Símbolos del espíritu: Notas sobre lo trascendente prehispánico

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Alejandro Useche


            No ha existido civilización alguna que no haya albergado el deseo de la trascendencia y la tentación de fijar lo inefable dentro de una estructura religiosa. La religión, al igual que la política, aspira a establecer la dinámica de las relaciones humanas por medio de la ley, determinando una ética y, por lo tanto, un ordenamiento del mundo. Persigue la “felicidad genuina”, aquella fundamentada en la validez universal, y en la compensación de la impotencia del hombre de asegurarse la ‘felicidad’ por medio de la razón o la técnica (Schrecker, 1975: 67-69). El desnivel entre esfuerzo y éxito exige un sentido que no sólo lo justifique sino que lo sobrepase. Esta superación cualitativa de la condición humana, sin embargo, no sólo constituye una necesidad de comprensión, sino también de trascendencia. Las religiones son “verdades esenciales” soterradas, confundidas con las formulaciones culturales, las coyunturas humanas, y la exigencia de la norma (Mester, 2000). Más allá de la religión está la espiritualidad; más allá de la norma, la trascendencia.

            Primero la magia, y después la religión, fueron los ejes organizadores de la dinámica social de las diversas culturas prehispánicas. Antes de acercarse a su arte, su ciencia, su medicina o política, es necesario entender, ante todo, su pensamiento religioso. Dentro del amplísimo territorio centro y suramericano coexistieron diversas civilizaciones, de las cuales apenas nos quedan hilos dispersos que, en su recorrido, no son lineales ni dan respuestas exhaustivas. Por medio de los hallazgos arqueológicos y las crónicas de Indias, así como de lo que ha permanecido de su arquitectura, escultura, pintura, literatura y música, es posible, sin embargo, hacerse una idea de los rasgos esenciales de dichas culturas. De aquellas etnias que poblaron Centro y Suramérica, muchas entraron en contacto y establecieron vínculos estrechos; en ocasiones, se trataba de relaciones amistosas, en otras, no. La guerra fue una de las formas más usuales de contacto en el mundo prehispánico, en la cual la visión del otro estaba mediada ya por la búsqueda de poder ya por sujeción a otro pueblo. Una misma ciudad podía albergar, de manera sucesiva, diferentes culturas; el legado material y cultural de una fungía de base para la siguiente. Es más, aunque no haya habido contacto físico, una comunidad podía, incluso, asumir la memoria de otra, apropiándose de discursos míticos y estéticos ajenos. Es importante señalar que a pesar de que determinadas civilizaciones prehispánicas no parecen haber estado en contacto, conservan una serie de profundas similitudes, analogías que nos impelen a formular un sentido paradigmático común.


Shapono yanomami

            Las presentes líneas no pretenden abarcar las interrelaciones entre todas las civilizaciones prehispánicas; lejos de ello, busca construir, desde fragmentos significativos de las culturas náhuatl (en especial la mexica), maya, inca y yanomami, una imagen coherente de dicho período de nuestra historia. Sin embargo, se hará necesario en algunos momentos hacer referencia a otras culturas prehispánicas anteriores o coetáneas para una mayor comprensión de las relaciones interétnicas.


Ver dual, pensar único. La concepción sagrada del mundo

Mesoamérica

Toda la civilización mexica estuvo fundamentada en una visión dual del mundo. Creían que todo cuanto existía estaba compuesto por dos principios; uno interno, de carácter divino, concebido como corazón o semilla; el otro externo, de conformación matérica pesada y dura, subordinada al ciclo vida-muerte. Aunque el ser individual fenezca, la “semilla” o esencia de la especie no se detiene (López Austin, 2000). La comprensión de la muerte y el renacimiento de la naturaleza significó la posibilidad de la continuidad, de una primera liberación de lo finito. Una reflexión más detenida sobre la “semilla” de las cosas fue la plataforma para una liberación mayor; si “cada especie es, en el fondo, un dios capturado” (Ibídem), el mexica luego se preguntará cuál es su “corazón”, cuál su dios velado.


Monumento astronómico de Tizoc

Pero, ¿cómo se explica esta participación de lo fenoménico con las esencias? El mito mexica El nuevo sol en Teotihuacan esclarece este punto al narrar cómo el dios buboso Nanahuatzin, se sacrificó en la hoguera para salir convertido en Tonatiuh, el sol, y cómo, a pesar de que flotaba en el cielo, no se movía, no seguía su curso. Para ello, el resto de los dioses debió morir (León Portilla,1978: 9-13). La muerte de los dioses significó “la captura de la esencia divina, que queda envuelta en la materia pesada, mortal” (López Austin, 2000). A partir de este momento mítico, la materia lleva en su seno a los dioses. Su captura en lo visible explica, dentro de la mentalidad mexica, no sólo cómo ellos son la ‘esencia’ del mundo manifiesto, sino también la raíz transhumana del hombre. Cada especie animal, vegetal o mineral contenía lo que podríamos llamar una semilla divinal; por esta razón muchos dioses náhuatl poseen una apariencia o atributos de carácter animal o vegetal. El mundo sensible es también un mundo trascendente.



Dios mexica Xochipilli
           
La presencia simultánea de lo sensible y lo oculto viene dada por una concepción sagrada del mundo. La sustancia de los dioses era doble, una combinación de elementos disímiles: uno femenino, oscuro, ctónico, frío, acuático; otro masculino, luminoso, celeste, caliente y seco. Todos las cosas que existen participan en menor o mayor medida de ambos factores. La misma creación del universo está signada por la dualidad. El cielo y el inframundo se habían formado a partir del cuerpo de Cipactli, la diosa con cuerpo de cocodrilo que, al ser tronchada por la mitad, quedó dividida en dos partes: la superior – celeste, masculina – representada por el águila; y otra inferior – terrestre, femenina – simbolizada por el jaguar. La díada águila-jaguar es emblemática de la cultura náhuatl, ya que a partir de ella se representaba la lucha de los contrarios, encarnada en la conformación de los caballeros águila y los caballeros jaguar.[1]



Caballeros águila y caballeros jaguar



Quetzalcóatl:

unificador espiritual de Mesoamérica




Quetzalcóatl o Tezcatlipoca Blanco
Dentro de la cultura náhuatl, Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, constituye uno de los símbolos más ricos y sintetizadores del pensamiento esotérico de esta cultura. Su mismo desarrollo histórico a través de las diversas etnias mesoamericanas, hace de este dios un factor de unión y homogeneidad cultural prehispánicas. Piña Chan es de la opinión de que Quetzalcóatl hunde sus raíces en las primeras representaciones en piedra encontradas en Tlatilco de un “dragón ofidiano-jaguar”, el cual evolucionó hasta las imágenes de serpientes de cascabel con cuerpo alado y pico de ave, y de lagartos con alas y lengua bífida encontradas en La Venta, Chalcatzingo y Oxtotitlán (Piña Chan, 1977: 14, 19). Esta ave-serpiente se integró a la cultura teotihuacana como dios anunciador de las lluvias celestes y regidor de las terrestres, e incluso fue transformándose, paulatinamente, en el Señor del Tiempo, dios contenedor de todos los dioses. Fue apropiándose de los atributos y facultades de otros dioses para así articular el pensamiento mítico de manera más efectiva. Finalmente, el Señor del Tiempo contenía todas las cualidades e ideas que sirvieron para crear al Quetzalcóatl tolteca (Ibídem, pp. 23-24, 28-29). La unidad cultural náhuatl se hace evidente en la evolución de la serpiente emplumada, inclusive su misma formación está relacionada con otras culturas mesoamericanas, en especial con la maya, la cual desarrolló un profundo conocimiento de los cálculos del ciclo venusino, que fue transmitido a la cultura teotihuacana[2] y ésta, a su vez, retransmitió esta información a la civilización tolteca, brezo de Quetzalcóatl, quien encarnaba a Venus en la primera fase de su recorrido por la bóveda celeste. Una vez consolidada la doctrina de Quetzalcóatl en Tula, una serie de sacerdotes-caudillos se encargaron de difundirla por Xochicalco, El Tajín, Castillo de Teayo, Bonampak, Uxmal, Seibal, Chichén Itzá y otras regiones xiues y mayas. Bajo el nombre de Kukulkán (pájaro-serpiente), llega el culto de Quetzalcóatl a Uxmal y a toda la cultura maya. Incluso, diversas modificaciones del culto a la serpiente emplumada producidas en Chichén Itzá retornaron a Tula, así como al resto del Altiplano Central (Ibídem, pp. 44-45, 57). Por ello, Quetzalcóatl significó, más que ninguna otra configuración religiosa, la unidad cultural de Mesoamérica.


