Alejandro Useche
El museo, como enclave constitutivo de un campo cultural
determinado, dice, o mejor, es un habla y, por ende, un discurso o un
conjunto de discursos. Más allá de la disyuntiva museo tradicional / museo
nuevo, el museo siempre es una enunciación,
un acto. Y lo es no solamente en cuanto contenedor de exposiciones, sino como
imagen pública, conservador, restaurador, educador, investigador o animador.
Incluso, en cuanto arquitectura y espacio incorporados al entramado urbano o
rural, y legibles en el marco de las rutas de las diversas microrredes
sociales.
En este sentido, el museo significa
colectivamente. En su origen, esto se debe a la capacidad del ser humano de
adjudicar contenidos múltiples al entorno y a sí mismo a partir de lo que Ernst
Cassirer denomina sistema simbólico
(cf. 1975: 47 y ss.). El entrelazamiento, encadenamiento o articulación de
significados genera el sentido. Así,
el proceso humano apunta hacia el todo, hacia la significación total y
dinámica. Este fenómeno comunicativo pertenece a lo que Norbert Elias llama la quinta dimensión del hombre o lo que
Andreas Huyssen comprende por orden
simbólico, en fin, aquello que nos posibilita interpretar al otro y a sí
mismo (cf. Elias, 2000: 90; Huyssen, 1998: 45). La interpretación de sí mismo
es una modalidad de autodistanciamiento de un alcance muy profundo. Posibilita
verse a sí mismo como otro, pensarse otro para luego regresar a sí mismo. Se
trata de desarrollar uno de los dispositivos simbólicos más arraigados de lo
que Elias llama el posanimal: la estructura binaria, la polaridad: el yo
y el otro dialogan dentro del hombre dinámicamente para producir y vivir mundo,
entendido éste no como estímulo distal o realidad fáctica sino como imaginario
o vida psíquica. Y precisamente es acerca de este diálogo entre el yo y el otro
sobre lo que nos interesa reflexionar con relación al museo. De esta manera,
diremos que el museo es interacción entre
lo Uno y lo Otro, entre lo que está en un lugar determinado y lo que está en
otra parte, sea visible o invisible, y entre lo disperso y lo coherente.
Sólo baste una rectificación: llamaremos significación,
experiencia semiótica o sentido a lo que se ha dado en asignar
con las expresiones ‘orden simbólico’ (Andreas Huyssen), ‘comunicación
simbólica’ (Norbert Elias), ‘preñez simbólica’ (Ernst Cassirer) y la noción de
símbolo de Charles Sanders Pierce. Dejaremos el concepto de símbolo o
experiencia simbólica para más adelante con la finalidad de describir otros
fenómenos.
El intercambio entre el yo y el otro en el seno del museo se
desarrolla a partir de un acto de enunciación, si se considera al museo, como
lo hace Santos Zunzunegui, en calidad de sujeto
colectivo sintagmático que hace-estar y hace-ser a un discurso determinado
a partir de un proceso de apropiación de unas estructuras semio-narrativas
actualizadas (cf. Zunzunegui, 1990: 43–44 y ss.; Greimas y Courtés, 1991: 79 y
ss.). En este sentido, todos los elementos tangibles o figuras del museo reciben un vertimiento semántico de valor, es
decir, actualizan sentidos que se traducen en una semántica y una sintaxis
narrativas, o mejor, en un relato.
Partiendo de una semiótica sincrética greimasiana que tome en cuenta
la arquitectura, los espacios integrados, los objetos que se exhiben o que
coadyuvan a la exhibición y las personas que viven experiencias en esos
espacios, se hace necesario señalar que el museo, a partir de su competencia
semántico-axiológica, organiza todos sus componentes materiales en un orden
determinado para decir. Pero este decir
no es plano sino profundo, o deberíamos decir esférico, porque si bien
tiene una superficie para que el visitante viva una fruición estética cualquiera o para conocer contenidos de
determinado ámbito humano (científico, artístico, político, etc.), lo dicho, detrás o en el interior de sus
secuencias narrativas, contiene estructuras narrativas subyacentes. Dice
explícita e implícitamente. Y esto es así porque el discurso no es tal sólo por
lo que dice sino por lo que no dice, por dónde, cómo, porqué y para quién lo
dice. El discurso comunica desde sí mismo, desde sus condiciones de enunciación
y desde las fuerzas coercitivas y legitimadoras que lo sujetan o distribuyen (para
la correlación de estas ideas cf. Foucault, 2001). De este modo, entonces, el discurso del museo es un acto social
articulado y complejo que dice desde sí mismo y desde los otros, es decir,
desde los otros discursos que tejen la vida humana.
