Alejandro
Useche
No ha existido civilización alguna
que no haya albergado el deseo de la trascendencia y la tentación de fijar lo inefable
dentro de una estructura religiosa. La religión, al igual que la política,
aspira a establecer la dinámica de las relaciones humanas por medio de la ley,
determinando una ética y, por lo tanto, un ordenamiento del mundo. Persigue la
“felicidad genuina”, aquella fundamentada en la validez universal, y en la
compensación de la impotencia del hombre de asegurarse la ‘felicidad’ por medio
de la razón o la técnica (Schrecker, 1975: 67-69). El desnivel entre esfuerzo y
éxito exige un sentido que no sólo lo justifique sino que lo sobrepase.
Esta superación cualitativa de la condición humana, sin embargo, no sólo
constituye una necesidad de comprensión, sino también de trascendencia.
Las religiones son “verdades esenciales” soterradas, confundidas con las
formulaciones culturales, las coyunturas humanas, y la exigencia de la norma
(Mester, 2000). Más allá de la religión está la espiritualidad; más allá de la
norma, la trascendencia.
Primero la magia, y después la
religión, fueron los ejes organizadores de la dinámica social de las diversas
culturas prehispánicas. Antes de acercarse a su arte, su ciencia, su medicina o
política, es necesario entender, ante todo, su pensamiento religioso. Dentro
del amplísimo territorio centro y suramericano coexistieron diversas
civilizaciones, de las cuales apenas nos quedan hilos dispersos que, en su recorrido, no son lineales ni dan respuestas exhaustivas. Por medio de los hallazgos arqueológicos y las crónicas
de Indias, así como de lo que ha permanecido de su arquitectura, escultura,
pintura, literatura y música, es posible, sin embargo, hacerse una idea de los rasgos esenciales
de dichas culturas. De aquellas etnias que poblaron Centro y Suramérica, muchas
entraron en contacto y establecieron vínculos estrechos; en ocasiones, se
trataba de relaciones amistosas, en otras, no. La guerra fue una de las formas
más usuales de contacto en el mundo prehispánico, en la cual la visión del otro
estaba mediada ya por la búsqueda de poder ya por sujeción a otro pueblo. Una
misma ciudad podía albergar, de manera sucesiva, diferentes culturas; el legado
material y cultural de una fungía de base para la siguiente. Es más, aunque no
haya habido contacto físico, una comunidad podía, incluso, asumir la memoria de
otra, apropiándose de discursos míticos y estéticos ajenos. Es importante
señalar que a pesar de que determinadas civilizaciones prehispánicas no parecen
haber estado en contacto, conservan una serie de profundas similitudes,
analogías que nos impelen a formular un sentido paradigmático común.
Shapono yanomami |
Las presentes líneas no pretenden
abarcar las interrelaciones entre todas las civilizaciones prehispánicas; lejos
de ello, busca construir, desde fragmentos significativos de las culturas
náhuatl (en especial la mexica), maya, inca y yanomami, una imagen coherente de
dicho período de nuestra historia. Sin embargo, se hará necesario en algunos
momentos hacer referencia a otras culturas prehispánicas anteriores o coetáneas
para una mayor comprensión de las relaciones interétnicas.
Ver dual, pensar único. La concepción sagrada
del mundo
Mesoamérica
Toda la civilización mexica estuvo fundamentada en una
visión dual del mundo. Creían que todo cuanto existía estaba compuesto por dos
principios; uno interno, de carácter divino, concebido como corazón o semilla;
el otro externo, de conformación matérica pesada y dura, subordinada al ciclo
vida-muerte. Aunque el ser individual fenezca, la “semilla” o esencia de la
especie no se detiene (López Austin, 2000). La comprensión de la muerte y el
renacimiento de la naturaleza significó la posibilidad de la continuidad, de
una primera liberación de lo finito. Una reflexión más detenida sobre la
“semilla” de las cosas fue la plataforma para una liberación mayor; si “cada
especie es, en el fondo, un dios capturado” (Ibídem), el mexica luego se
preguntará cuál es su “corazón”, cuál su dios velado.
Pero, ¿cómo se explica esta participación de lo fenoménico
con las esencias? El mito mexica El nuevo sol en Teotihuacan esclarece
este punto al narrar cómo el dios buboso Nanahuatzin, se sacrificó en la
hoguera para salir convertido en Tonatiuh, el sol, y cómo, a pesar de que
flotaba en el cielo, no se movía, no seguía su curso. Para ello, el resto de
los dioses debió morir (León Portilla,1978: 9-13). La muerte de los dioses
significó “la captura de la esencia divina, que queda envuelta en la materia
pesada, mortal” (López Austin, 2000). A partir de este momento mítico, la
materia lleva en su seno a los dioses. Su captura en lo visible explica, dentro
de la mentalidad mexica, no sólo cómo ellos son la ‘esencia’ del mundo
manifiesto, sino también la raíz transhumana del hombre. Cada especie animal,
vegetal o mineral contenía lo que podríamos llamar una semilla divinal;
por esta razón muchos dioses náhuatl poseen una apariencia o atributos de
carácter animal o vegetal. El mundo sensible es también un mundo trascendente.
Dios mexica Xochipilli |
La presencia simultánea de lo sensible y lo oculto viene
dada por una concepción sagrada del mundo. La sustancia de los dioses era
doble, una combinación de elementos disímiles: uno femenino, oscuro, ctónico,
frío, acuático; otro masculino, luminoso, celeste, caliente y seco. Todos las
cosas que existen participan en menor o mayor medida de ambos factores. La
misma creación del universo está signada por la dualidad. El cielo y el
inframundo se habían formado a partir del cuerpo de Cipactli, la diosa con
cuerpo de cocodrilo que, al ser tronchada por la mitad, quedó dividida en dos
partes: la superior – celeste, masculina – representada por el águila; y otra
inferior – terrestre, femenina – simbolizada por el jaguar. La díada
águila-jaguar es emblemática de la cultura náhuatl, ya que a partir de ella se
representaba la lucha de los contrarios, encarnada en la conformación de los
caballeros águila y los caballeros jaguar.[1]
Caballeros águila y caballeros jaguar |
Quetzalcóatl:
unificador espiritual de Mesoamérica
Quetzalcóatl o Tezcatlipoca Blanco |
Quetzalcóatl, la serpiente emplumada |
El jaguar rodeado de lirios |
Kukulkán |
Para los toltecas y mexicas, Quetzalcóatl, en su recorrido
cósmico, como Nacxitl o Cuatro Pies, hacía su tránsito por el inframundo para
salir por occidente como estrella matutina (Venus) o Tlahuizcalpantecuhtli, la
cual viajaba por todo el hemisferio masculino del mundo hasta llegar al cenit
del cielo, convirtiéndose de este modo en el corazón del cielo. De allí,
iniciaba su descenso por el hemisferio femenino del mundo como estrella
vespertina o Xólotl (dios-perro) hasta el ocaso. Al volver a entrar al
inframundo, repetía ininterrumpidamente su ciclo.
