos y sus asociaciones personales. El Taller Literario 'Marco Antonio Martínez', que opera en el Instituto Venezolano de Investigaciones Lingüísticas y Literarias 'Andrés Bello' (IVILLAB), de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador - Instituto Pedagógico de Caracas (UPEL-IPC) nos ofrece el producto de la faena poética de cinco de sus miembros: Vanessa Hidalgo, Jackeline Méndez González, Dulce Santamaría, José Rafael Simón Pérez y Juan Manuel Romero. Sus propuestas son sumamente heterogéneas, lo cual es indicio de la urdimbre dinámica que se teje en dicho enclave literario. Un elemento en común que tiende a hermanarlos es el interés que evidencian por el poema breve y por la experiencia íntima, incluso, oculta, del individuo.
Egregio es el espacio desde el cual Vanessa Hidalgo nos brinda visiones fragmentarias que parecen aspirar al registro lírico de la dimensión inexpresable de la sexualidad y el erotismo. Una brevísima constelación de imágenes se muestra y discurre como una suerte de "simbología personal" de la experiencia del deseo: ejidos, hendiduras, cuencas, voces, alfombras y ventanas, en el marco de un poemario que no ha olvidado la lección antigua que hace concordar la vulva con la tierra. Así, la unión de los amantes echa raíces en los dramas naturales. Los códigos clásicos encuentran direcciones nueva: el "ejido de Venus" puede ser el campo para la faena erótico, y la "hendidura del Fauno" hace del Macho Cabrío, cazador de ninfas, un ser nuevo y misterioso. Inclusive, la imagen del "egregio" se nos ofrece escurridiza y nos traslada a imaginarias búsquedas de un "Insigne Innominado" bajo la cama. Su poética parece apuntar a una "sinonimia" que precariamente pueda hacernos accesible la intransferible experiencia erótica. En soledad o pareja, la poeta se sirve de la epifanía de la voz del ser deseado y nos envía destellos de su resonancia interior.
Por su parte, Jacqueline Méndez González, bajo el título Se fueron los abriles, nos ofrece un conjunto disímil de textos que abarcan experiencias complejas, cuyo rango va desde la geometría como metáfora sintética de la experiencia humana, pasando por la reflexión en torno al acto escritural, hasta la problemática relación entre sueño y mentira. Su poesía parece complacerse en el segmento en calidad de "pista"; la lectura del poema sería una reconstrucción. Así, el lector debe enfrentarse a una elipsis radical y escribir cada poema a cuatro manos con la autora. Y entonces se ofrece el espejo, entidad viva y autónoma, o el ajedrecista suicida, o imágenes de un primer o segundo amor. Me ha resultado de interés la imagen que cada poema va construyendo de la mujer: virgen, mártir, tanática, pero deseante y apasionada. Asimismo, es una mujer nostálgica de su infancia y plena en ausencias. Finalmente, como todos nosotros, hace bufonadas frente a la muerte. En el trayecto, la escritora dialoga en su intimidad con Pessoa y Cortázar, hasta que su propia mano desaparece en la escritura.
Dulce Santamaría desde los Oradantes ha construido un "imaginario de la contemplación", donde se vuelve capital el mirar y el ser mirado en un contexto vinculado a la experiencia con lo sagrado. La atención parece estar puesta en los gestos mínimos, pero trascendentes, de un viaje del ser humano marcado y en sufrimiento, pero en busca de redención. En este sentido, el poemario posee un talante ontológico: son las peripecias del ser expresadas simbólicamente, en un lenguaje intermitente, fragmentado y hermético. Durante ese periplo, se alternan el sonido (relacionando música y espíritu) y el silencio (lo inefable que hay en el hombre). Todo parece apuntar a que se trata de un poemario de "imágenes", imágenes que buscan su pureza en detrimento de cualquier otra cosa. Un conjunto de referencias, quizá algo oscuras, parecen invitar al lector a imaginar, enlazar y buscar. La alusión a Beltenebros podría estar asociada a la película homónima española, de Pilar Miró. Quizá el terror de dicho thriller dialogue en el poema con la imagen de Meghido (¿la colina Megido?) como futuro lugar del Apocalipsis, según los textos bíblicos. ¿Será esto otra indicio del anhelo de redención del ser humano que el poemario pone sobre el tapete? Las referencias a la desesperanza, no obstante, están presentes, como la de Alfonsina Storni, cuyo suicidio nadie olvida. Por su parte, el Beltenebros como nombre tras el cual se oculta Amadís de Gaula tras su regreso de la Peña Pobre, parece un vínculo intertextual improbable, pero ¿qué es exactamente probable o improbable en poesía? Los textos parecen nutrirse de una geografía fantástica muy imprecisa... Osghiliat... (¿acaso es la misma ciudad del mundo mítico de J. R. R. Tolkien?)... Ortán... mapas secretos. Y finalmente, quedan el Orante (¿horadar y orar?) y el Oscurante (¿el que oscurece para propiciar la experiencia mística?) como figuras enigmáticas de un viaje experiencial.