Quetzalcóatl, la serpiente emplumada


El jaguar rodeado de lirios
Es importante señalar que antes del culto a Kukulkán (que viene a ser el mismo Quetzalcóatl náhuatl), ya existía dentro de la cultura maya una “serpiente celeste”, contrapartida de la tierra o caimán rodeado de lirios. La relación esotérica entre estos dos principios se encuentra también en la efigie del Quetzalcóatl náhuatl. Es significativo darse cuenta de la similitud en la naturaleza de estas dos culturas. La imposición al culto a la serpiente emplumada infligida por los toltecas a los mayas en el siglo X consiguió una estructura de pensamiento análoga que permitió una continuidad cultural asombrosa. Así como la  ‘serpiente celeste’ implica la misma elevación espiritual y el mismo deseo de unión de los contrarios que Quetzalcóatl, de igual manera, el caimán junto a los lirios indica la misma conjunción de lo uranio y lo ctónico, de la tierra (caimán) y el sol (lirio). Esta realidad esotérica la cultura maya también la expresó por medio de la representación del jaguar rodeado de lirios (“People of the Jaguar”, CMCC, 1997). El cielo está en la tierra; la tierra, en el cielo. Esta enseñanza es de hecho una configuración esotérica universal. Una de sus manifestaciones más importantes es la antigua oración de la Tabla de Esmeralda (Tabula Smaragdina), atribuida hipotéticamente a  de Hermes Trismegisto, que enseña que “...lo que es / inferior es como lo que es superior; / y lo que es superior es como lo que es inferior, / para el cumplimiento de los milagros de una sola cosa” (De Givry, 1985: 100). Esta “operación del Sol” (Ibídem) de Hermes Trismegisto es la misma que la de Quetzalcóatl-Kukulkán o de aquella que se establece en la relación cuatripartita serpiente-cielo / caimán-lirio (o jaguar-lirio).


Kukulkán


Para los toltecas y mexicas, Quetzalcóatl, en su recorrido cósmico, como Nacxitl o Cuatro Pies, hacía su tránsito por el inframundo para salir por occidente como estrella matutina (Venus) o Tlahuizcalpantecuhtli, la cual viajaba por todo el hemisferio masculino del mundo hasta llegar al cenit del cielo, convirtiéndose de este modo en el corazón del cielo. De allí, iniciaba su descenso por el hemisferio femenino del mundo como estrella vespertina o Xólotl (dios-perro) hasta el ocaso. Al volver a entrar al inframundo, repetía ininterrumpidamente su ciclo.


Xólotl, nahual de Quetzalcóatl

El recorrido de Quetzalcóatl por la bóveda celeste y por el inframundo (ruta de todo dios solar) es la representación del ciclo de la vida y de la muerte, una muerte que tiene sentido en cuanto se transforma de nuevo en vida. Esta resurrección, que está relacionada con la muda de piel de la serpiente, se identifica con la Rueda de la Vida y con el Ouroboros gnóstico o ‘serpiente que se muerde la cola’ (Cirlot, 1982: 407-408). Pero, sobre todo, la serpiente emplumada es el símbolo de la “posibilidad de la elevación” (Mester, 2000), del ascenso espiritual, del acto de trascender la materia. Quetzalcóatl, dios solar, es la unión cielo-inframundo, el entronque vida-muerte, materia-espíritu. La doctrina de Quetzalcóatl enseñaba al iniciado a recibir el alma y a aprender a morir, es decir, “a sacrificar su yo perecedero para renacer a una vida regeneradora” (Séjourné, 1975: 77).

La serpiente emplumada era, en fin, la unificación del cosmos, el ‘corazón del mar’ que contenía a un mismo tiempo el ‘océano celeste’ (superior) y al ‘océano de agua’ (inferior), porque “se creía que éstos se unían al final del horizonte, y que estaban cubiertos con mantos de plumas azules y verdes” (Rossell, 2000). Efectivamente, la resolución de la dualidad constituyó el eje sagrado tanto de la cultura náhuatl como de la maya. Los toltecas y mexicas concibieron a Ometéotl, el Señor y la Señora Dos resueltos en un solo ser supremo. De igual manera, los mayas contaban con una Pareja Creadora homóloga (“A Mayan Glossary”, CMCC, 1997).


Máscara de Quetzalcóatl

Quetzalcóatl es el sueño de la trascendencia, la intuición de lo intangible. La serpiente simboliza la energía pura y sola, los bienes superiores ocultos, la “sublimación de la personalidad” (Cirlot, 1982: 407-408). Justamente la doctrina de Quetzalcóatl ostentaba un carácter ascético marcado, y prescribe la vida contemplativa, la oración y la búsqueda de los bienes espirituales. El sacerdote se autoinfligía punzadas e incisiones con huesos de jaguar o púas de maguey: control sobre el cuerpo, descorporeización, “alcanzar la unidad eterna por el desprendimiento y el sacrificio del yo transitorio” (Séjourné, 1975: 69). La doctrina de Quetzalcóatl indica el surgimiento de un ‘nuevo hombre’, tanto así que uno de los mitos adjudicados a esta deidad relata cómo ésta desciende a Mictlán, es decir, al inframundo, para crear al nuevo hombre que habría de habitar la tierra, robándole los huesos de los “ancestros” al “Señor del Reino de la Muerte” y, cómo, acompañado de su doble, Xólotl, Quetzalcóatl muele los “huesos preciosos” en un barreño y echa sobre ellos “su sangre sacada del miembro viril”. De esta unión, surgen los nuevos hombres, los “merecidos” (Ibídem, p. 81). Sin duda, el mito hace referencia al nacimiento del hombre espiritual, aquel que ya no centra su atención en su supervivencia sino en su comunicación con lo trascendente, en su diálogo con el universo. De hecho, no hay que olvidar que los “huesos” representan los ‘espíritus’ que son insuflados con nueva vida con el fuego primordial o energía sexual.  Por ello, Quetzalcóatl, símbolo de superación espiritual, guarda relación con la energía sexual que, como “serpiente ascendida” se eleva por el cuerpo no físico hasta alcanzar los “dones internos”; es un caso parcialmente homólogo al de la serpiente kundalini o energía eléctrica universal que se desenrosca y eleva por los distintos ‘anillos’ (chakras), logrando así la autorrealización del ser (Mester, 2000). Quizá no sea en vano recordar la relación existente entre el fuego y la purificación, la conexión con el calor o la energía primaria (Sartori, 2000); baste tener en mente la transubstanciación que se opera en la cremación de los difuntos: el humo nos recuerda la transición de la materia al espíritu.


Ver cuádruple, ver confiable


Códice de Dresde. Los cuatro puntos cardinales

Volviendo al pensamiento mítico mesoamericano, es de suma importancia comprender la unidad cultural que imperaba en dicho territorio; el aspecto numerológico nos ofrece una prueba fehaciente de esta situación. El número dos, como se puntualizó en un inicio, constituye la plataforma a partir de la cual se levanta el edificio religioso de estas etnias; por esta razón, los múltiplos de dos, en especial el cuatro, desempeñan un papel importante en la formación de su mundo sagrado. Detengámonos en esto un poco más. El cielo y la tierra mayas son cuadrangulares, formando así la “cruz astronómica que apunta hacia los rumbos cardinales” (Girard, 1972: 27). Para los mexicas la tierra estaba compuesta por cuatro zonas diferenciadas (flor tetrapétala) que representaban también los puntos cardinales con sus respectivos colores: norte, negro; sur, azul; este, rojo; y oeste, blanco. La correspondencia cromática maya era diferente: norte, blanco; sur, amarillo; este, rojo; y oeste, negro (Ayala, 1998: 73). Según el Popol Vuh, libro sagrado maya-quiché, cada uno de estos cuadrantes cósmicos contaba con un dios-sol: Tzakol, Bitol, Alom y Cajolom (Girard, 1972: 28). Los mexicas, por su parte, imaginaron esos cuatro sectores regidos por cuatro dioses-columnas, que separaban el cielo de la tierra y servían de “conductos del cosmos”, como árboles huecos por los cuales fluían las energías celeste y subterránea, tanto las positivas como las negativas porque “los dioses de los antiguos nahuas no eran absolutamente buenos ni absolutamente malos” (López Austin, 2000).