Xólotl, nahual de Quetzalcóatl |
El recorrido de Quetzalcóatl por la bóveda celeste y por el
inframundo (ruta de todo dios solar) es la representación del ciclo de la vida
y de la muerte, una muerte que tiene sentido en cuanto se transforma de nuevo
en vida. Esta resurrección, que está relacionada con la muda de piel de la
serpiente, se identifica con la Rueda de la Vida y con el Ouroboros gnóstico o
‘serpiente que se muerde la cola’ (Cirlot, 1982: 407-408). Pero, sobre todo, la
serpiente emplumada es el símbolo de la “posibilidad de la elevación” (Mester,
2000), del ascenso espiritual, del acto de trascender la materia. Quetzalcóatl,
dios solar, es la unión cielo-inframundo, el entronque vida-muerte,
materia-espíritu. La doctrina de Quetzalcóatl enseñaba al iniciado a recibir el
alma y a aprender a morir, es decir, “a sacrificar su yo perecedero para
renacer a una vida regeneradora” (Séjourné, 1975: 77).
La serpiente emplumada era, en fin, la unificación del
cosmos, el ‘corazón del mar’ que contenía a un mismo tiempo el ‘océano celeste’
(superior) y al ‘océano de agua’ (inferior), porque “se creía que éstos se
unían al final del horizonte, y que estaban cubiertos con mantos de plumas
azules y verdes” (Rossell, 2000). Efectivamente, la resolución de la dualidad
constituyó el eje sagrado tanto de la cultura náhuatl como de la maya. Los
toltecas y mexicas concibieron a Ometéotl, el Señor y la Señora Dos resueltos
en un solo ser supremo. De igual manera, los mayas contaban con una Pareja
Creadora homóloga (“A Mayan Glossary”, CMCC, 1997).
Máscara de Quetzalcóatl |
Quetzalcóatl es el sueño de la trascendencia, la intuición
de lo intangible. La serpiente simboliza la energía pura y sola, los bienes
superiores ocultos, la “sublimación de la personalidad” (Cirlot, 1982:
407-408). Justamente la doctrina de Quetzalcóatl ostentaba un carácter ascético
marcado, y prescribe la vida contemplativa, la oración y la búsqueda de los
bienes espirituales. El sacerdote se autoinfligía punzadas e incisiones con
huesos de jaguar o púas de maguey: control sobre el cuerpo, descorporeización,
“alcanzar la unidad eterna por el desprendimiento y el sacrificio del yo
transitorio” (Séjourné, 1975: 69). La doctrina de Quetzalcóatl indica el
surgimiento de un ‘nuevo hombre’, tanto así que uno de los mitos adjudicados a
esta deidad relata cómo ésta desciende a Mictlán, es decir, al inframundo, para
crear al nuevo hombre que habría de habitar la tierra, robándole los huesos de
los “ancestros” al “Señor del Reino de la Muerte” y, cómo, acompañado de su
doble, Xólotl, Quetzalcóatl muele los “huesos preciosos” en un barreño y echa
sobre ellos “su sangre sacada del miembro viril”. De esta unión, surgen los
nuevos hombres, los “merecidos” (Ibídem, p. 81). Sin duda, el mito hace
referencia al nacimiento del hombre espiritual, aquel que ya no centra su
atención en su supervivencia sino en su comunicación con lo trascendente, en su
diálogo con el universo. De hecho, no hay que olvidar que los “huesos”
representan los ‘espíritus’ que son insuflados con nueva vida con el fuego
primordial o energía sexual. Por ello,
Quetzalcóatl, símbolo de superación espiritual, guarda relación con la energía
sexual que, como “serpiente ascendida” se eleva por el cuerpo no físico hasta
alcanzar los “dones internos”; es un caso parcialmente homólogo al de la serpiente kundalini o energía
eléctrica universal que se desenrosca y eleva por los distintos ‘anillos’ (chakras),
logrando así la autorrealización del ser (Mester, 2000). Quizá no sea en vano
recordar la relación existente entre el fuego y la purificación, la conexión
con el calor o la energía primaria (Sartori, 2000); baste tener en mente la
transubstanciación que se opera en la cremación de los difuntos: el humo nos
recuerda la transición de la materia al espíritu.
Ver cuádruple, ver confiable
Volviendo al pensamiento mítico mesoamericano, es de suma
importancia comprender la unidad cultural que imperaba en dicho territorio; el
aspecto numerológico nos ofrece una prueba fehaciente de esta situación. El
número dos, como se puntualizó en un inicio, constituye la plataforma a partir
de la cual se levanta el edificio religioso de estas etnias; por esta razón,
los múltiplos de dos, en especial el cuatro, desempeñan un papel importante en
la formación de su mundo sagrado. Detengámonos en esto un poco más. El cielo y
la tierra mayas son cuadrangulares, formando así la “cruz astronómica que
apunta hacia los rumbos cardinales” (Girard, 1972: 27). Para los mexicas la
tierra estaba compuesta por cuatro zonas diferenciadas (flor tetrapétala)
que representaban también los puntos cardinales con sus respectivos colores:
norte, negro; sur, azul; este, rojo; y oeste, blanco. La correspondencia
cromática maya era diferente: norte, blanco; sur, amarillo; este, rojo; y
oeste, negro (Ayala, 1998: 73). Según el Popol Vuh, libro sagrado maya-quiché,
cada uno de estos cuadrantes cósmicos contaba con un dios-sol: Tzakol, Bitol,
Alom y Cajolom (Girard, 1972: 28). Los mexicas, por su parte, imaginaron esos
cuatro sectores regidos por cuatro dioses-columnas, que separaban el cielo de
la tierra y servían de “conductos del cosmos”, como árboles huecos por los
cuales fluían las energías celeste y subterránea, tanto las positivas como las
negativas porque “los dioses de los antiguos nahuas no eran absolutamente
buenos ni absolutamente malos” (López Austin, 2000).
Bacabs o Atlantes mayas |
Dentro del cosmos náhuatl, constituido por veintidós
estratos (22, 2 + 2 = 4), el hábitat del hombre se extiende hasta el cuarto
piso del cielo, en sentido ascendente. Según la tradición maya-quiché, el
hombre actual, el de maíz, fue el cuarto en ser creado. Ometéotl, la Pareja
Divina náhuatl, engendró cuatro hijos-dioses, los cuatro tezcatlipocas: el
Tezcatlipoca rojo (Camaxtli), el negro (Moyocoya), el blanco (Quetzalcóatl) y
el azul (Huitzilopochtli). A su vez, estos cuatro dioses criaron a los cuatro
primeros hombres: Tzutémoc, Itzcóatl, Itzmalin y Tenexxóchitl. Análogamente, en
la mitología maya, Tepeu y Gucumatz, los Progenitores, formaron el mundo y los
cuatro primeros habitantes de la tierra: Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah y
Iqui-Balam (Piña Chan, 1977: 48, 61-62).