De autopistas y serpientes constituye una bitácora libre de la experiencia urbana. En sus páginas, la ciudad es un espacio decadente y en autodestrucción constante, en el que sus habitantes, en agonía y contracorriente, buscan un espacio mínimo o una jaula minúscula en la que vivir, siquiera un intersticio, comparable al existente entre el "colchón y el vidrio de una urna". Entonces, la serpiente es el símbolo de la ciudad, con toda la carta que dicho animal posee de pecado, error, mácula, veneno, comportamiento rastrero y "bien inferior". Es lenta y agresora, aunque también sufre en su cuaje y fungede vehículo al yo póetico. Se insiste en la podredumbre de la ciudad que se torna imposible de lavar. Los textos acogen, de algún modo, muchas voces: la de los estudiantes, la del enamorado, la del conductor, la del peatón, incluso, la de la misma ciudad. Montado sobre esa gran serpiente, participamos de las guerras evidentes y de aquellas que no se dicen, de la estridencia y del silencio que corrompe y, sobre todo, el poeta nos hace partícipes de la experiencia ambigua de la memoria y del olvido en el contexto urbano. En la ciudad olvidamos rápidamente, pero también aún quedan emblemas en pie y vestigios de cosas que nos conectan con nuestros recuerdos y con la experiencia íntima. Así, por ejemplo, la María Lionza sobre la danta es también la Afrodita de Sayaka, o la hamburguesa de comida rápida es el cuerpo de la persona amada. El poemario busca dolorosamente encontrar esas conexiones que hagan humana la experiencia en la ciudad, la cual es sal frágil amenazada constantemente. La ciudad es, finalmente, una imagen contradictoria: es escenario para el amor, pero también para la muerte. En medio de todo esto, el poeta es sólo un "Buhonero de la palabra".
Finalmente, Juan Manuel Romero, en Bestiario repugnante, se hace heredero de la antigua tradición del bestiario medieval y de la más antigua necesidad de alegorización de la vida humana a través de la bestia. Sin embargo, su bestiario rompe también con ese legado. Sus animales ofrecen, de modo muy sintético, a veces con un humor amargo, a veces con ironía, un complejo entramado de comportamientos humanos que en el texto no terminan de fijarse sino que, por el contrario, se hacen ambiguos y polidentitarios. En este sentido, cada poema alude a situaciones que pueden ser muchas y todas a la vez. Prevalece la economía del lenguaje y la necesidad de que el título opere sobre el poema como un catalizador de la imaginación. De esta guisa, el amor, el desamor, la soledad, la pasión, la venganza, la construcción de la máscara social, las obsesiones, la lucha por la supervivencia, la experiencia de la muerte y muchas otras consiguen su animal, su figura totémica. Asimismo, en este poemario, el hombre reconoce su dimensión animal, lo cual resulta un buen antídoto para su orgullo y una oportunidad para vincularnos con la tragedia propia a una escala universal. De esta forma, el búho puede ser el canto del poeta mismo, herido por sus propias repeticiones y por los vestigios de experiencias que aún no terminan de expresarse. La hiena puede apuntar a la amarga risa que encubre dolor. Los cocuyos parecen, por su parte, encarnar el fuego interior de la pasión, con su carga de poder, creación y destrucción. Y así cada animal nos permite transmutar nuestra bestia en palabra.
Queda el lector ante los textos. Éstos quedan libres de sus autores. Viven ahora su propia vida.
* Publicado en el libro Sobre cuerpos, fugas, oscuridades, urbes y bestiarios. Vanessa Hidalgo, Jackeline Méndez González, Dulce Santamaría, José Rafael Simón Pérez, Juan Manuel Romero. Instituto Venezolano de Investigaciones Lingüísticas y Literarias 'Andrés Bello' de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador - Instituto Pedagógico de Caracas, 2008.
También es posible consultar el blog del Taller Literario Marco Antonio Martínez del IVILLAB en la UPEL-IPC, Caracas, para acercarse un poco más a la historia y labor de este enclave literario.
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