Bacabs o Atlantes mayas


Dentro del cosmos náhuatl, constituido por veintidós estratos (22, 2 + 2 = 4), el hábitat del hombre se extiende hasta el cuarto piso del cielo, en sentido ascendente. Según la tradición maya-quiché, el hombre actual, el de maíz, fue el cuarto en ser creado. Ometéotl, la Pareja Divina náhuatl, engendró cuatro hijos-dioses, los cuatro tezcatlipocas: el Tezcatlipoca rojo (Camaxtli), el negro (Moyocoya), el blanco (Quetzalcóatl) y el azul (Huitzilopochtli). A su vez, estos cuatro dioses criaron a los cuatro primeros hombres: Tzutémoc, Itzcóatl, Itzmalin y Tenexxóchitl. Análogamente, en la mitología maya, Tepeu y Gucumatz, los Progenitores, formaron el mundo y los cuatro primeros habitantes de la tierra: Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah y Iqui-Balam (Piña Chan, 1977: 48, 61-62).



Camxtli o Tezcatlipoca Rojo

Tláloc, el dios náhuatl de la lluvia, habita en su “aposento de cuatro cuartos”, donde tiene cuatro barreños grandes con cuatro aguas distintas (Palacios Chávez, 2000a). Para la curación de la gota o de los piquetes de las avispas, los mayas invocaban a Hunuc Can Ahau o Gran-cuatro-ahau y hacen referencia a los elementos naturales (hormigas, ortigas y palos), ciñéndose a las correspondencias esotéricas entre el “símbolo natural”, los cuatro puntos cardinales y sus respectivos colores. El Gran-cuatro-ahau había sido engendrado cuatro veces durante cuatro noches para vivir en el corazón del cielo y en el corazón del inframundo (Cfr. Arzápalo Marín, 2000). Las siete pruebas por las cuales debía pasar el difunto mexica en el inframundo duraban cuatro años; por su lado, los mayas creían que Xibalbá, el mundo subterráneo, estaba organizado por cuatro vías (Séjourné, 1975: 76; Girard, 1972: 157). El mundo mexica había vivido cuatro edades o ‘soles’, de las cuales la quinta es la actual. Cada una de las anteriores ha sido destruida por una catástrofe natural producida por la lucha entre los dioses. El primer ‘sol’ fue destruido por el agua; el segundo, por la tierra; el tercero, por la lluvia de fuego; y el cuarto, por el viento. Según las predicciones mexicas, la era actual será arrasada por los temblores y el fuego del vientre de la tierra en el año 4-ollín (León Portilla, 1978: 7-9). El fin del universo por abrasamiento es una afirmación común a la mayoría de las culturas, desde los Purânas de la India al Apocalipsis, coincidiendo también con la doctrina hermética “para la cual el fuego es el agente de ‘renovación de la naturaleza’ o de la ‘reintegración final’” (Guénon, 2000).


Moyocoya o Tezcatlipoca Negro
Sin duda alguna, las culturas mesoamericanas antiguas vieron al mundo dual, pero lo sabían único; es por ello que la Unidad recorría diversas configuraciones duales en su devenir. Así, los nahuas creían que todos los dioses poseían un doble (nahualismo), y que cada individuo contaba con un doble que lo acompañaba de día y noche, en el sueño y en la vigilia, que seguía existiendo después de la muerte de éste.[3] Este ‘doble’ podía metamorfosearse en animal y manifestarse en la sombra, en el reflejo (del agua, de la cornea), en el eco, en el viento o los remolinos, en los gases intestinales y hasta en el pene (Morin, 1994: 142-144). Los mayas, por su parte, no sólo concebían a sus dioses como entes duales, imaginando la contrapartida para cada uno en el inframundo, sino que también eran entendidos de manera cuádruple: cada dios era cuatro individuos a la vez que representaban los rumbos cardinales (Ayala, 1998: 74).


Tezcatlipoca Azul o Huitzilopochtli

Considerando más detenidamente las cosmologías náhuatl y maya, caemos en cuenta del sentido del número cuatro. Lo que antecede al cuatro es siempre lo preliminar, lo perfectible, el carbón en bruto, los procesos internos de creación. El cuatro indica ya el establecimiento de un orden, la concreción de la energía pura en materia firme. El cuatro está en estrecha relación con los cuatro puntos cardinales que organizan el mundo, de la misma manera en que los cuatro ríos del Árbol de la Vida del Edén bíblico marcaban las coordenadas del cosmos (cfr.: Cirlot, 1982: 211). Este número guarda relación con el cuadrado y el cubo, es el principio creador más la unidad (3 + 1 = 4) y, por ende, encarna la seguridad y la estabilidad (Mester, 2000). Según la Angeología, los arcángeles se encargan de “equilibrar las fuerzas espirituales y sustanciales [...] guardando los cuatro puntos cardinales” (Weichers, 2000). El piso del templo masónico está diseñado a semejanza del cosmos, ostentando así un cuadriculado en donde se alternan el blanco y el negro (Merino, 2000). En el Tarot la carta número cuatro es el Emperador que está sentado en su trono. El trono es el principio del poder, del control sobre las fuerzas naturales una vez adquirido el dominio de sí mismo (Mester, 2000). Cuatro es el número material, el número de lo práctico y confiable, el que encarna a quien puede organizarse a sí mismo y a los demás. Este número, en el mundo prehispánico, marca el establecimiento de una era, la creación del hombre ‘civilizado’ y de los dioses, los actos creativos en los relatos míticos, las acciones de los dioses, la creación de centros urbanos, en fin, la suma del cosmos.




Pirámide de Kukulcán


El hombre, corazón del cosmos



Evolución del quincunce

Se hace necesario sacar a colación una última consideración en torno a Quetzalcóatl: el quincunce. Este emblema del dios de la vida y el alimento está formado por cuatro puntos unificados en un centro, lo que vendría a significar el sitio de encuentro de los opuestos. Este centro, signado por el número cinco, es el hombre mismo, encarnación del equilibrio de todas las fuerzas naturales y sobrenaturales. La Piedra del Sol o Calendario Azteca, realizada en basalto olivino y encontrada en Tenochtitlan, muestra cuatro cuadretes enmarcando la cara del sol, que representan las cuatro edades cosmogónicas ya acaecidas, y la quinta edad, respectivamente. Esta representación es el quincunce mismo porque las cuatro edades son también los cuatro puntos cardinales, y no hay que olvidar que la quinta edad es el hombre actual, el hombre como centro del universo, como zona indiferenciada donde convergen el cielo y el inframundo. El quincunce o Cruz de Quetzalcóatl nos indica que, una vez que un cierto orden social se ha establecido (número 4), el hombre dirige su mirada a los dioses ya no con el fin de subsistir (piénsese en el antiguo Dios del Fuego mexica, Huehuetéotl; o en Chac, el dios maya de la lluvia) sino con la intención de comprender, a través del diálogo con lo trascendente, su posición en el universo (número 5). Hablar con los dioses no sólo es verse a sí mismo sino ver a través de sí mismo, más allá del yo obvio. Se trata del misterio mismo. La Ley del Centro es la Ley de la Trascendencia.



Piedra del Sol

El número cinco representa al hombre con sus cinco sentidos, los cuatro miembros regidos por la cabeza, de la misma manera en que el pulgar domina los cuatro dedos (Cirlot, 1982: 330). La Alquimia considera al éter el quinto elemento por contener “todas las cualidades en el estado de indiferenciación y de equilibrio perfecto” (Guénon, 2000). Recuérdese que en el centro del quincunce está el hombre como “árbol hueco” por el que fluye el tiempo y las distintas energías del mundo. El hombre es la “ceiba blanca” que los mayas imaginaban en la conjunción de los cuatro cuadrantes cósmicos. En este sentido, el hombre es un ser indiferenciado que participa de todas las otredades: microcosmos que repite en cada gesto al macrocosmos. El ser humano, aunque parezca contradictorio, es la neutralidad activa que introyecta el mundo para luego irrumpir en él.