Tláloc, el dios náhuatl de la lluvia, habita en su
“aposento de cuatro cuartos”, donde tiene cuatro barreños grandes con cuatro
aguas distintas (Palacios Chávez, 2000a). Para la curación de la gota o de los
piquetes de las avispas, los mayas invocaban a Hunuc Can Ahau o
Gran-cuatro-ahau y hacen referencia a los elementos naturales (hormigas,
ortigas y palos), ciñéndose a las correspondencias esotéricas entre el “símbolo
natural”, los cuatro puntos cardinales y sus respectivos colores. El
Gran-cuatro-ahau había sido engendrado cuatro veces durante cuatro noches para
vivir en el corazón del cielo y en el corazón del inframundo (Cfr. Arzápalo
Marín, 2000). Las siete pruebas por las cuales debía pasar el difunto mexica en
el inframundo duraban cuatro años; por su lado, los mayas creían que Xibalbá,
el mundo subterráneo, estaba organizado por cuatro vías (Séjourné, 1975: 76;
Girard, 1972: 157). El mundo mexica había vivido cuatro edades o ‘soles’, de
las cuales la quinta es la actual. Cada una de las anteriores ha sido destruida
por una catástrofe natural producida por la lucha entre los dioses. El primer
‘sol’ fue destruido por el agua; el segundo, por la tierra; el tercero, por la
lluvia de fuego; y el cuarto, por el viento. Según las predicciones mexicas, la
era actual será arrasada por los temblores y el fuego del vientre de la tierra
en el año 4-ollín (León Portilla, 1978: 7-9). El fin del universo por
abrasamiento es una afirmación común a la mayoría de las culturas, desde los Purânas
de la India al Apocalipsis, coincidiendo también con la doctrina
hermética “para la cual el fuego es el agente de ‘renovación de la naturaleza’
o de la ‘reintegración final’” (Guénon, 2000).
Sin duda alguna, las culturas mesoamericanas antiguas
vieron al mundo dual, pero lo sabían único; es por ello que la Unidad
recorría diversas configuraciones duales en su devenir. Así, los nahuas creían
que todos los dioses poseían un doble (nahualismo), y que cada individuo
contaba con un doble que lo acompañaba de día y noche, en el sueño y en la vigilia,
que seguía existiendo después de la muerte de éste.[3]
Este ‘doble’ podía metamorfosearse en animal y manifestarse en la sombra, en el
reflejo (del agua, de la cornea), en el eco, en el viento o los remolinos, en
los gases intestinales y hasta en el pene (Morin, 1994: 142-144). Los mayas,
por su parte, no sólo concebían a sus dioses como entes duales, imaginando la
contrapartida para cada uno en el inframundo, sino que también eran entendidos
de manera cuádruple: cada dios era cuatro individuos a la vez que representaban
los rumbos cardinales (Ayala, 1998: 74).
Moyocoya o Tezcatlipoca Negro |
Tezcatlipoca Azul o Huitzilopochtli |
Considerando más detenidamente las cosmologías náhuatl y
maya, caemos en cuenta del sentido del número cuatro. Lo que antecede al cuatro
es siempre lo preliminar, lo perfectible, el carbón en bruto, los procesos
internos de creación. El cuatro indica ya el establecimiento de un orden, la
concreción de la energía pura en materia firme. El cuatro está en estrecha
relación con los cuatro puntos cardinales que organizan el mundo, de la
misma manera en que los cuatro ríos del Árbol de la Vida del Edén bíblico
marcaban las coordenadas del cosmos (cfr.: Cirlot, 1982: 211). Este número
guarda relación con el cuadrado y el cubo, es el principio creador más la
unidad (3 + 1 = 4) y, por ende, encarna la seguridad y la estabilidad (Mester,
2000). Según la Angeología, los arcángeles se encargan de “equilibrar las
fuerzas espirituales y sustanciales [...] guardando los cuatro puntos
cardinales” (Weichers, 2000). El piso del templo masónico está diseñado a semejanza
del cosmos, ostentando así un cuadriculado en donde se alternan el blanco y el
negro (Merino, 2000). En el Tarot la carta número cuatro es el Emperador que
está sentado en su trono. El trono es el principio del poder, del control sobre
las fuerzas naturales una vez adquirido el dominio de sí mismo (Mester, 2000).
Cuatro es el número material, el número de lo práctico y confiable, el que
encarna a quien puede organizarse a sí mismo y a los demás. Este número, en el
mundo prehispánico, marca el establecimiento de una era, la creación del hombre
‘civilizado’ y de los dioses, los actos creativos en los relatos míticos, las
acciones de los dioses, la creación de centros urbanos, en fin, la suma del
cosmos.
Pirámide de Kukulcán |
El hombre, corazón del cosmos
Se hace necesario sacar a colación una última consideración
en torno a Quetzalcóatl: el quincunce. Este emblema del dios de la vida y el
alimento está formado por cuatro puntos unificados en un centro, lo que vendría
a significar el sitio de encuentro de los opuestos. Este centro, signado por el
número cinco, es el hombre mismo, encarnación del equilibrio de todas las
fuerzas naturales y sobrenaturales. La Piedra del Sol o Calendario Azteca,
realizada en basalto olivino y encontrada en Tenochtitlan, muestra cuatro cuadretes
enmarcando la cara del sol, que representan las cuatro edades cosmogónicas ya
acaecidas, y la quinta edad, respectivamente. Esta representación es el
quincunce mismo porque las cuatro edades son también los cuatro puntos
cardinales, y no hay que olvidar que la quinta edad es el hombre actual, el
hombre como centro del universo, como zona indiferenciada donde convergen el
cielo y el inframundo. El quincunce o Cruz de Quetzalcóatl nos indica que, una
vez que un cierto orden social se ha establecido (número 4), el hombre dirige
su mirada a los dioses ya no con el fin de subsistir (piénsese en el antiguo
Dios del Fuego mexica, Huehuetéotl; o en Chac, el dios maya de la lluvia) sino
con la intención de comprender, a través del diálogo con lo trascendente, su posición
en el universo (número 5). Hablar con los dioses no sólo es verse a sí mismo
sino ver a través de sí mismo, más allá del yo obvio. Se trata
del misterio mismo. La Ley del Centro es la Ley de la Trascendencia.