Y si bien el museo discursiviza, el visitante es quien hace posible
el discurso al reconocerlo como tal y al apropiárselo, sea para seguirlo a pie
de juntillas (tentación de la alienación) o para criticarlo en calidad de
co-emisor (construcción activa del yo), entre otras posibilidades. Para ello,
el visitante o enunciatario debe considerar (consciente o inconscientemente)
que el discurso ofrecido es también la actualización de sus estructuras
semio-narrativas, consideradas éstas como estructuraciones cognoscitivas relevantes
implícitas. Es importante señalar que estas estructuras no son isomórficas, es
decir, no son iguales para el enunciador y para el enunciatario; en caso
contrario, no habría una comunicación efectiva, entendida ésta como el proceso
mediante el cual el museo logra dar a entender su cometido conceptual al
visitante, quien, además, ha podido adquirir una nueva experiencia intelectiva,
afectiva o pragmática. Valga notar que esta unidireccionalidad puede ser
modificada en el momento en que la modalidad expositiva permita que el
visitante, a su vez, interaccione o dé una respuesta concreta a la experiencia
recibida. Sin embargo, muchas de las experiencias expositivas se desarrollan en
una sola dirección, del museo al visitante.
El enunciador se propone modificar la competencia semántica del
enunciatario, conduciéndolo desde un no-saber
a un saber. Para esto, el enunciador
no debe forzar la situación imponiéndole al visitante unas estructuras muy
distantes a él, por lo tanto, debe hacer concesiones. Por otra parte, el
enunciatario tendrá que avanzar en una sintaxis parcialmente conocida,
parcialmente desconocida. Si bien el museo debe
estructurar el relato; el visitante podría
descodificarlo, es decir, leerlo. En este sentido, el museo, como lo afirma
Zunzunegui, es un hacer persuasivo,
es un hacer-ver, en fin, una
manipulación (cf. 1990: 23 y ss.). Aunque esta situación puede, hasta cierto
punto, modificarse a partir de la actitud activa del visitante, primero
exploremos las posibilidades de ese hacer-hacer
o hacer-creer.
El discurso, entendido como una construcción total de significación,
participa de un conjunto de estrategias constreñidoras que posibilitan la
ilusión de una práctica axiológica colectiva aparentemente estable, una vida
social mítica organizada (como la entiende Roland Barthes) y, en consecuencia,
un control sobre los imaginarios. Michel Foucault ha propuesto varias de estas
estrategias (cf. 1970; 2001). Señalémoslas y reflexionemos en torno a sus
implicaciones en el campo museístico.
Una primera estratagema: lo prohibido
como coerción externa sobre los objetos, las situaciones y los enunciadores. En
el campo cultural museal, los objetos exhibidos se ofrecen al visitante después
de una selección. Esta escogencia es una decisión multideterminada: por lo que
el artista ha permitido consultar al equipo del museo o por lo que ha quedado
después de su muerte (selección involuntaria); por lo que considera, por
ejemplo, la directiva de la institución que debe ser el perfil general de la
exposición; por el criterio del curador o equipo curatorial bajo unas
directrices conceptuales y una valoración cognoscitiva y tímica; por los
lineamientos museográficos (exclusión por materiales inadecuados de la obra,
por imposibilidades de instalación y montaje, por espacio insuficiente,
incluso, el orden mismo de las obras es una modalidad selectiva de segundo
orden tan determinante como la aparición u ocultación de una obra); por razones
económicas (seguros, costos de traslados), o por razones ideológicas de carácter
político o moral. La obra ha sido elegida y su presencia dice la ausencia de otras obras, lo cual evidencia una intención
consciente o inconsciente.
Examinemos el caso de la mal llamada Megaexposición (Arte
venezolano del siglo XX), organizada por el Consejo Nacional de la Cultura
e inaugurada en el año en curso en diversos museos de la zona centro-norte del
país, la cual ha aspirado a formular una historia
de las artes visuales venezolanas del siglo XX. Toda historia es una memoria y
toda memoria es selectiva, pero, sobre todo, afectiva. Y, sin duda, los afectos
a una historia mitificada han prevalecido en esta ocasión. Todos aquellos
artistas visuales que podrían reconsiderarse a partir de la oportunidad que
ofrece una retrospectiva de esta magnitud en relación con la calidad formal y
su significatividad cultural, han sido reiterados sin explicación alguna. Esta
panorámica artística pudo ser la coyuntura apropiada para reescribir la
historia del arte visual venezolano del siglo precedente, el momento de la
revisión, reflexión y profundización. En su lugar, se han emplazado en las
salas a aquellos artistas respaldados por la tradición de la crítica estándar,
ahora con un aura mayor, con un silencio mayor. Se trata de la repetición del comentario referida por Foucault, ese ‘ya dicho’ indeterminado,
invisible y hegemónico (cf. 1970: 21 y ss.; 2001: 39–40). A fuerza de iterarlo,
se ha terminado creyéndolo. Un indicio de ese sentido acrítico de la Megaexposición es la carencia de textos
de sala que interpelan a las obras para mostrar una cara nueva de sus
individualidades o de su carácter de conjunto. De este modo, es una historia de
las artes venezolanas, cuya hipótesis o grupo de premisas se desconocen. Es
más: dice que ya ha dicho. Y, sobre todo, no dice por qué dice, ni desde dónde
exactamente lo dice. Parece querer señalar: “Éste es el arte venezolano del
siglo XX. Todo lo demás que se desee saber son intereses menores”. En gran
medida, muchos de los artistas incluidos en la muestra responden a un procedimiento
coercitivo puesto en movimiento por la sola nominación del creador. Así, el
mismo nombre del artista es un polo de agrupación discursiva que reúne un
conjunto de textos implícitos que legitiman, en un movimiento circular y
centrípeto, su propia puesta en escena.