Los Andes: los Incas

           
            Al igual que las culturas mesoamericanas antiguas, los Incas -–el Imperio prehispánico andino más importante antes de la conquista-- basaban su pensamiento religioso en la dualidad. Aunque en varios sentidos la simbología y mitología incas parecen más austeras, conservan el sentido esencial de la dualidad común a casi todas las civilizaciones prehispánicas. El dualismo incaico se remonta a la civilización chavín, cuna de la cultura prehispánica andina, en cuyo pensamiento mítico llegó a venerarse al Dios de las Varas, quien reunía en sí mismo los rasgos del jaguar, el cóndor, la serpiente y el caimán (“Religión”, 2000). La dualidad incaica más relevante sea quizás aquella que comporta la unión cielo-tierra. El mundo estaba compuesto por tres planos: Hana Pacha, el mundo de arriba; Kay Pacha, el mundo de aquí; y Ucu Pacha o Urin Pacha, el mundo de abajo. Wiraqocha es la divinidad celeste con claros signos solares, y Pachamama es la Madre Tierra, habitante del inframundo y del interior de las montañas. La interrelación entre ambos resuelve la dualidad cielo-inframundo. Resultado de esta conjunción es Kay Pacha, la superficie de la tierra, hábitat del hombre. La comunicación de ambos polos se da por el rayo, el trueno, el arcoiris, la serpiente, y el sacerdote mismo, médium de lo trascendente (Wing Yip, 2000).[4]



El Dios de las Varas, base del posterior
Viraqocha

            Otros seres míticos se encargaban de comunicar el inframundo con el cielo. Entre ellos, Yakumama, la Madre Agua, viajaba por el inframundo como agua subterránea para luego aparecer en calidad de río en la superficie terrestre. Al pasar al mundo celeste como Illapa, era el trueno, el rayo y el relámpago (Ashley-Britt H. y Min A., 1999), comunicando así los tres planos cósmicos. La serpiente Sach’amama, la Madre Árbol, tenía dos cabezas y se deslizaba lentamente en sentido vertical hasta llegar a la esfera celeste, donde se transformaba en K’uychi, el arcoiris, dios que guarda estrecha relación con la fecundidad (Ibídem). La similitud entre Sach’amama y Quetzalcóatl es evidente, aunque exotéricamente poseen las diferencias esperables.



Viracocha

            Para los Incas el mundo fenoménico es también un mundo trascendente, donde los ríos, montañas, animales y riscos están habitados por entidades espirituales llamadas Pakarinas. Los sacerdotes incaicos ofrecían sus “despachos” o “pagos” a los dioses. Estas ofrendas consistían en la unión de tres tipos de hojas de coca: las hojas largas, que representaban a las deidades masculinas; las medianas y redondas, emblemas de las deidades femeninas; y las más pequeñas, que simbolizan a la humanidad (Ibídem). El ritual y la ofrenda actualizan la unidad de los tres planos cósmicos, que pueden ser entendidos como espacio multigeométrico (cuerpo físico o aspecto personal del Espacio), espacio multimolecular (cuerpo emocional o Ego del Espacio) y espacio multidimensional (mente o Mónada del Espacio), que representan los tres niveles del universo y del hombre simultáneamente (Beltrán Anglada, 1987). El mismo Inca o Emperador, como representante de los dioses en la tierra, era capaz de fungir de entronque entre el arriba y el abajo.



Obra del artista Pablo Amaringo que representa a Yakumama

            La palabra clave dentro de la cosmogonía incaica es Kai, que significa aquí y ahora: la unidad tiempo-espacio era clara para la cultura Inca. Pero, además de Kai, estaban Quipa, que significa atrás-futuro; y Ñaupa (delante-pasado) (Macera, 1999). Nótese que estos vocablos designan conceptos espaciales y temporales a la vez, y que lo que está atrás sirve para denominar el futuro, así como el pasado está enunciado por lo que está delante. Es que el futuro está viniendo desde el pasado para entrar en el presente, y el pasado se está yendo, empujado por lo que viene. El futuro está en el pasado; el pasado, en el futuro. Todo lo que va a venir (adelante), ya venía (atrás), y al llegar, pasa, quedando como proyección holográfica de lo que está por venir, formando así un círculo vital.



Máscara de Inti

            La misma sociedad estaba estamentada a semejanza del cosmos; por ejemplo, el Cuzco estaba dividido en tres espacios urbanísticos distintos: la Collana, donde habitaban los conquistadores incas; el Payan, donde vivía la población vencida; y el Cayao, donde moraban grupos mixtos de servidores (Ibídem). Asimismo, la arquitectura de Machu Picchu

refleja las tres capas de la sociedad: a un lado, están las casas de la nobleza; al otro, más allá de la plaza central, los distritos de los eruditos y artesanos; debajo, al sur, están las casas y las terrazas de los agricultores, sus almacenes y cobertizos. Juntos forman un todo que refleja la cosmología inca de los opuestos complementarios. (Verkerk y Stafleu, 2000)

            Además, al este de la ciudad de Machu Picchu, está la roca funeraria compuesta por tres ‘etapas’: la primera, para el cielo, morada de los dioses; la segunda, para la tierra, casa del hombre; y la tercera, para el mundo subterráneo, la región de los muertos (Ibídem). La unión cielo-inframundo traduce un dualismo dinámico en donde los polos son “iguales en naturaleza, [...] [aunque] diferente[s] en grado” (Ruiz citado por Fernando unicornio_@mx3.redestb.es, 1998). El recorrido por los tres estratos cósmicos realizado por Wiraqocha y la Pachamama, nos habla de una misma realidad (o unidad) que en su movimiento asume manifestaciones diversas.


Templo de Viraqocha en Calca

            Wiraqocha luego fue desplazado por Inti, el Sol. Aquél, creador del mundo y de los hombres, queda en calidad de deus otiosus, por la ascensión de Inti en el panteón inca. El cambio viene dado por la preferencia en un dios que no perteneciera a los vencidos tiahuanacos,  sino uno que se remontara a los antepasados del grupo social dominante. Sin embargo, se le seguía rindiendo culto familiar a Wiraqocha “porque al Sol ‘le pedían’, pero a Huiracocha ‘le suplicaban’” (Del Busto, 1999). Es importante señalar que Inti y Wiraqocha son dioses complementarios y que, a partir de cierto momento, el primero se vincula a “lo de Arriba, el ciclo, el fuego, la Sierra”; y al segundo, con “lo de Abajo, la tierra, el agua, la Costa” (Wachtel, 1971). Esta complementariedad se expresa también bajo la simbiosis de la díada de los caballeros-halcón y de los caballeros-puma, la cual tiene su homóloga náhuatl.


Las tres zonas cósmicas según el pensamiento incaico
           
            El sol incaico, al igual que el mexica, sintetiza la unión cielo-inframundo. Ello queda ejemplificado en la imagen del sol que Pachacutec, uno de los Incas del Imperio, contempló en una “tabla de cristal”: un ser de cuya cabeza – con orejeras de Inca – salían tres rayos de sol. Tenía una cabeza de león entre las piernas, y un león en la espalda, donde una culebra se extendía. Asimismo, tenía culebras enroscadas en los brazos (Hernández; Lemlij y otros, 1987: 46). Esta visión, relatada por Cristóbal de Molina, muestra una imagen total del sol que explicitaba su relación con el inframundo. Por ello, Inti no sólo es sol (ente celeste), sino serpiente (fuerza ctónica), e incluso león (tierra u hombre como fuerza conquistadora). El hombre es la resolución de la dualidad Inti-Pachamama, el enclave donde el universo se nombra y se actualiza.



Machu Picchu

            También para los Incas la cuatripartición era un concepto organizativo de suma importancia. El Sol, como se aprecia en la versión de Molina, está compuesto por dos leones y dos serpientes, y el propio mito sobre los orígenes del Cuzco, el de los hermanos Ayar, está fundamentado en este principio. El mito narra cómo los cuatro hermanos Ayar Cachi, Ayar Uchu, Ayar Auca y Ayar Manco, acompañados por sus cuatro hermanas Mama Guaco, Mama Cura, Mama Ragua y Mama Ocllo salieron de la cueva Pacaritambo con la finalidad de buscar tierras fértiles. Es interesante constatar cómo las cuatro parejas de hermanos van estableciéndose en diferentes áreas geográficas fundando asentamientos poblacionales, hasta que Ayar Manco y Mama Ocllo se establecen en lo que vendría a ser luego el Cuzco, el centro del Imperio Inca. Nuevamente, el cuatro – y, por supuesto, su duplicación, el ocho – vienen a significar la instauración del orden, de las coordenadas político-sociales. Este sentido legitimador del orden se aprecia en la ceremonia del acceso al poder, en la cual el futuro Inca debe vestir, en diferentes momentos del protocolo, cuatro vestidos – tejidos en un mismo día por su madre y hermanas – que “alegorizan el primitivo grupo que fundó el ‘Imperio’” (Ibídem, p. 11), y por mimetismo, la solidez del mandato del nuevo Inca. El orden social se instituye con la evocación del pasado primigenio, y éste se corporeiza en cada acto del presente-futuro. El tiempo, como Inti el Sol, recorre el mundo en círculo, uniendo el universo hasta volverlo un curvo espejo de agua para mirarse.