Piedra del Sol |
El número cinco representa al hombre con sus cinco
sentidos, los cuatro miembros regidos por la cabeza, de la misma manera en que
el pulgar domina los cuatro dedos (Cirlot, 1982: 330). La Alquimia considera al
éter el quinto elemento por contener “todas las cualidades en el estado de
indiferenciación y de equilibrio perfecto” (Guénon, 2000). Recuérdese que en el
centro del quincunce está el hombre como “árbol hueco” por el que fluye el
tiempo y las distintas energías del mundo. El hombre es la “ceiba blanca” que
los mayas imaginaban en la conjunción de los cuatro cuadrantes cósmicos. En
este sentido, el hombre es un ser indiferenciado que participa de todas las otredades:
microcosmos que repite en cada gesto al macrocosmos. El ser humano, aunque
parezca contradictorio, es la neutralidad activa que introyecta el mundo
para luego irrumpir en él.
Los Andes: los Incas
Al igual que las culturas
mesoamericanas antiguas, los Incas -–el Imperio prehispánico andino más
importante antes de la conquista-- basaban su pensamiento religioso en la dualidad. Aunque en varios
sentidos la simbología y mitología incas parecen más austeras, conservan el
sentido esencial de la dualidad común a casi todas las civilizaciones
prehispánicas. El dualismo incaico se remonta a la civilización chavín, cuna de
la cultura prehispánica andina, en cuyo pensamiento mítico llegó a venerarse al
Dios de las Varas, quien reunía en sí mismo los rasgos del jaguar, el cóndor,
la serpiente y el caimán (“Religión”, 2000). La dualidad incaica más relevante
sea quizás aquella que comporta la unión cielo-tierra. El mundo estaba
compuesto por tres planos: Hana Pacha, el mundo de arriba; Kay Pacha, el mundo
de aquí; y Ucu Pacha o Urin Pacha, el mundo de abajo. Wiraqocha es la divinidad
celeste con claros signos solares, y Pachamama es la Madre Tierra, habitante
del inframundo y del interior de las montañas. La interrelación entre ambos
resuelve la dualidad cielo-inframundo. Resultado de esta conjunción es Kay
Pacha, la superficie de la tierra, hábitat del hombre. La comunicación de ambos
polos se da por el rayo, el trueno, el arcoiris, la serpiente, y el sacerdote
mismo, médium de lo trascendente (Wing Yip, 2000).[4]
El Dios de las Varas, base del posterior Viraqocha |
Otros seres míticos se encargaban de comunicar el inframundo con el cielo. Entre ellos, Yakumama, la Madre Agua, viajaba por el inframundo como agua subterránea para luego aparecer en calidad de río en la superficie terrestre. Al pasar al mundo celeste como Illapa, era el trueno, el rayo y el relámpago (Ashley-Britt H. y Min A., 1999), comunicando así los tres planos cósmicos. La serpiente Sach’amama, la Madre Árbol, tenía dos cabezas y se deslizaba lentamente en sentido vertical hasta llegar a la esfera celeste, donde se transformaba en K’uychi, el arcoiris, dios que guarda estrecha relación con la fecundidad (Ibídem). La similitud entre Sach’amama y Quetzalcóatl es evidente, aunque exotéricamente poseen las diferencias esperables.
Viracocha |
Para los Incas el mundo fenoménico
es también un mundo trascendente, donde los ríos, montañas, animales y riscos
están habitados por entidades espirituales llamadas Pakarinas. Los sacerdotes
incaicos ofrecían sus “despachos” o “pagos” a los dioses. Estas ofrendas
consistían en la unión de tres tipos de hojas de coca: las hojas largas, que
representaban a las deidades masculinas; las medianas y redondas, emblemas de
las deidades femeninas; y las más pequeñas, que simbolizan a la humanidad (Ibídem).
El ritual y la ofrenda actualizan la unidad de los tres planos cósmicos, que
pueden ser entendidos como espacio multigeométrico (cuerpo físico o
aspecto personal del Espacio), espacio multimolecular (cuerpo emocional
o Ego del Espacio) y espacio multidimensional (mente o Mónada del
Espacio), que representan los tres niveles del universo y del hombre
simultáneamente (Beltrán Anglada, 1987). El mismo Inca o Emperador, como
representante de los dioses en la tierra, era capaz de fungir de entronque
entre el arriba y el abajo.
Obra del artista Pablo Amaringo que representa a Yakumama |
La palabra clave dentro de la
cosmogonía incaica es Kai, que significa aquí y ahora: la
unidad tiempo-espacio era clara para la cultura Inca. Pero, además de Kai,
estaban Quipa, que significa atrás-futuro; y Ñaupa (delante-pasado)
(Macera, 1999). Nótese que estos vocablos designan conceptos espaciales y
temporales a la vez, y que lo que está atrás sirve para denominar el futuro,
así como el pasado está enunciado por lo que está delante. Es que el futuro
está viniendo desde el pasado para entrar en el presente, y el pasado se está
yendo, empujado por lo que viene. El futuro está en el pasado; el pasado, en el
futuro. Todo lo que va a venir (adelante), ya venía (atrás), y al llegar, pasa,
quedando como proyección holográfica de lo que está por venir, formando así un
círculo vital.
La misma sociedad estaba estamentada
a semejanza del cosmos; por ejemplo, el Cuzco estaba dividido en tres espacios
urbanísticos distintos: la Collana, donde habitaban los conquistadores incas;
el Payan, donde vivía la población vencida; y el Cayao, donde moraban grupos
mixtos de servidores (Ibídem). Asimismo, la arquitectura de Machu Picchu
refleja las tres capas de la sociedad: a un lado, están las casas de la nobleza; al otro, más allá de la plaza central, los distritos de los eruditos y artesanos; debajo, al sur, están las casas y las terrazas de los agricultores, sus almacenes y cobertizos. Juntos forman un todo que refleja la cosmología inca de los opuestos complementarios. (Verkerk y Stafleu, 2000)
Además, al este de la ciudad de Machu Picchu, está la roca funeraria
compuesta por tres ‘etapas’: la primera, para el cielo, morada de los dioses;
la segunda, para la tierra, casa del hombre; y la tercera, para el mundo
subterráneo, la región de los muertos (Ibídem). La unión
cielo-inframundo traduce un dualismo dinámico en donde los polos son
“iguales en naturaleza, [...]
[aunque] diferente[s] en grado” (Ruiz
citado por Fernando unicornio_@mx3.redestb.es,
1998). El recorrido por los tres estratos cósmicos realizado por Wiraqocha y la
Pachamama, nos habla de una misma realidad (o unidad) que en su movimiento
asume manifestaciones diversas.