En este orden de ideas, la Megaexposición
afirma un horizonte de cosas, una ‘verdad artística’ y, por ende, una verdad
social. Lo que ha quedado fuera de su perímetro se dice no formar parte del
proceso cultural de un siglo; es, por lo tanto, un puñado de falsedades:
supuestos artistas que nunca se insertaron en la historia por no merecerlo.
Ahora bien, esta aseveración se fundamenta no tanto en una necesidad de verdad,
en un deseo de develamiento de lo desconocido, como en una voluntad de saber
que es también una voluntad de poder. Es, podríamos añadir, una voluntad de figuración, de creación de uno mismo
(como individuo o colectivo) desde un discurso, una separación de sí mismo que permite todos los yoes o nosotros
discursivos que otorgan orden, claridad, carácter de predecible, expansión,
poder, placer.
Con esto queremos señalar que lo importante es el discurso por encima de la verdad. Para muestra de ello, baste pensar en el catálogo de una exposición cualquiera. Si los contenidos implicados atentan contra la valoración evidente o no, usualmente las propias instancias internas del museo actúan para anularlas o contrarrestarlas. Piénsese en las acciones de las gerencias de investigación con relación a los curadores de turno, o en los sistemas de edición (coordinación de ediciones, consejo editorial, correctores (aspecto ortotipográfico), asesores, como los más relevantes). Si bien esta situación no se desarrolla exhaustivamente en todos los casos, está cristalizada en las bases de la institución museística. Esto se debe a un mito anti-tensión que plantea que no es coherente exhibir algo para criticarlo. No se ha comprendido suficientemente que la autocrítica y la ‘interpretación a pesar de’ son vías de fortalecimiento de los museos, opciones de dinamización y ejercicios de franqueza institucional que aligerarían los procesos de canalización, infantilización, demagogia y manipulación ideologizada comunes en la dinámica cultural venezolana.
En este sentido, la museología como disciplina se ha inscrito en un cuerpo teórico que agiliza una y otra vez la mitificación, el aura y el silencio a partir de un discurso o conjunto de ellos ceñidos a las ideas de continuidad, tradición, influencia, evolución, mentalidad, autor y obra (cf. Foucault, 2001: 33–35).
Con esto queremos señalar que lo importante es el discurso por encima de la verdad. Para muestra de ello, baste pensar en el catálogo de una exposición cualquiera. Si los contenidos implicados atentan contra la valoración evidente o no, usualmente las propias instancias internas del museo actúan para anularlas o contrarrestarlas. Piénsese en las acciones de las gerencias de investigación con relación a los curadores de turno, o en los sistemas de edición (coordinación de ediciones, consejo editorial, correctores (aspecto ortotipográfico), asesores, como los más relevantes). Si bien esta situación no se desarrolla exhaustivamente en todos los casos, está cristalizada en las bases de la institución museística. Esto se debe a un mito anti-tensión que plantea que no es coherente exhibir algo para criticarlo. No se ha comprendido suficientemente que la autocrítica y la ‘interpretación a pesar de’ son vías de fortalecimiento de los museos, opciones de dinamización y ejercicios de franqueza institucional que aligerarían los procesos de canalización, infantilización, demagogia y manipulación ideologizada comunes en la dinámica cultural venezolana.
En este sentido, la museología como disciplina se ha inscrito en un cuerpo teórico que agiliza una y otra vez la mitificación, el aura y el silencio a partir de un discurso o conjunto de ellos ceñidos a las ideas de continuidad, tradición, influencia, evolución, mentalidad, autor y obra (cf. Foucault, 2001: 33–35).
Uno de los conceptos mediatizados / mediatizadotes puestos sobre el
tapete por esta disciplina en calidad de estratagema dominante es el término
‘patrimonio’. Al considerarse que el patrimonio visual que resguarda un museo
es la memoria de una colectividad, se evita que el discurso discuta consigo
mismo y se opte por considerar este patrimonio como un “conjunto invalorable de
objetos que es lo mejor de la producción estética o inventiva de la comunidad y
que merece ser conservada, respetada y difundida”. ¿Cómo admitir que no todo lo
que contienen las bóvedas de los museos es lo mejor de la producción de una
colectividad? Y peor aún, ¿cómo explicar a los visitantes —sin desmedro del
museo como institución— que muchas de esas obras contradicen o ponen en tensión
la propia existencia de éstos por desdecir sus valores, por ejemplo, por
propugnar un ateísmo, una anarquía o una apología a la muerte y la violencia?
¿Cómo admitir que ciertas obras se fundamentan precisamente en la negación o
agresión al público mismo, a la comunidad que las sostienen?
Alfredo Almeida |
Piénsese en la exposición Alfredo
Almeida, defensor del pueblo, organizada por la Defensoría del Pueblo e
inaugurada en la Galería de Arte Nacional. ¿Por qué no se
dijo en el discurso de inauguración o en los textos en sala que Alfredo
Almeida, además de ‘apoyar’ lo autóctono del país —asunto discutible— y de
‘amar’ a lo indígena, negro y criollo —asunto más discutible aún—, es también
ateo y que considera que todo lo que hay en el mundo es nacimiento azaroso,
materia sin trascendencia? Obviamente, no convenía evidenciar el ateísmo de un
‘héroe’ en un contexto social y oficialmente católico. En fin, es preferible
omitir antes que incomodar. No por un altruismo museístico, sino por una coherencia
discursiva que confirme la axiología dominante y que siga la línea de la menor
tensión.