Amazonas: los Yanomamis

 

   
         Los Yanomamis son la tribu más extensa de la cuenca amazónica – aproximadamente 22.500 habitantes entre Venezuela y Brasil – y constituye una de las etnias que no ha sufrido contacto con el mundo occidental hasta época reciente. La cosmovisión yanomami, al igual que la de toda la América Nuclear, está regida por la dualidad. Aunque similar en sus aspectos esenciales, mantiene diferencias exotéricas importantes y ostenta un dinamismo mucho más acentuado en comparación con los dualismos de las culturas inca y náhuatl. Veamos esto más de cerca. Los yanomamis creen que el cosmos está compuesto por cuatro capas: la primera, duku kä misi, es el estrato prístino, tierno, del cual todo se origina, y cuya influencia en la vida cotidiana de esta etnia es más bien vaga; la segunda, hedu kä misi, es un estrato de carácter celeste que se divide en dos superficies, como un ‘plato cósmico’, una superior y otra inferior: en la primera, invisible al hombre, habita su contraparte o doble, quien realiza las mismas actividades de éste; la segunda, es el cielo visible para el hombre, donde los planetas y los astros siguen su curso. La tercera o hei kä misi es donde habita el hombre actual, variante del yanomami primigenio, y por tanto hablante de una lengua ‘pervertida’ u ‘oblicua’. Por último, la cuarta capa o heita bebi, lugar casi estéril donde vive una variante caníbal del yanomami. Estos yanomamis del inframundo envían sus espíritus a la superficie (hei kä misi) para capturar el alma de los niños, bajar su cuerpos y comérselos (Reindl; Chrisman y LaFleur, 1999).



Cuatro zonas cósimcas según
el pensamiento yanomami

            Una vez más, el cuatro establece el orden cósmico e indica la manera manifiesta en que la unidad divina se expresa. La primera capa es el principio creador, innombrable, que no puede ser descrito porque es misterio mismo. El misterio no tiene como fin su revelación, es, por el contrario, para nutrirse de él, para trascender. La segunda capa es de naturaleza doble, representa lo oculto y lo tangible; en ella el mundo fenoménico (los astros) está animado por el espíritu (los muertos, los dobles). Todo hombre es dos individuos a la vez: él y su doble, y no sólo el hombre sino la naturaleza entera. En este punto la similitud con la cultura náhuatl es indudable.


Omawe Yoawe (2013), por el artista yanomami
venezolano Sheroanawë Hakihiiwë
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            El yanomami también posee un doble subterráneo en el heita bebi; es su doble ctónico, su otro oscuro, caníbal. Parece representar una etapa antropófaga anterior con la cual el chamán establece combate abierto. Las capas segunda, tercera y cuarta están íntimamente comunicadas, el misterio se desplaza de una a otra como un hedu o ‘rama cósmica’ que se desprende del duku misi hasta llegar al mundo subterráneo.




Este orden cósmico cuatripartito es el resultado de sucesivas catástrofes naturales, entre ellas, la caída del cielo y el diluvio. Después de estos desastres, se estableció el orden dual del mundo, la díada urihi-yahi que es el principio dinámico creador autosustentado (Woznicki, 1996). El cielo y el inframundo están unidos dinámicamente por un principio de transformación del universo. El hombre participa de los poderes naturales y sobrenaturales por una disposición innata de auto-transformación que lo hace entrar en contacto con todas las fuerzas del cosmos. El hombre es la síntesis de lo visible y lo invisible, el reflejo de los Hermanos Demiurgos, Omawe y Yoawe, los caminos positivo y negativo, respectivamente. El ser humano es el canal por el que el universo ve y es visto. Por ello es que el hombre yanomami no sólo está en estrecha relación con los animales sino que puede ser esos mismos animales. La mutación animal es posible porque el mundo es en realidad uno solo, un sistema unitario trascendente.


Shapono (2012), del artista yanomami
                venezolano Sheroanawë Hakihiiwë.

El dios yanomami, ubicado entre el tiempo y el espacio, se ‘astilla a sí mismo’ en atributos opuestos que conforman el mundo (Ibídem). La cosmología yanomami es la más claramente dinámica de todas las expuestas hasta el momento. El Principio Rector está en perpetuo cambio, no se detiene, y asume infinitas formas dobles que hilan el mundo visible e invisible. El día y la noche es un solo proceso de auto-mutación de forma espectral y de carácter mutuo, donde se establece la armonía urihi-yahi, plataforma esotérica de todo el mundo yanomami. Sin embargo, el mantenimiento del equilibrio es un asunto frágil para esta etnia, la cual, al igual que la mexica, prevé un final catastrófico del mundo: la caída final del cielo. El mundo fenoménico es un mundo perecedero, porque el universo debe seguir renovándose.


Amahiri. Ser extraordinario que vive bajo el suelo (2013),
                 del artista yanomami venezolano Sheroanawë Hakihiiwë.

La díada vida-muerte constituye un claro ejemplo de la dualidad yanomami. No sólo por la clara circularidad de los conceptos, sino por la estrecha comunión que existe entre la tribu y sus muertos. Se establece una simbiosis profunda entre estas dos realidades: el diálogo con los muertos es constante. Un mes después de la muerte de cualquier miembro de la tribu, ésta lleva a efecto una “comida funeraria”, en la cual los parientes de la persona fallecida consumen una sopa contentiva de plátanos y los huesos molidos del muerto. Este consumo de los restos del muerto simboliza la incorporación de éste al cuerpo de los parientes. Consumir al muerto es incorporarlo, hacerlo uno mismo, por ende, volverlo inofensivo. Se es lo que se come. Por ello, el vivo adquiere las cualidades del muerto, despojándolo del peligro que éste podía ostentar.




La sopa ritual también permitía el paso exitoso de la muerte a la otra vida de aquel que ha fallecido. Se trataba, por lo tanto, de un rito de pasaje, en el cual el primer mes posterior a la muerte constituía para el difunto una suerte de no-estructura la cual, gracias al llanto de los familiares y al rito de la “comida funeraria”, se transformaba de nuevo en vida: la muerte sólo puede dar más vida porque la vida lleva adentro el cadáver del universo.

El arte como símbolo iniciático


            El arte prehispánico es esencialmente un arte sagrado porque instaura en el mundo cotidiano (universo primario) la presencia del tiempo divino y las formas mistéricas emergentes de lo intangible (universo secundario). Las “formas religiosas”, aunque basadas en la realidad común, proponen categorías y configuraciones que no cuentan con un equivalente especular en nuestra realidad inmediata. Por ello, el mundo es una “estructura saliente”,  profundamente dual, visto que la relación entre el mundo actual y el mundo trascendente no es isomórfica sino diferencial (cfr. Pavel, 1995: 74). La realidad ultraterrena “emerge” en la terrena dando entrada a esa otra realidad que es esta misma realidad. Esta apertura en nuestro entorno por donde entran y salen las formas del supramundo, es posible por el “juego existencialmente creador” del hombre, porque es éste y no otro el que invoca el tiempo primigenio y las fuerzas del cosmos, quien busca el diálogo con los dioses, con la palabra o con la creación de templos piramidales, santuarios, estelas, figurillas sagradas, instrumentos rituales. Es el hombre quien ha deseado “amarrar el sol” desde la piedra incaica Intihuatana en Machu Picchu; quien ha pretendido darle vida a este astro con su propia sangre vertida sobre la Piedra Votiva de Tizoc en Tenochtitlan; quien ha insistido en leer el cielo y descorrerlo desde el Templo de las Inscripciones en Palenque; quien, ayudado por el mortero ritual, ha deseado pulverizar los huesos del difunto para poder materializar el alma. Es el hombre quien clama por la intervención de los dioses, quien asume la articulación de este y del otro mundo, quien desea despojarse de la materia y trascender el mundo de los sentidos. En definitiva, es el hombre quien afirma que esa escultura es Quetzalcóatl, y aquella Chac, quien asevera que en ese río o en esa montaña verdaderamente habita una Pakarina. Y es que ese es y no es Quetzalcóatl, así como determinada escultura es y no es Cristo.