Templo de Viraqocha en Calca |
Wiraqocha luego fue desplazado por Inti, el Sol. Aquél, creador del mundo y de los hombres, queda en calidad de deus otiosus, por la ascensión de Inti en el panteón inca. El cambio viene dado por la preferencia en un dios que no perteneciera a los vencidos tiahuanacos, sino uno que se remontara a los antepasados del grupo social dominante. Sin embargo, se le seguía rindiendo culto familiar a Wiraqocha “porque al Sol ‘le pedían’, pero a Huiracocha ‘le suplicaban’” (Del Busto, 1999). Es importante señalar que Inti y Wiraqocha son dioses complementarios y que, a partir de cierto momento, el primero se vincula a “lo de Arriba, el ciclo, el fuego, la Sierra”; y al segundo, con “lo de Abajo, la tierra, el agua, la Costa” (Wachtel, 1971). Esta complementariedad se expresa también bajo la simbiosis de la díada de los caballeros-halcón y de los caballeros-puma, la cual tiene su homóloga náhuatl.
Las tres zonas cósmicas según el pensamiento incaico |
El sol incaico, al igual que el
mexica, sintetiza la unión cielo-inframundo. Ello queda ejemplificado en la
imagen del sol que Pachacutec, uno de los Incas del Imperio, contempló en una
“tabla de cristal”: un ser de cuya cabeza – con orejeras de Inca – salían tres
rayos de sol. Tenía una cabeza de león entre las piernas, y un león en la espalda,
donde una culebra se extendía. Asimismo, tenía culebras enroscadas en los
brazos (Hernández; Lemlij y otros, 1987: 46). Esta visión, relatada por
Cristóbal de Molina, muestra una imagen total del sol que explicitaba su
relación con el inframundo. Por ello, Inti no sólo es sol (ente celeste), sino
serpiente (fuerza ctónica), e incluso león (tierra u hombre como fuerza
conquistadora). El hombre es la resolución de la dualidad Inti-Pachamama, el
enclave donde el universo se nombra y se actualiza.
Machu Picchu |
También para los Incas la
cuatripartición era un concepto organizativo de suma importancia. El Sol, como
se aprecia en la versión de Molina, está compuesto por dos leones y dos
serpientes, y el propio mito sobre los orígenes del Cuzco, el de los hermanos
Ayar, está fundamentado en este principio. El mito narra cómo los cuatro
hermanos Ayar Cachi, Ayar Uchu, Ayar Auca y Ayar Manco, acompañados por sus
cuatro hermanas Mama Guaco, Mama Cura, Mama Ragua y Mama Ocllo salieron de la
cueva Pacaritambo con la finalidad de buscar tierras fértiles. Es interesante
constatar cómo las cuatro parejas de hermanos van estableciéndose en diferentes
áreas geográficas fundando asentamientos poblacionales, hasta que Ayar Manco y
Mama Ocllo se establecen en lo que vendría a ser luego el Cuzco, el centro del
Imperio Inca. Nuevamente, el cuatro – y, por supuesto, su duplicación, el ocho
– vienen a significar la instauración del orden, de las coordenadas
político-sociales. Este sentido legitimador del orden se aprecia en la
ceremonia del acceso al poder, en la cual el futuro Inca debe vestir, en
diferentes momentos del protocolo, cuatro vestidos – tejidos en un mismo día
por su madre y hermanas – que “alegorizan el primitivo grupo que fundó el
‘Imperio’” (Ibídem, p. 11), y por mimetismo, la solidez del mandato del
nuevo Inca. El orden social se instituye con la evocación del pasado
primigenio, y éste se corporeiza en cada acto del presente-futuro. El tiempo,
como Inti el Sol, recorre el mundo en círculo, uniendo el universo hasta
volverlo un curvo espejo de agua para mirarse.
Amazonas: los Yanomamis
Los Yanomamis son la tribu más extensa de la cuenca amazónica – aproximadamente 22.500 habitantes entre Venezuela y Brasil – y constituye una de las etnias que no ha sufrido contacto con el mundo occidental hasta época reciente. La cosmovisión yanomami, al igual que la de toda la América Nuclear, está regida por la dualidad. Aunque similar en sus aspectos esenciales, mantiene diferencias exotéricas importantes y ostenta un dinamismo mucho más acentuado en comparación con los dualismos de las culturas inca y náhuatl. Veamos esto más de cerca. Los yanomamis creen que el cosmos está compuesto por cuatro capas: la primera, duku kä misi, es el estrato prístino, tierno, del cual todo se origina, y cuya influencia en la vida cotidiana de esta etnia es más bien vaga; la segunda, hedu kä misi, es un estrato de carácter celeste que se divide en dos superficies, como un ‘plato cósmico’, una superior y otra inferior: en la primera, invisible al hombre, habita su contraparte o doble, quien realiza las mismas actividades de éste; la segunda, es el cielo visible para el hombre, donde los planetas y los astros siguen su curso. La tercera o hei kä misi es donde habita el hombre actual, variante del yanomami primigenio, y por tanto hablante de una lengua ‘pervertida’ u ‘oblicua’. Por último, la cuarta capa o heita bebi, lugar casi estéril donde vive una variante caníbal del yanomami. Estos yanomamis del inframundo envían sus espíritus a la superficie (hei kä misi) para capturar el alma de los niños, bajar su cuerpos y comérselos (Reindl; Chrisman y LaFleur, 1999).
Cuatro zonas cósimcas según el pensamiento yanomami |
Una vez más, el cuatro
establece el orden cósmico e indica la manera manifiesta en que la unidad
divina se expresa. La primera capa es el principio creador, innombrable, que no
puede ser descrito porque es misterio mismo. El misterio no tiene como fin su
revelación, es, por el contrario, para nutrirse de él, para trascender. La
segunda capa es de naturaleza doble, representa lo oculto y lo tangible; en ella
el mundo fenoménico (los astros) está animado por el espíritu (los muertos, los
dobles). Todo hombre es dos individuos a la vez: él y su doble, y no sólo el
hombre sino la naturaleza entera. En este punto la similitud con la cultura
náhuatl es indudable.
Omawe Yoawe (2013), por el artista yanomami venezolano Sheroanawë Hakihiiwë. |
El yanomami también posee un doble subterráneo en el heita bebi; es su doble ctónico, su otro oscuro, caníbal. Parece representar una etapa antropófaga anterior con la cual el chamán establece combate abierto. Las capas segunda, tercera y cuarta están íntimamente comunicadas, el misterio se desplaza de una a otra como un hedu o ‘rama cósmica’ que se desprende del duku kä misi hasta llegar al mundo subterráneo.