Cuando en 1999 se realizó una exposición retrospectiva de este
artista en el Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu titulada Alfredo Almeida: memoria de un hombre,
bitácora de un país (1939–1999), se incluyeron textos de sala que ponían en
evidencia su ateísmo. Fue común la reacción de rechazo por parte del visitante
hacia esos textos y de agrado hacia las obras, expresando desconcierto en la
junción de ambos elementos. Esto prueba dos cosas: 1) que cuando las
estructuras semio-narrativas del visitante difieren más de lo normal con
relación a las del enunciador, se corre el riesgo de producir perplejidad o
zonas de incomunicación, en vez de aprendizaje o incorporación; 2) que por ser
Aragua un estado de fuerte tradición paisajista, cuyos mayores exponentes han
propugnado un paisaje trascendentalista y espiritual-simbólico (Mario Abreu,
Ángel Vivas Arias, Jorge Chacón, Alejandro Ríos, Santiago
Pol, Abel Pereira, José Caldas y Guillermo Coll), se propicia una lectura del mismo orden
aunque los textos de sala lo contradigan. Funciona aquí una suerte de memoria
colectiva como retícula para la lectura de los fenómenos artísticos. Allí está
la batalla museal: entre lo preconcebido y lo innovador.
¿Pero qué o quién ha hecho que ese colectivo fuerce la realidad en
la cuadrícula paisajística de una memoria patrimonial determinada? Sin dudas,
no hay respuesta unívoca, pero habrá que admitir que la educación como enclave formador y articulador de discursos cumple
una función cardinal. ¿Dónde si no en las instituciones de educación formal se
insiste una y otra vez en los gustos artísticos de hace dos o tres siglos, así
como en la glorificación acrítica de las ‘figuras patrias’ y de una historia
política, económica y social determinadas, donde se han efectuado múltiples
omisiones, prohibiciones y establecimientos artificiales de lo verdadero? El
gusto por el paisaje tradicional, por la poesía rimada y la literatura
realista, así como el ensalzamiento a los héroes de la nación como Simón
Bolívar o Guaicaipuro son parte usual de la labor educativa. Aquellos que han
sido formados de esta manera son los que acuden a los museos (en sentido
general, sin contar las deserciones y reacomodamientos ideológicos). Son
aquellos quienes piden celebración y un alto grado de pregnancia no sólo
perceptual sino también conceptual.
El museo y la museología son, asimismo, sociedades de discursos que participan de la “apropiación del
secreto y de la no intercambiabilidad” que propone Foucault (cf. 1970: 34–35). Tras bastidores,
elaboran, a través de instancias y procedimientos diversos, exposiciones que
son aseveraciones, formaciones discursivas que obedecen a ciertas reglas de formación.
Y el visitante se enfrenta a una legitimidad, cuya lógica se le escapa. “¿Por
qué éste y no aquél? o “Si está en el museo es porque algo le verán”. Una vez
que el museo ha cumplido su labor moralizadora nos convence de que es un
servicio que nos ofrece, una caricia o palmada en la espalda en el marco de
nuestras vidas ocupadas y rápidas. No hay que ser desagradecidos.
Esta acción moralizante está articulada a partir de un programa de actuación que hace-hacer y de un programa narrativo en cuanto “modelo de cambio de estado” del
enunciatario (Greimas y Courtés, 1991: 200). Estos cambios de estado se
sustentan parcialmente en los rituales.
Y es que la visita al museo es un acto altamente ritualizado. Foucault entiende
por ritual la cualificación del enunciador en cuanto a sus palabras, gestos y
circunstancias, y los efectos, límites, alcances y singularidades de estos tres
elementos. Sin embargo, hay que indicar que el ritual le pertenece por igual al
enunciador y al enunciatario.
No se trata, en consecuencia, no sólo de las obras, los dispositivos museográficos (iluminación, color, artefactos mecánicos, eléctricos, digitales o manuales, textos de sala, paneles, vitrinas, plataformas, bases, bandejas, rótulos, entre otros elementos), de la sintaxis de las obras en sala, del recorrido, del edificio contenedor, de los discursos de inauguración, del lenguaje quinésico, proxémico y prosódico empleado durante dicho acto de apertura por parte de las autoridades y personalidades presentes, de la vestimenta de los empleados de la institución o de los auxiliares gráficos y de mercadeo como los pendones, volantes, chapas, gorras, guías didácticas o de recorrido al público, sino también de los gestos, palabras, aplausos, vestimenta, códigos quinésicos, prosódicos y proxémicos, recorridos, pausas, silencios, la especificidad de las interacciones focalizadas y no focalizadas, las atenciones e inatenciones del visitante-enunciatario. Foucault no parece circunscribir con precisión la noción de ritual, por lo que consideramos más adecuada la propuesta de Julian Huxley secundada por Erving Goffman e Isaac Joseph. Para Huxley la ritualización es un “modelo de comportamiento adaptativo, desplazado de su función original, rigidizado en cuanto a su forma y transformado en señal o ‘disparador’ dentro de la especie” (Josepth, 1999: 36). De este modo, optamos por concebir al ritual como un comportamiento adaptativo formalizado y, muchas veces, estilizado.