Máscara cerámica de perro humanoide
con los Ojos de Búho del dios Tláloc

            El arte prehispánico impone el tiempo mítico, ese que vuelve sobre sí mismo, repitiendo las cosas tal como fueron hechas antes del principio de los tiempos. El sacerdote se vale del símbolo religioso, cuya naturaleza es iniciática, para restaurar la “verdad” y establecer el orden. Las ciudades son entes reconstructores de la memoria divina, a partir de la cual se elabora el orden social, proceso que podemos denominar calco normativo, porque no es otra la función que cumplen las estelas mayas, el Templo de Quetzalcóatl en Teotihuacan, el palo emplumado yanomami, o el Templo de Viraqocha en Cacha. El símbolo es la voz del sacerdote, la iniciación del hombre común.



Coatlicue, diosa madre o diosa tierra mexica

            Los olmecas, propulsores del despliegue cultural de las altas civilizaciones mesoamericanas, llegaron a desarrollar un arte cerámico refinado que ostenta realismo y una espiritualidad emergente. Ya desde los tiempos olmecas, las esculturas poseían un profundo sentido simbólico; baste recordar las figuras de hombres-jaguar encontradas en Atlihuayan, Morelos, por ser éstas emblemáticas de la relación totémica hombre-jaguar tan importante para esta cultura. El rostro, solemne, muestra rasgos gruesos y unos ojos cerrados sobre los cuales descansan las cejas de jaguar. Sobre su espalda recae la piel de este animal, llena de cruces, cuyas garras reposan sobre los hombros y rodillas del hombre. Éste, sentado y absorto, no es exactamente que esté disfrazado de jaguar, sino que es el jaguar mismo. Algo similar ocurre con la Reina de Uxmal, escultura maya que muestra, aunque más estilizadamente, un rostro que emerge de la cabeza de una serpiente. El arte, por esta razón, es la puesta en escena de la transformación del mundo. O de su unificación, aún reuniendo los elementos fenoménicamente más disímiles; por ejemplo, la figura cerámica del ‘dragón ofidiano-jaguar’ encontrada en Tlatilco encarna la fusión de la serpiente acuática y del jaguar, pero sobre todo, constituye la unión de la tierra, el agua y el fuego. Este monstruo de barro nos recuerda la interpenetración de los diferentes órdenes del mundo. El arte sintetiza, reanuda.


Hombre jaguar olmeca

            Las ciudades no sólo son las coordenadas cotidianas del hombre, éstas también se encargan de establecer los ejes divinos: canalizan el ojo del hombre, moldean la pisada de quien recorre sus calles. Teotihuacan fue la Ciudad de los Dioses, aquella de la cual nació el Quinto Sol, pero, sobre todo, fue la que mostró la monumentalidad que habría de ser común a casi todas las altas culturas prehispánicas. Teotihuacan es la primera gran ciudad mesoamericana, cuidadosamente planificada, donde todos los edificios, ceremoniales o no, obedecen a un orden preestablecido. El eje principal se desarrolla de norte a sur bajo el nombre de Calle de los Muertos, cuyo recorrido está interceptado por una avenida que se despliega de este a oeste, al nivel del Templo de Quetzalcóatl. En el centro de la ciudad están los edificios sagrados (templos y casas de sacerdotes); alrededor de ellos, los palacios; después, las casas de los trabajadores especializados; y, por último, en la periferia, las chozas de los agricultores (Bernal, 1982: 79).



Reina de Uxmal. Arte maya

Es evidente que Teotihuacan estaba articulada desde la religión, axioma prístino de todas las manifestaciones superestructurales del hombre prehispánico. El Templo de la Luna y el Templo del Sol teotihuacanos comportan una monumentalidad que logró echar raíces en las culturas subsiguientes. La razón de esta monumentalidad reside en que la ciudad estaba hecha para los ojos de los dioses. A ellos se les pedía lluvia, alimento, fecundidad; a ellos, se les rogaba que intervinieran en la hostil realidad material: es indispensable, por ende, captar su atención, acercarse a ellos. La arquitectura mesoamericana aprovecha las particularidades topográficas; así, los templos suelen ubicarse sobre levantamientos o colinas, sirviéndose del simbolismo de la altura para constituir verdaderos centros cósmicos, entronques entre la tierra y el cielo. Los templos mesoamericanos representan el esfuerzo del hombre por acercarse a la divinidad, por confirmar visualmente el ascenso espiritual, detenido en piedra. El templo es el centro del mundo, la perífrasis de la montaña, es el empeño en petrificar – literalmente – el dinámico enlace entre el hombre y el cosmos. Detener, embalsamar la unión con lo divino, suspender el mundo para que éste no nos sorprenda. A la pregunta de Barthes de “¿Por qué durar es mejor que arder?” (1990: 31), el hombre prehispánico responde que arder no garantiza el orden, y como el hombre no es capaz de mantenerse idéntico a sí mismo, recurre al tiempo primigenio y se entrega al calco del primer gesto. ¿Y no es eso lo que, de una u otra forma, pretendió instaurar el Gran Templo de Tenochtitlan o el Templo de los Guerreros en Chichén Itzá o los atlantes mayas y mexicas que llevaban en su pecho el quincunce o la mariposa guerrera? ¿Qué nos dicen estos atlantes? Con su tocado de plumas de águilas y sus sandalias de serpientes emplumadas, nos confirman que el cielo y el mundo subterráneo están eternamente unidos. Tampoco es que los atlantes levantaron el cielo de la tierra, sino que aún lo levantan.


Teotihuacan

Las culturas mayas y nahuas desarrollaron, en líneas generales, un arte monumental – no sólo en la arquitectura, si no piénsese en los frescos de Bonampak, en las cabezas olmecas, o en la Coatlicue mexica -; no así los Incas desarrollaron un arte más bien funcional y pragmático que perseguía la durabilidad, trabajando la roca volcánica en grandes muros poligonales o con la técnica de la pirca [5] (Pano Garcia, 1998: 43). A pesar de la monumentalidad de Machu Picchu, ésta fue concebida como una “llacta”, es decir, como un asentamiento para controlar y administrar la economía de las diferentes regiones conquistadas”, y sobre todo, como “refugio y morada de lo más selecto de la aristocracia en caso de un sorpresivo ataque” (Tavera, 1999d).


Máscara maya de jade

El arte prehispánico se valía del símbolo para ejercer una influencia más efectiva sobre el individuo común. Una misma pieza – escultórica, pictórica, arquitectónica – posee varios sentidos, y su funcionamiento cabal radica en la acción simultánea de los mismos. Pongamos como ejemplo la estela mexica que muestra a los emperadores Tizoc y Ahuizotl llevando a efecto el sacrificio solar en el día 1 caña del año 8 caña (1487): comporta un sentido literal, es decir, los hermanos Tizoc y Ahuizotl en el plano superior de la estela se sangran las orejas con un punzón; la sangre vertida se concentra en la piedra votiva. En el plano inferior, se señala la fecha 8 acatl en escritura glífica. Sin embargo, el hecho histórico tiene también un sentido espiritual: así como los dioses se sacrificaron para darle movimiento al Sol, de la misma manera “nosotros” debemos ofrecer nuestra sangre, para que el astro aún esté vivo en el futuro. Es un sentido espiritual triple: las acciones del pasado (sentido tipológico) determinan nuestras acciones presentes (sentido moral), las cuales tienen una razón trascendente, futura, que busca fundarse en la eternidad (sentido anagógico). Todo el arte prehispánico apunta, de una manera u otra, a la actualización de esta doctrina inmóvil.