Este orden cósmico cuatripartito es el
resultado de sucesivas catástrofes naturales, entre ellas, la caída del cielo y
el diluvio. Después de estos desastres, se estableció el orden dual del mundo,
la díada urihi-yahi que es el principio dinámico creador
autosustentado (Woznicki, 1996). El cielo y el inframundo están unidos
dinámicamente por un principio de transformación del universo. El hombre
participa de los poderes naturales y sobrenaturales por una disposición innata
de auto-transformación que lo hace entrar en contacto con todas las fuerzas del
cosmos. El hombre es la síntesis de lo visible y lo invisible, el reflejo de
los Hermanos Demiurgos, Omawe y Yoawe, los caminos positivo y negativo,
respectivamente. El ser humano es el canal por el que el universo ve y es
visto. Por ello es que el hombre yanomami no sólo está en estrecha relación con
los animales sino que puede ser esos mismos animales. La mutación animal
es posible porque el mundo es en realidad uno solo, un sistema unitario
trascendente.
Shapono (2012), del artista yanomami venezolano Sheroanawë Hakihiiwë. |
El dios yanomami, ubicado entre el tiempo
y el espacio, se ‘astilla a sí mismo’ en atributos opuestos que conforman el
mundo (Ibídem). La cosmología yanomami es la más claramente dinámica de
todas las expuestas hasta el momento. El Principio Rector está en perpetuo
cambio, no se detiene, y asume infinitas formas dobles que hilan el mundo
visible e invisible. El día y la noche es un solo proceso de
auto-mutación de forma espectral y de carácter mutuo, donde se establece la
armonía urihi-yahi, plataforma esotérica de todo el mundo
yanomami. Sin embargo, el mantenimiento del equilibrio es un asunto frágil para
esta etnia, la cual, al igual que la mexica, prevé un final catastrófico del
mundo: la caída final del cielo. El mundo fenoménico es un mundo perecedero,
porque el universo debe seguir renovándose.
Amahiri. Ser extraordinario que vive bajo el suelo (2013), del artista yanomami venezolano Sheroanawë Hakihiiwë. |
La díada vida-muerte constituye un claro
ejemplo de la dualidad yanomami. No sólo por la clara circularidad de los
conceptos, sino por la estrecha comunión que existe entre la tribu y sus
muertos. Se establece una simbiosis profunda entre estas dos realidades: el
diálogo con los muertos es constante. Un mes después de la muerte de cualquier
miembro de la tribu, ésta lleva a efecto una “comida funeraria”, en la cual los
parientes de la persona fallecida consumen una sopa contentiva de plátanos y
los huesos molidos del muerto. Este consumo de los restos del muerto simboliza
la incorporación de éste al cuerpo de los parientes. Consumir al muerto es
incorporarlo, hacerlo uno mismo, por ende, volverlo inofensivo. Se es lo que se
come. Por ello, el vivo adquiere las cualidades del muerto, despojándolo del peligro
que éste podía ostentar.
La sopa ritual también permitía el paso
exitoso de la muerte a la otra vida de aquel que ha fallecido. Se trataba, por
lo tanto, de un rito de pasaje, en el cual el primer mes posterior a la
muerte constituía para el difunto una suerte de no-estructura la cual, gracias
al llanto de los familiares y al rito de la “comida funeraria”, se transformaba
de nuevo en vida: la muerte sólo puede dar más vida porque la vida lleva
adentro el cadáver del universo.
El arte como símbolo iniciático
El arte prehispánico es
esencialmente un arte sagrado porque instaura en el mundo cotidiano (universo
primario) la presencia del tiempo divino y las formas mistéricas emergentes
de lo intangible (universo secundario). Las “formas religiosas”, aunque
basadas en la realidad común, proponen categorías y configuraciones que no
cuentan con un equivalente especular en nuestra realidad inmediata. Por ello,
el mundo es una “estructura saliente”,
profundamente dual, visto que la relación entre el mundo actual y el
mundo trascendente no es isomórfica sino diferencial (cfr. Pavel, 1995: 74). La
realidad ultraterrena “emerge” en la terrena dando entrada a esa otra
realidad que es esta misma realidad. Esta apertura en nuestro entorno
por donde entran y salen las formas del supramundo, es posible por el “juego
existencialmente creador” del hombre, porque es éste y no otro el que invoca el
tiempo primigenio y las fuerzas del cosmos, quien busca el diálogo con los
dioses, con la palabra o con la creación de templos piramidales, santuarios,
estelas, figurillas sagradas, instrumentos rituales. Es el hombre quien ha
deseado “amarrar el sol” desde la piedra incaica Intihuatana en Machu Picchu;
quien ha pretendido darle vida a este astro con su propia sangre vertida sobre
la Piedra Votiva de Tizoc en Tenochtitlan; quien ha insistido en leer el cielo
y descorrerlo desde el Templo de las Inscripciones en Palenque; quien, ayudado
por el mortero ritual, ha deseado pulverizar los huesos del difunto para poder
materializar el alma. Es el hombre quien clama por la intervención de los
dioses, quien asume la articulación de este y del otro mundo, quien desea
despojarse de la materia y trascender el mundo de los sentidos. En definitiva,
es el hombre quien afirma que esa escultura es Quetzalcóatl, y aquella
Chac, quien asevera que en ese río o en esa montaña verdaderamente
habita una Pakarina. Y es que ese es y no es Quetzalcóatl, así
como determinada escultura es y no es Cristo.
Máscara cerámica de perro humanoide con los Ojos de Búho del dios Tláloc |
El arte prehispánico impone el
tiempo mítico, ese que vuelve sobre sí mismo, repitiendo las cosas tal como
fueron hechas antes del principio de los tiempos. El sacerdote se vale del
símbolo religioso, cuya naturaleza es iniciática, para restaurar la “verdad” y
establecer el orden. Las ciudades son entes reconstructores de la memoria
divina, a partir de la cual se elabora el orden social, proceso que podemos
denominar calco normativo, porque no es otra la función que cumplen las
estelas mayas, el Templo de Quetzalcóatl en Teotihuacan, el palo emplumado
yanomami, o el Templo de Viraqocha en Cacha. El símbolo es la voz del
sacerdote, la iniciación del hombre común.