No se trata, en consecuencia, no sólo de las obras, los dispositivos museográficos (iluminación, color, artefactos mecánicos, eléctricos, digitales o manuales, textos de sala, paneles, vitrinas, plataformas, bases, bandejas, rótulos, entre otros elementos), de la sintaxis de las obras en sala, del recorrido, del edificio contenedor, de los discursos de inauguración, del lenguaje quinésico, proxémico y prosódico empleado durante dicho acto de apertura por parte de las autoridades y personalidades presentes, de la vestimenta de los empleados de la institución o de los auxiliares gráficos y de mercadeo como los pendones, volantes, chapas, gorras, guías didácticas o de recorrido al público, sino también de los gestos, palabras, aplausos, vestimenta, códigos quinésicos, prosódicos y proxémicos, recorridos, pausas, silencios, la especificidad de las interacciones focalizadas y no focalizadas, las atenciones e inatenciones del visitante-enunciatario. Foucault no parece circunscribir con precisión la noción de ritual, por lo que consideramos más adecuada la propuesta de Julian Huxley secundada por Erving Goffman e Isaac Joseph. Para Huxley la ritualización es un “modelo de comportamiento adaptativo, desplazado de su función original, rigidizado en cuanto a su forma y transformado en señal o ‘disparador’ dentro de la especie” (Josepth, 1999: 36). De este modo, optamos por concebir al ritual como un comportamiento adaptativo formalizado y, muchas veces, estilizado.
En este sentido, el museo es un campo de constantes ritualizaciones.
La más básica es la inatención de
urbanidad (cf. Ibídem, p. 77 y
ss.), gesto mínimo conformado por una mirada brevísima y discreta de un
visitante a otro para no sólo advertir la presencia del otro, sino para hacer
advertir la propia. A una distancia determinada se efectúa para luego evadir la
mirada como indicador de que el otro no es de especial interés para uno.
En los museos la inatención de urbanidad es fuerte y genera miradas muy breves que evitan interrumpir la ‘comunión con la obra’, la cual está protegida por otro ritual: el silencio. Probablemente heredado del silencio del museo-templo y del museo-tesoro que, a su vez, lo legaron del templo y del santuario religiosos, constituye un mecanismo no sólo de protección de la relación obra-visitante, sino también de veneración, fetichización y aurificación. El silencio dice que no dice. Dice para decir que es indecible lo que la obra es. Es una intimidad colectiva. No obstante, este ritual como cualquier otro, puede verse modificado por condiciones de aparición determinadas. Remitámonos al caso de los espacios expositivos del Museo Jacobo Borges (MUJABO), siempre dinamizados por un fluir sonoro heterogéneo e informal. Otro caso, son ciertas Salas de Extensión del Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu, ubicadas en algunas instituciones como el Hospital Central de Maracay (Galería Rosa Contreras) o la Casa de la Cultura de San Sebastián de los Reyes, por citar casos ilustrativos y poco estudiados.
En los museos la inatención de urbanidad es fuerte y genera miradas muy breves que evitan interrumpir la ‘comunión con la obra’, la cual está protegida por otro ritual: el silencio. Probablemente heredado del silencio del museo-templo y del museo-tesoro que, a su vez, lo legaron del templo y del santuario religiosos, constituye un mecanismo no sólo de protección de la relación obra-visitante, sino también de veneración, fetichización y aurificación. El silencio dice que no dice. Dice para decir que es indecible lo que la obra es. Es una intimidad colectiva. No obstante, este ritual como cualquier otro, puede verse modificado por condiciones de aparición determinadas. Remitámonos al caso de los espacios expositivos del Museo Jacobo Borges (MUJABO), siempre dinamizados por un fluir sonoro heterogéneo e informal. Otro caso, son ciertas Salas de Extensión del Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu, ubicadas en algunas instituciones como el Hospital Central de Maracay (Galería Rosa Contreras) o la Casa de la Cultura de San Sebastián de los Reyes, por citar casos ilustrativos y poco estudiados.
Asimismo, los impecables acomodamientos
espaciales en el fluir de los visitantes que nunca o casi nunca tropiezan
ni generan rupturas de la representación,
ese recorrido organizado y sujeto a arreglos
de visibilidad está respaldado por un ritual quinésico: el caminar lento y
ceremonioso del visitante, comúnmente acompañado del gesto ‘manos en la
espalda’ o ‘manos juntas’. (cf. Ibídem,
p. 37, 55). Por otra parte, leer el rótulo incluso antes que la obra constituye
un ritual nada infrecuente en las salas expositivas. Nos referimos a ese gesto
automatizado que busca conocer lo que es la obra: ir por lo seguro. Ante la
pregunta: “¿Qué es esto?”, el visitante se dispone a dilucidarlo a partir del
nombre del autor, la técnica (sin duda, unidades discursivas nunca homogéneas,
monolíticas e inocentes), la fecha, las dimensiones y el título, el cual, para
su desconcierto es, a veces, un sin
título, o peor, un s/t técnico
(homólogo al s/f) que no logra
traducir. El rótulo, con su tamaño discreto, es una coordenada, sin duda. Pero,
sobre todo, es un ritual de orden cognoscitivo que puede llegar a sustituir en
no pocas ocasiones la experiencia estética o semántica directa.