El arte nahuatl, maya, inca y yanomami nos legitiman constantemente el orden del cosmos, porque “representar o decir una cosa ya es hacerla existir” (Todorov, 1993: 337). Las esculturas, estelas, figurillas o templos piramidales son, en última instancia, la “roca interior” (Planchart Licea, 1996: 38), la estructura mandálica del corazón del hombre o del universo, que vienen a ser lo mismo. El arte de estas civilizaciones expresó reiteradamente la concepción dualista del mundo que éstas habían desarrollado. Abundaron las figuras duales con dos rostros o dos cabezas. Algunas muestran dos cuerpos semiunidos como si fueran siameses. Máscaras que exhiben la mitad de un rostro vivo y la otra mitad descarnado, pertenecientes al Período Preclásico (2500 a.C – 100 d.C) fueron halladas en Tlatilco, México. De manera similar, la Cabeza de Soyaltepec, encontrada en Oaxaca, simboliza la dualidad vida-muerte por medio de una mueca mitad carne, mitad hueso (cfr. Matos Moctezuma, 2000). En Tenochtitlan se encontró una almena con dos cabezas de serpiente tallada con suma sencillez, reduciendo los atributos del animal a figuras geométricas: rectángulos, círculos, semicírculos y triángulos. Asimismo, dos cabezas de serpiente contrapuestas salen del cuello de Coatlicue, la diosa mexica de la Tierra, madre de Huitzilopochtli. Esta magnífica escultura sintetiza la ambivalencia propia de la tierra: creadora y destructora a un mismo tiempo. En su pecho se abre un quincunce compuesto por cuatro manos abiertas como dando a luz; no obstante, este gesto de entrega trae consigo, en la zona inferior subsiguiente, el rostro de una calvera. La vida y la muerte son dos puntos equidistantes que forman un círculo que está en constante movimiento. Donde aparece la vida, está la muerte, y lo inverso también porque cada entierro es un útero. La dualidad vida-muerte se plantea en los mismos términos en la escultura mexica de Cihuateteo, la mujer-diosa muerta en parto: junto a las manos del nacimiento, emerge el rostro de la muerte. La Puerta del Sol, en Tiahuanaco, tiene en el centro del plano superior la imagen de Viraqocha, dios de facciones imprecisas que sujeta dos serpientes en cada mano. Mientras de su cabeza salen rayos de sol, las serpientes miran hacia abajo, marcando así la dualidad esencial entre lo celeste y lo subterráneo. No es gratuito que esta imagen presida la Puerta del Sol: al acceder al templo o centro del mundo es importante comprender el entronque primordial que representa, la unión cielo-tierra. La imagen, como símbolo sagrado, inicia al visitante, quien a partir de ese momento pacta con un universo secundario carente de tiempo. Esta misma dualidad es la que se concreta en la churutata indígena y en el palo emplumado yanomami que inicia al joven en el mundo chamánico.


Cabeza de Soyaltepec

El sentido cuatripartito del universo estaba representado en las ciudades prehispánicas; tal es el caso del Gran Templo Mayor mexica, contentivo de “cuatro puertas, que recordaban los cuatro barrios, orientadas cada una a uno de los puntos cardinales” (Bernal, 1982: 155). Las guapas y guaturas yanomamis, aparte de su función utilitaria, al mostrar los cuatro cuadrantes trazados en colorante vegetal simbolizan los cuatro estratos que componen el universo y las cuatro edades cosmogónicas.


Máscara de Tlatilco.
             Representa la vida y la muerte
La música prehispánica también estableció claramente la unión dinámica de los opuestos. El tambor constituyó siempre un instrumento sagrado, “asociado a la tierra, a la luna, los ritos sexuales y de fertilidad, así como al cielo, el trueno y la lluvia” (Acosta, 1982: 147). De esta manera, el tambor era el canal que comunicaba el cielo y el inframundo; baste recordar los tambores mexicas que muestran en su madera un bajorrelieve de águilas con alas abiertas y de cuyos picos se desprende el símbolo del “agua quemada”, representante de la unión del cosmos. Análogamente, la trompeta de caracol y las flautas guardaban relación con la muerte y la resurrección (Ibídem). Es quizá la música, más que ninguna otra manifestación artística, la que expresa de mejor manera la concepción trascendente del hombre prehispánico. La música de estas civilizaciones, en especial la andina, es pentatónica, “ya que las cinco notas fundamentales que utilizaban daban lugar a cinco tonalidades distintas, repartidas a su vez en cinco modos: tres mayores y dos menores” (Ibídem, p. 152). Esta estructura musical viene dada por el lugar que ocupaba el número cinco en la estas culturas. Aunque hemos explicado este asunto anteriormente, no creemos vano recordar que el cinco es el número del “centro” y, por lo tanto, del hombre mismo. El hombre hace vibrar el mundo pentatónicamente, que es un modo de decir que lo hace vibrar con su corazón o centro. La música, ruido organizado, penetraba la realidad, estructurándola de una manera determinada. La música humanizaba, literalmente, el mundo, porque era la proyección sonora de la esencia misma del hombre. El entorno se igualaba al hombre, vibrando de un mismo modo. Dado así, el mundo perdía la hostilidad que le es propia y se hacía habitable, transformable, de allí la variedad de categorías musicales, entre ellas: música mágica, religiosa, guerrera, de trabajo, fúnebre y profana (Ibídem, 151). Por ello, es que el símbolo – sea plástico o musical – no es tanto un asunto de identificación (correlación, signatura) cuanto de pertenencia (apropiación del mundo, expansión de los límites). La composición pentatónica no es que represente el hombre, es el hombre; por extensión (aérea, invisible), el mundo se hominiza en cada movimiento sonoro.


Tambores Malinalco

Tres visiones de lo dual


Toda la dualidad prehispánica - tanto mesoamericana, andina y amazónica -  no lleva consigo una auténtica noción de oposición o confrontación de factores cósmicos. No se trata de dos realidades distintas que se unen y complementan; por el contrario, se concibe una sola realidad que en su devenir fenoménico “pasa por varios dualismos” (Bateson, 1993: 368). Aunque Quetzalcóatl sea el corazón del cielo cuando llega al cenit, y sea sol de tierra o Cuatro Pies cuando recorre el inframundo; y aunque al amanecer sea Tlahuizcalpantecuhtli (Venus) y Xólotl al atardecer, es una misma entidad divina. El mismo recorrido lo realizaba Huitzilopochtli, el dios solar mexica (colibrí azul) nacido de Coatlicue, la tierra. En última instancia, Inti, Wiraqocha y Pachamama constituyen una misma realidad pan-cósmica. A pesar de que estos dioses solares pudieran concebirse exclusivamente como entes celestes y diurnos, son, sin embargo, “fuente de energías ‘oscuras’”. En la India al Sol se le adjudicaba atributos equinos que ponían en evidencia su carácter ctónico-funerario. Los dioses solares están integrados a una “biunidad divina” y participan del mundo de los muertos y de las tinieblas (Eliade, 1972: 141-143, 147). Al respecto, Eliade comenta que “la polaridad luz-oscuridad, solar-ctónico ha podido ser capturada como las dos fases alternantes de una sola y misma realidad” (Ibídem, p. 142).


Cabeza olmeca

Para las doctrinas prehispánicas lo superior no está con lo inferior, sino en lo inferior, y viceversa. Es una dualidad dinámica en la que la ‘biunidad cósmica’ siempre está en movimiento. Ni se complementan ni pugnan ni contraponen, al igual que la palma de la mano que no “lucha” con su reverso: no se unen porque son lo mismo. El ‘corazón’ del cosmos es uno solo ya que “el ojo por el que vemos a Dios, y el ojo por el que Dios nos ve, son uno solo” (Wiechers, 2000). El deslizamiento de la unidad por las diferentes dualidades es análoga a las rutas “que comunican [los] diferentes niveles del Ser” (Ibídem). No hay división, no hay coseduras, sólo el uno (1), en el cual convergen lo superior y lo inferior. Esta confluencia está también representada según la Alquimia por la estrella de seis puntas, el Caduceo (la vara de Hermes entrelazada con dos serpientes), el gallo y la lira, símbolos que condensan la disolución en lo fijo, y la fijación en lo volátil (Peradejordi, 2000). De igual manera, para la quiromancia la dualidad palma-dedos se despliega en las díadas tigre-dragón; emoción-razón; femenino-masculino; tierra-agua y aire-fuego, respectivamente. El Campo de Venus, debajo del dedo pulgar, – recuérdese que Venus, en el mundo prehispánico, encarnaba la dualidad - está compuesto por una zona ‘superior’ y otra ‘inferior’, cuya división es sólo aparente (Rodríguez, 1998: 28-29, 52).