Coatlicue, diosa madre o diosa tierra mexica |
Los olmecas, propulsores del
despliegue cultural de las altas civilizaciones mesoamericanas, llegaron a
desarrollar un arte cerámico refinado que ostenta realismo y una espiritualidad
emergente. Ya desde los tiempos olmecas, las esculturas poseían un profundo
sentido simbólico; baste recordar las figuras de hombres-jaguar encontradas en
Atlihuayan, Morelos, por ser éstas emblemáticas de la relación totémica
hombre-jaguar tan importante para esta cultura. El rostro, solemne, muestra
rasgos gruesos y unos ojos cerrados sobre los cuales descansan las cejas de
jaguar. Sobre su espalda recae la piel de este animal, llena de cruces, cuyas
garras reposan sobre los hombros y rodillas del hombre. Éste, sentado y
absorto, no es exactamente que esté disfrazado de jaguar, sino que es el
jaguar mismo. Algo similar ocurre con la Reina de Uxmal, escultura maya
que muestra, aunque más estilizadamente, un rostro que emerge de la cabeza de
una serpiente. El arte, por esta razón, es la puesta en escena de la
transformación del mundo. O de su unificación, aún reuniendo los elementos
fenoménicamente más disímiles; por ejemplo, la figura cerámica del ‘dragón
ofidiano-jaguar’ encontrada en Tlatilco encarna la fusión de la serpiente
acuática y del jaguar, pero sobre todo, constituye la unión de la tierra, el
agua y el fuego. Este monstruo de barro nos recuerda la interpenetración de los
diferentes órdenes del mundo. El arte sintetiza, reanuda.
Las ciudades no sólo son las
coordenadas cotidianas del hombre, éstas también se encargan de establecer los
ejes divinos: canalizan el ojo del hombre, moldean la pisada de quien recorre
sus calles. Teotihuacan fue la Ciudad de los Dioses, aquella de la cual nació
el Quinto Sol, pero, sobre todo, fue la que mostró la monumentalidad que habría
de ser común a casi todas las altas culturas prehispánicas. Teotihuacan es la
primera gran ciudad mesoamericana, cuidadosamente planificada, donde todos los
edificios, ceremoniales o no, obedecen a un orden preestablecido. El eje
principal se desarrolla de norte a sur bajo el nombre de Calle de los Muertos,
cuyo recorrido está interceptado por una avenida que se despliega de este a
oeste, al nivel del Templo de Quetzalcóatl. En el centro de la ciudad están los
edificios sagrados (templos y casas de sacerdotes); alrededor de ellos, los
palacios; después, las casas de los trabajadores especializados; y, por último,
en la periferia, las chozas de los agricultores (Bernal, 1982: 79).
Reina de Uxmal. Arte maya |
Es evidente que Teotihuacan estaba articulada desde la
religión, axioma prístino de todas las manifestaciones superestructurales del
hombre prehispánico. El Templo de la Luna y el Templo del Sol teotihuacanos
comportan una monumentalidad que logró echar raíces en las culturas
subsiguientes. La razón de esta monumentalidad reside en que la ciudad estaba
hecha para los ojos de los dioses. A ellos se les pedía lluvia, alimento,
fecundidad; a ellos, se les rogaba que intervinieran en la hostil realidad
material: es indispensable, por ende, captar su atención, acercarse a ellos. La
arquitectura mesoamericana aprovecha las particularidades topográficas; así,
los templos suelen ubicarse sobre levantamientos o colinas, sirviéndose del
simbolismo de la altura para constituir verdaderos centros cósmicos, entronques
entre la tierra y el cielo. Los templos mesoamericanos representan el esfuerzo
del hombre por acercarse a la divinidad, por confirmar visualmente el ascenso
espiritual, detenido en piedra. El templo es el centro del mundo, la perífrasis
de la montaña, es el empeño en petrificar – literalmente – el dinámico enlace
entre el hombre y el cosmos. Detener, embalsamar la unión con lo divino,
suspender el mundo para que éste no nos sorprenda. A la pregunta de Barthes de
“¿Por qué durar es mejor que arder?” (1990: 31), el hombre
prehispánico responde que arder no garantiza el orden, y como el hombre
no es capaz de mantenerse idéntico a sí mismo, recurre al tiempo primigenio y
se entrega al calco del primer gesto. ¿Y no es eso lo que, de una u otra
forma, pretendió instaurar el Gran Templo de Tenochtitlan o el Templo de los
Guerreros en Chichén Itzá o los atlantes mayas y mexicas que llevaban en su
pecho el quincunce o la mariposa guerrera? ¿Qué nos dicen estos atlantes? Con
su tocado de plumas de águilas y sus sandalias de serpientes emplumadas, nos
confirman que el cielo y el mundo subterráneo están eternamente unidos. Tampoco
es que los atlantes levantaron el cielo de la tierra, sino que aún lo
levantan.
Teotihuacan |
Las culturas mayas y nahuas desarrollaron, en líneas
generales, un arte monumental – no sólo en la arquitectura, si no piénsese en
los frescos de Bonampak, en las cabezas olmecas, o en la Coatlicue mexica -; no
así los Incas desarrollaron un arte más bien funcional y pragmático que
perseguía la durabilidad, trabajando la roca volcánica en grandes muros
poligonales o con la técnica de la pirca [5]
(Pano Garcia, 1998: 43). A pesar de la monumentalidad de Machu Picchu, ésta fue
concebida como una “llacta”, es decir, como un asentamiento para controlar y
administrar la economía de las diferentes regiones conquistadas”, y sobre todo,
como “refugio y morada de lo más selecto de la aristocracia en caso de un
sorpresivo ataque” (Tavera, 1999d).
Máscara maya de jade |
El arte prehispánico se valía del símbolo para ejercer una
influencia más efectiva sobre el individuo común. Una misma pieza –
escultórica, pictórica, arquitectónica – posee varios sentidos, y su
funcionamiento cabal radica en la acción simultánea de los mismos. Pongamos
como ejemplo la estela mexica que muestra a los emperadores Tizoc y Ahuizotl
llevando a efecto el sacrificio solar en el día 1 caña del año 8 caña (1487):
comporta un sentido literal, es decir, los hermanos Tizoc y Ahuizotl en el
plano superior de la estela se sangran las orejas con un punzón; la sangre
vertida se concentra en la piedra votiva. En el plano inferior, se señala la
fecha 8 acatl en escritura glífica. Sin embargo, el hecho histórico tiene
también un sentido espiritual: así como los dioses se sacrificaron para darle
movimiento al Sol, de la misma manera “nosotros” debemos ofrecer nuestra
sangre, para que el astro aún esté vivo
en el futuro. Es un sentido espiritual triple: las acciones del pasado (sentido
tipológico) determinan nuestras acciones presentes (sentido moral), las cuales
tienen una razón trascendente, futura, que busca fundarse en la eternidad
(sentido anagógico). Todo el arte prehispánico apunta, de una manera u otra, a
la actualización de esta doctrina inmóvil.
El arte nahuatl, maya, inca y yanomami nos legitiman
constantemente el orden del cosmos, porque “representar o decir una cosa ya es
hacerla existir” (Todorov, 1993: 337). Las esculturas, estelas, figurillas o
templos piramidales son, en última instancia, la “roca interior” (Planchart
Licea, 1996: 38), la estructura mandálica del corazón del hombre o del
universo, que vienen a ser lo mismo. El arte de estas civilizaciones expresó
reiteradamente la concepción dualista del mundo que éstas habían desarrollado.