Un último ritual de todo el reservorio museístico: la adquisición
del catálogo o su sucedáneo. Llevarse el catálogo de la exposición visitada o,
en su defecto, la guía didáctica, de recorrido o informativa; o incluso, un
folleto, un díptico cualquiera, es un rito de aseguramiento de una memoria
futura, es un verse a sí mismo propietario de un recuerdo con pertinencia
social. El texto impreso (bimediano: imagen y texto) es un amuleto apotropaico
contra el olvido, una reproducción a escala menor de una experiencia ya
reificada y más ritualizada aún, pero obligada a una coherencia y una
linealidad tangibles. La multiplicidad experiencial del visitante queda
sintetizada en un recorrido alfabético (imágenes reproducidas alfabéticamente
por apellidos de los artistas) o en modalidades varias (pintura, escultura,
gráfica, dibujo, instalaciones, o bidimensional, tridimensional) o por
períodos, escuelas o movimientos, es decir, segmentaciones ajenas a las
organizaciones vivenciales del enunciatario. El catálogo es, pues, un rito de
persistencia y también un rito de síntesis, que en este caso es lo mismo que de
aligeramiento de la densidad psíquica. Esto convierte a la obtención del texto
impreso en un rito de asunción de un discurso unidireccional. Por eso, Huxley
decía, como ya se indicó, que el ritual era adaptativo: acomodarse al discurso,
repetir el gesto, celebrar que “todo está bien”.
Por todo lo antes expuesto, podríamos denominar a la modalidad
expositiva inscrita mayoritariamente en las estrategias coercitivas, las reglas
de formación y los preceptos ya señalados como discursos fonológicos. Esta designación, inspirada en la propuesta
de Julia Kristeva en relación con la literatura, concibe, según nuestra
extrapolación, un modelo expositivo de corte representacional en el cual el
enunciador asume el papel de Dios o Soberano que imposibilita que el discurso
se mire a sí mismo (reflexión cuestionadora), así como la inclusión del punto
de vista del otro. Tiende, además, a seguir una lógica causal y categorizante
con un sentido trascendental o solemne (cf. Kristeva, 1981: 207 y ss.).
Para visualizar esta modalidad, baste repensar la exposición Maracay: espacio y memoria, organizada
por el Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu en 1996 como un
intento por “reforzar y afianzar el sentido de territorialidad, a partir del
conocimiento de la ciudad como complejidad histórica y vivencial” (Rincón
González, 1996: 2). La muestra se estructuró en cuatro (4) ‘capítulos’:
Cronología, Paisaje, Vida de la Ciudad y Arquitectura e Iconos. Se
seleccionaron objetos como el escritorio, la silla giratoria y el microscopio
que pertenecieron a Henri Pittier, el álbum de recuerdos del beisbolista José
Pérez Colmenarez, el traje de luces de Alternativa y la montera de César Girón,
un conjunto de fotografías de corte taurómaco, elementos de altares famosos, la
silla que perteneció al General Juan Vicente Gómez, así como sus botas y un sin
fin de objetos más que participan de un mismo tono histórico. Por lo arriba
citado, se puede apreciar de manera clara el perfil ideológico del conjunto:
son objetos que ofrecen una imagen de Maracay como ciudad conservacionista y
ajardinada (erróneamente llamada Ciudad Jardín), así como ciudad taurómaca,
católica, beisbolera y núcleo del imaginario gomecista.
Esta historia de Maracay sólo muestra una parcialidad del lado luminoso, incluso, cándido de la urbe —aunque, en realidad, está a medio camino entre el pueblo y la ciudad—. Se ignora la arquitectura reciente (salvo la Torre Sindoni, lo cual no es gratuito) y, por supuesto, el estado deteriorado de la clásica o tradicional. Se empuja a la periferia los autores problemáticos o poco solemnes o dramáticos (por el contrario, se incorpora uno de los más ‘escenificadores’ e ideologizados: Mario Abreu), también a los poetas subversivos o a los capítulos de una historia regional llena de hambruna, traiciones, caprichos, imitaciones acríticas de modelos extranjeros, inseguridad social e incoherencias políticas. La exposición no relató, por ejemplo, que eran más que frecuentes en Maracay y en toda Aragua las epidemias porque el bagazo del añil se pudría, ni que los ‘héroes’ del estado fundaban, re-fundaban y des-fundaban ciudades a su antojo o que el estado cambió caprichosamente de nombre y extensión geográfica múltiples veces por conveniencias políticas o que es un mito harto infantil el supuesto origen del nombre Maracay proveniente del inexistente indio guerrero Maracaya o Maracayo. Toda Aragua es, como lo afirma Harry Almela (2001), un territorio portátil.