Figurilla maya bicéfala

La oposición dual es ilusoria porque las fuerzas antagonistas, a pesar de parecer tender una hacia la diferenciación (aspecto manifiesto) y otra hacia la indiferenciación (aspecto inmanifiesto), se encuentran resueltas en los niveles superiores o grados profundos de la realidad. La duplicidad no se efectúa en el ser mismo sino en su ‘manifestación’. Lo que en apariencia se expresa como principio activo (espíritu) y principio pasivo (materia) son, en última instancia, dos principios “esencialmente activos” (Guénon, 2000). Es muy importante no confundir la concepción dualista prehispánica con los diversos dualismos occidentales, en especial con el dualismo sustancial. Dentro de esta corriente filosófica, destacan las consideraciones de René Descartes acerca de los dos tipos básicos de sustancias: la materia común – que es mesurable y ocupa una posición en el espacio -, y “la razón consciente del Hombre”, sin extensión ni posición espacial, “cuya característica esencial es la actividad de pensar” (Churchland, 1992: 25-26). El dualismo cartesiano concibe a la mente como una entidad no física que interactúa con el cuerpo causal y sistemáticamente (incluso, maquinalmente).[6] En este sistema la oposición es tajante; la naturaleza de ambas sustancias son radicalmente distintas, y su conjunción, incomprensible desde el punto de vista lógico. El funcionamiento de una posible unicidad de las sustancias que componen al hombre es explicado deficientemente por Descartes con el concepto endeble de los ‘espíritus animales’, “principio material muy sutil” (Ibídem, p. 27) que hace las veces de puente entre la Razón y el cuerpo. Sin duda, nada más alejado del pensamiento mítico prehispánico.



Máscara incaica

Sin embargo, la teoría que podría causar más interferencias en la compresión de las creencias prehispánicas es el llamado dualismo popular, que entiende la existencia de una ‘sustancia espiritual’ (alma, espíritu) que habita el cuerpo físico. Este ‘fantasma’, aunque distinto a la materia común, “posee plenamente las propiedades espaciales” (Ibídem). Sería una gran tentación equipararla a las nociones de semilla y principio externo mexicas explicadas anteriormente. A pesar de su evidente parecido, carece del dinamismo y de la unidad del dualismo de las culturas de la América antigua. El dualismo popular parece sólo aplicable al hombre, y no a todo el universo, como lo concebían aquellas civilizaciones para las cuales los vegetales, los minerales y todas las deidades son duales. Incluso, el hombre mexica, a diferencia del occidental contemporáneo, poseía varias almas (López Austin, 2000) que formaban un todo armónico. En opinión de Gregory Bateson:

Los rituales afirmaron primero la unidad del hombre con el tiempo atmosférico, con el paisaje, con los animales y con sus semejantes. Sólo posteriormente los rituales llegaron a significar codicioso control de esto o aquello. El dualismo de cuerpo/mente es codicioso (1993: 370).


El hombre, voz de voces


Todas las culturas prehispánicas tratadas en estas líneas – entiéndase nahuas, mayas, incas y yanomamis – coinciden en que el hombre es el centro del universo, el corazón del cosmos, el punto de inflexión donde convergen los órdenes superior e inferior, lo visible y lo invisible, cuya unidad es inseparable de su existencia. A pesar de que el dualismo dinámico propio de las civilizaciones prehispánicas siquiera se mantiene en los descendientes actuales de dichas etnias, el hombre contemporáneo –así el hombre de cualquier tiempo – participa de un determinado “dualismo dinámico innato”. Edgar Morin nos comenta que los rasgos anatómicos y psicológicos del hombre son los “caracteres indeterminados propios de la infancia de la especie” (1994: 85). Los rasgos distintivos de nuestra especie son el resultado de una “fetalización” gracias a la cual “el hombre se parece más al feto del antropoide que al propio antropoide” (Ibídem). En este proceso, “los caracteres juveniles del ancestro antropoide se han convertido en el hombre en los caracteres del adulto” (Bolk citado por Morin).[7] El hombre es un centro de indistinción donde “bullen todas las virtualidades biológicas” que “tratan de realizarse contradictoriamente” (Ibídem, p. 87). El hombre es sincrético por antonomasia; reúne en su psiquis el amor y el odio, la creación y la destrucción, el tedio y la vehemencia, la atracción hacia lo material y hacia lo transcendente.



Viajar como espíritu invisible (2013), de del artista
                  yanomami venezolano Sheroanawê Hakihiiwë.

        S. T. Coleridge concebía la Imaginación Primaria como la “percepción creadora” del hombre, análoga a la de Dios, que era capaz de generar formas nuevas y unificadoras del mundo (Imaginación Secundaria) (Díaz Solís, 1987: 41-42). Por medio de la imaginación, el hombre da vida a realidades nuevas u ontologías secundarias, paralelas a la realidad común, donde se dan encuentro los elementos más disímiles del universo. El hombre es unificador, es quien se apropia del habla de todas las cosas y los animales, como el arrendajo del poema homónimo de Randall Jarrell que “imita[ba] la vida [...] para hacer suyo el mundo” (Petitt, s/f: 166). El hombre es esencialmente mimético, por eso imita al animal o a la planta por medio de la danza, la música, el ritual, el juego, las artes visuales, la pantomima, etc. La naturaleza, aunque mimética, se limita al camuflaje, el cual tiene como finalidad la supervivencia o el apareamiento exitoso. Por el contrario, el gesto amoroso en el hombre es mimético y dinámico, porque canta “con voz de perro y con voz de pájaro, con voz de piedra y con voz de lluvia, con voz de topo, de cuchillo, de arena, hasta con voz de hombre, que las incluye a todas y es por eso difícil de entonar durante tanto tiempo”. (Miranda, 1987: 47).


Escultura de Manco Cápac

La imaginación es el principio dinámico de creación y destrucción, de comunicación con la otra orilla, es la generadora y conciliadora de todas las dualidades existentes. Nos referimos a una existencia que sobrepasa el mundo fenoménico y abarca el mundo espiritual y la categoría de lo virtual. Es por esto que el mundo – y por lo tanto también el arte – es, en cierto modo, una formación holográfica precedida por el deseo, quedando así unificada la oposición hombre-mundo. El hombre antes de actuar, proyecta el holograma de la acción. Al realizar sus movimientos, encaja su cuerpo en la configuración holográfica. De la misma manera, el mundo proyecta todas sus virtualidades en el hombre, siendo éste un holograma del deseo del universo.

Consultas realizadas


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[1] La configuración del hombre-jaguar se remonta a la cultura olmeca, constituyendo uno de los rasgos más distintivos de los cultos de esta civilización. Cfr.: Ignacio Bernal, Museo Nacional de Antropología de México. Arqueología, p. 63. 
[2] Teotihuacan, a 50 km al Noreste de la ciudad de México, fue la primera gran ciudad mesoamericana – en el sentido urbanístico, económico y religioso – y constituyó un punto de contacto importante de diversas culturas, tanto así que llegó a contar con barrios de grupos mayas y zapotecas (“Teotihuacan”, 2000).
[3] A su vez, el ‘muerto’ es dual, es presencia y ausencia, ser deseado y rechazado, ensalzado y temido.
[4] De hecho, aquellos que habían sido tocados por un rayo “quedaban preparados para dedicarse al chamanismo”. Teem Wing Yip, “La vida de los Incas” [en línea].
[5] Pirca, “aparejo de rocas sin desbastar que los constructores incas empleaban sobre todo en la fabricación de muros sencillos y también para las paredes de las viviendas cotidianas”. José Luis Pano Garcia, Lo mejor del arte precolombino, p. 46.
[6] Un alegato actual a la concepción unitaria del universo es la teoría contemporánea que no concibe la materia sólo como aquello que ocupa una determinada posición en el espacio. Paul Churchland comenta al respecto: “Ya no es útil no exacto definir la materia común como aquello que tiene extensión en el espacio. Los electrones, por ejemplo, son trocitos de materia, pero las mejores teorías actuales  los describen como partículas puntuales sin ningún tipo de extensión (inclusive carecen de una determinada posición espacial).” Paul M. Churchland, Materia y conciencia. Introducción contemporánea a la filosofía de la mente, p. 27.   
[7] Entre los “caracteres regresivos” del hombre se encuentran: “La ausencia de pigmentación de las razas blancas [...], la desaparición o la reducción de la pilosidad [...]; la cabeza grande, con el cráneo y el cerebro voluminoso, la ausencia de los arcos superciliares y de la cresta sagital [...], el débil desarrollo de los músculos meseteros y de los caninos, [...][y la] conservación del prepucio.” Edgar Morin, El hombre y la muerte, p. 86.  

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