Esta historia de Maracay sólo muestra una parcialidad del lado luminoso, incluso, cándido de la urbe —aunque, en realidad, está a medio camino entre el pueblo y la ciudad—. Se ignora la arquitectura reciente (salvo la Torre Sindoni, lo cual no es gratuito) y, por supuesto, el estado deteriorado de la clásica o tradicional. Se empuja a la periferia los autores problemáticos o poco solemnes o dramáticos (por el contrario, se incorpora uno de los más ‘escenificadores’ e ideologizados: Mario Abreu), también a los poetas subversivos o a los capítulos de una historia regional llena de hambruna, traiciones, caprichos, imitaciones acríticas de modelos extranjeros, inseguridad social e incoherencias políticas. La exposición no relató, por ejemplo, que eran más que frecuentes en Maracay y en toda Aragua las epidemias porque el bagazo del añil se pudría, ni que los ‘héroes’ del estado fundaban, re-fundaban y des-fundaban ciudades a su antojo o que el estado cambió caprichosamente de nombre y extensión geográfica múltiples veces por conveniencias políticas o que es un mito harto infantil el supuesto origen del nombre Maracay proveniente del inexistente indio guerrero Maracaya o Maracayo. Toda Aragua es, como lo afirma Harry Almela (2001), un territorio portátil.
Ahora bien, esta exposición invisibiliza la realidad e impone un
solo discurso sólido y fonológico. No se incluye la voz o la imagen del subalterno
y, menos aún, del subversivo. Tampoco de lo abyecto y mísero. Es un discurso
histórico-épico. Sólo los ganadores figuran. Además, los objetos seleccionados
participan de un aura fuerte y está ratificados de manera estándar por la
historia oficial y por el bagaje cultural de la población. No se incluye el
objeto cotidiano, ni el testimonio. Tampoco lo accesorio o periférico. Ese es
el modus operandi del mito: pasar por natural, por obvio, por incuestionable,
por invisible. Aunado a esto, se desplegó una museografía impecable, teatral y
efectivizada (color y luz) que aseguraban la apropiación de determinadas
estructuras semio-narrativas, permitiendo que el visitante siguiera el
‘relato’. Asimismo, la exposición descansaba sobre la categoría de la nostalgia. De esta forma, el futuro se aúpa con imágenes de un pasado enaltecido artificialmente y
hecho de ‘grandes momentos’, según una visión particular y excluyente de lo
grande.
No obstante, existen otras posibilidades expositivas, en cuyas
estructuras, “la escritura lee otra escritura, se lee a sí misma y se construye
en una génesis destructiva” (Kristeva, 1981: 207). Estamos hablando de un discurso dialógico, que también ve con
la mirada del otro. Las miradas del Uno y del Otro convergen en un dialogismo
ajeno a la dialéctica hegeliana. No hay tesis–antítesis–síntesis, no hay una
superación objetivizadora y unidireccional, sino una juntura de los opuestos,
una armonía de los contrarios (cf. Ibídem,
p. 224 y ss). Una primera sub-modalidad del discurso dialógico aplicado al
campo museal es lo que muy tentativamente podemos llamar exposición socrática o exposición mayéutica: aquella donde se confrontan los opuestos o
los diversos puntos de vista sobre un mismo tema (procedimiento de la "sincrisis"). Un ejemplo hipotético sería una exposición donde un grupo de
artistas cualquiera reinterpretan o recrean visualmente un mismo tema o motivo.
Así, las visiones simultáneas no permiten que ninguna solución sea definitiva o
dominante. Un caso de exposición mayéutica más fuerte sería, por ejemplo, enfrentar
en paredes de sala contigüas o equidistantes o paralelas, visiones totalmente
antitéticas de un mismo planteamiento filosófico o moral. Así, la divergencia
espacial sería un indicador de una divergencia conceptual.
Otra sub-modalidad del discurso dialógico es lo que podríamos
denominar —otra vez de manera tentativa— la exposición
menipea: aquella concebida como un acto político trágico y cómico a un
mismo tiempo que incorpora lo periférico, lo insólito, el escándalo y la
excentricidad (en los casos más extremos), así como la interacción constante
del Uno y del Otro. Suele valerse de todas las formas o géneros artísticos y
carece de un sentido solemne y ensalzador. No es poco frecuente el abordaje de
temas como la muerte, la violencia, el sueño, la locura y la ambigüedad. No es
especialmente catártica pero es cognoscitivamente crítica y tímicamente densa.
Dentro de este esquema, son significativas las exposiciones organizadas por el
grupo El Techo de la Ballena durante la década de los sesenta. La exposición
homónima organizada por la Galería de Arte Nacional como retrospectiva de la
labor artística e ideativa de este enclave estético sería, en realidad, la
negación de la exposición menipea al insistir en la continuidad, las
influencias y el desarrollo donde había irregularidad, dispersión e intensidad
creativa. Además, la otredad que
proponía El Techo de la Ballena como grupo ha quedado anulada o, por lo menos,
gravemente mediatizada (vuelta inocua) en la exposición reciente de la GAN.
Fotografía de un segmento de la exposición Extracción de la piedra de la locura, 1996 |
Otro caso parcial pero significativo de esta sub-modalidad podría
ser la instalación Extracción de la
piedra de la locura, de Francisco Xavier Téllez exhibida en 1996 en el
Museo de Bellas Artes. Téllez ha incorporado la mirada del Otro (el loco en sus
registros audiovisuales y dibujísticos, entre otros) en el espacio del Uno (el
museo) y a la mirada de los aceptados (los visitantes estándar). Se conduce al
enunciatario a una confrontación con la “indiferencia, el olvido y
sometimiento” y, por lo tanto, con la fuerza, la agresividad y el castigo (cf.
Noriega, 1997: 164). Y esto es así no con la distancia usual de la exposición
exclusivamente compuesta de representaciones pictóricas o escultóricas, sino
con la cercanía de una vivencia realmente tridimensional, teatral, del psiquiátrico
de Várvula, el cual ha sido ‘transferido’ a la sala. Este ‘fuera de lugar’ es
típico de la exposición menipea. Por otro lado, al ser una instalación,
presenta el carácter sintético (en términos de género o modalidad estética) ya
señalado. Su intencionalidad es evidentemente política —en el sentido amplio
del término—, pero también es relevante su sentido trágico-irónico, así como
grotesco y celebratorio (en relación a esto último, piénsese en el “cumpleaños”
celebrado en sala y en el registro fotográfico realizado). Aquí Téllez ha
disminuido la separación artificial entre razón y locura que apuntala Foucault,
relativizando los términos y las experiencias de cada bando o sector social. La
transferencia de los espacios del psiquiátrico con todos sus implementos al
museo tiene mucho de excéntrico y escandaloso, por ser, en realidad, un gesto
desafiante o interpelador. Aquí no vale la coherencia, la unidad, sino cada
caso clínico, cada historia, cada grito de la pantalla de televisión. Tampoco
cuenta la clarificación y restitución de los límites entre razón y locura, sino
el inter-límite, el borde conceptual-existencial, la frontera porosa.
Otra díada sale al ruedo: la dicotomía arte / vida, cuyos límites
también son permeables y móviles. En este caso, el arte se articula a partir de
vidas, pero de vida de la otredad,
del subalterno. Su carácter trágico y reflexivo en relación con la dignidad
humana entran en tensión con el talante espectacular de la instalación. Este hacer espectacular tiene quizá, en
última instancia, una deuda con la herencia carnavalesca que apunta Kristeva
(1981), la cual es, en nuestro caso, más una dimensión creativa que una
categoría histórica.
En este punto de nuestra reflexión es posible visualizar más
claramente un panorama alternativo tanto para el enunciador como para el
enunciatario. Para el pimero, deslastrarse de los discursos monológicos permite
acceder a un ámbito dinámico de inclusión de los otros y de lo disperso,
conservando un poco más la singularidad de cada elemento y la tensión de las
relaciones entre ellos. Posibilita también una honestidad museal nueva y un rol
interpretativo más real. Por otra parte, el enunciatario tiene la posibilidad
de no asumir cabalmente el discurso ofrecido; puede, en suma, pasar de un hacer-ver perteneciente a un mostrar o
exhibir fuerte a un ver-hacer, lo que
es lo mismo, un ver fuerte, activo, interpretativo, selectivo (cf. Zunzunegui,
1990: 30 y ss). Ya Andreas Huyssen ha planteado que por más que el museo desee
establecer un orden simbólico
(entiéndase un orden de significación o semiótico), el visitante tendrá la
potestad de crear un excedente de sentido,
un plus, en el sentido que le otorga
Paul Ricoeur.
Ampliando estas ideas, podemos aseverar que el visitante puede generar, más allá o al margen del discurso diseñado por el museo, un proceso de simbolización, entendido en sentido panikkariano como una relación vivida con la obra que genera sentidos múltiples de naturaleza no necesariamente verbalizable y cognosicitivo-racional. Este conocimiento simbólico es virtualmente inagotable, y es individual y colectivo, consciente e inconsciente, interior y exterior a un mismo tiempo. Es un umbral o limes donde se desarrolla una memoria activa no sujeta a una lógica racional ni a códigos explícitos. Los sentidos infinitos no le pertenecen a la obra ni ya estaban formados en el visitante, sino que existen o se forman como relación entre ambos elementos. Éste es un espacio no previsible en el programa narrativo ni en el programa de actuación del enunciador. Le pertenece al visitante, no por sí mismo, sino por su relación con una temporalidad irrepetible. Cada nueva visita puede activar experiencias simbólicas diferentes. Esto es lo que haría factible que una memoria no-hegemónica pueda circular libremente en las salas expositivas y en la vida que las rodea.
Ampliando estas ideas, podemos aseverar que el visitante puede generar, más allá o al margen del discurso diseñado por el museo, un proceso de simbolización, entendido en sentido panikkariano como una relación vivida con la obra que genera sentidos múltiples de naturaleza no necesariamente verbalizable y cognosicitivo-racional. Este conocimiento simbólico es virtualmente inagotable, y es individual y colectivo, consciente e inconsciente, interior y exterior a un mismo tiempo. Es un umbral o limes donde se desarrolla una memoria activa no sujeta a una lógica racional ni a códigos explícitos. Los sentidos infinitos no le pertenecen a la obra ni ya estaban formados en el visitante, sino que existen o se forman como relación entre ambos elementos. Éste es un espacio no previsible en el programa narrativo ni en el programa de actuación del enunciador. Le pertenece al visitante, no por sí mismo, sino por su relación con una temporalidad irrepetible. Cada nueva visita puede activar experiencias simbólicas diferentes. Esto es lo que haría factible que una memoria no-hegemónica pueda circular libremente en las salas expositivas y en la vida que las rodea.
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