Abundaron las figuras duales con dos rostros o dos cabezas. Algunas muestran
dos cuerpos semiunidos como si fueran siameses. Máscaras que exhiben la mitad
de un rostro vivo y la otra mitad descarnado, pertenecientes al Período
Preclásico (2500 a.C – 100 d.C) fueron halladas en Tlatilco, México. De manera
similar, la Cabeza de Soyaltepec, encontrada en Oaxaca, simboliza la
dualidad vida-muerte por medio de una mueca mitad carne, mitad hueso (cfr.
Matos Moctezuma, 2000). En Tenochtitlan se encontró una almena con dos cabezas
de serpiente tallada con suma sencillez, reduciendo los atributos del animal a
figuras geométricas: rectángulos, círculos, semicírculos y triángulos.
Asimismo, dos cabezas de serpiente contrapuestas salen del cuello de Coatlicue,
la diosa mexica de la Tierra, madre de Huitzilopochtli. Esta magnífica
escultura sintetiza la ambivalencia propia de la tierra: creadora y destructora
a un mismo tiempo. En su pecho se abre un quincunce compuesto por cuatro manos
abiertas como dando a luz; no obstante, este gesto de entrega trae consigo, en
la zona inferior subsiguiente, el rostro de una calvera. La vida y la muerte
son dos puntos equidistantes que forman un círculo que está en constante
movimiento. Donde aparece la vida, está la muerte, y lo inverso también porque
cada entierro es un útero. La dualidad vida-muerte se plantea en los mismos
términos en la escultura mexica de Cihuateteo, la mujer-diosa muerta en parto:
junto a las manos del nacimiento, emerge el rostro de la muerte. La Puerta del
Sol, en Tiahuanaco, tiene en el centro del plano superior la imagen de
Viraqocha, dios de facciones imprecisas que sujeta dos serpientes en cada mano.
Mientras de su cabeza salen rayos de sol, las serpientes miran hacia abajo,
marcando así la dualidad esencial entre lo celeste y lo subterráneo. No es
gratuito que esta imagen presida la Puerta del Sol: al acceder al templo o
centro del mundo es importante comprender el entronque primordial que
representa, la unión cielo-tierra. La imagen, como símbolo sagrado, inicia al
visitante, quien a partir de ese momento pacta con un universo secundario
carente de tiempo. Esta misma dualidad es la que se concreta en la churutata
indígena y en el palo emplumado yanomami que inicia al joven en el mundo
chamánico.
Cabeza de Soyaltepec |
El sentido cuatripartito del universo estaba representado
en las ciudades prehispánicas; tal es el caso del Gran Templo Mayor mexica,
contentivo de “cuatro puertas, que recordaban los cuatro barrios, orientadas
cada una a uno de los puntos cardinales” (Bernal, 1982: 155). Las guapas y
guaturas yanomamis, aparte de su función utilitaria, al mostrar los cuatro
cuadrantes trazados en colorante vegetal simbolizan los cuatro estratos que
componen el universo y las cuatro edades cosmogónicas.
La música prehispánica también estableció claramente la
unión dinámica de los opuestos. El tambor constituyó siempre un instrumento
sagrado, “asociado a la tierra, a la luna, los ritos sexuales y de fertilidad,
así como al cielo, el trueno y la lluvia” (Acosta, 1982: 147). De esta manera,
el tambor era el canal que comunicaba el cielo y el inframundo; baste recordar
los tambores mexicas que muestran en su madera un bajorrelieve de águilas con
alas abiertas y de cuyos picos se desprende el símbolo del “agua quemada”,
representante de la unión del cosmos. Análogamente, la trompeta de caracol y
las flautas guardaban relación con la muerte y la resurrección (Ibídem).
Es quizá la música, más que ninguna otra manifestación artística, la que
expresa de mejor manera la concepción trascendente del hombre prehispánico. La
música de estas civilizaciones, en especial la andina, es pentatónica, “ya que
las cinco notas fundamentales que utilizaban daban lugar a cinco tonalidades
distintas, repartidas a su vez en cinco modos: tres mayores y dos menores” (Ibídem,
p. 152). Esta estructura musical viene dada por el lugar que ocupaba el número
cinco en la estas culturas. Aunque hemos explicado este asunto anteriormente,
no creemos vano recordar que el cinco es el número del “centro” y, por lo
tanto, del hombre mismo. El hombre hace vibrar el mundo pentatónicamente, que
es un modo de decir que lo hace vibrar con su corazón o centro.
La música, ruido organizado, penetraba la realidad, estructurándola de una manera
determinada. La música humanizaba, literalmente, el mundo, porque era la
proyección sonora de la esencia misma del hombre. El entorno se igualaba al
hombre, vibrando de un mismo modo. Dado así, el mundo perdía la hostilidad que
le es propia y se hacía habitable, transformable, de allí la variedad de
categorías musicales, entre ellas: música mágica, religiosa, guerrera, de
trabajo, fúnebre y profana (Ibídem, 151). Por ello, es que el símbolo –
sea plástico o musical – no es tanto un asunto de identificación (correlación,
signatura) cuanto de pertenencia (apropiación del mundo, expansión de los
límites). La composición pentatónica no es que represente el hombre, es el
hombre; por extensión (aérea, invisible), el mundo se hominiza en cada
movimiento sonoro.
Máscara de Tlatilco. Representa la vida y la muerte |
Tambores Malinalco |
Tres visiones de lo dual
Toda la dualidad prehispánica - tanto mesoamericana, andina
y amazónica - no lleva consigo una
auténtica noción de oposición o confrontación de factores cósmicos. No se trata
de dos realidades distintas que se unen y complementan; por el contrario, se
concibe una sola realidad que en su devenir fenoménico “pasa por varios
dualismos” (Bateson, 1993: 368). Aunque Quetzalcóatl sea el corazón del
cielo cuando llega al cenit, y sea sol de tierra o Cuatro Pies
cuando recorre el inframundo; y aunque al amanecer sea Tlahuizcalpantecuhtli
(Venus) y Xólotl al atardecer, es una misma entidad divina. El mismo recorrido
lo realizaba Huitzilopochtli, el dios solar mexica (colibrí azul) nacido de
Coatlicue, la tierra. En última instancia, Inti, Wiraqocha y Pachamama
constituyen una misma realidad pan-cósmica. A pesar de que estos dioses solares
pudieran concebirse exclusivamente como entes celestes y diurnos, son, sin
embargo, “fuente de energías ‘oscuras’”. En la India al Sol se le adjudicaba
atributos equinos que ponían en evidencia su carácter ctónico-funerario. Los
dioses solares están integrados a una “biunidad divina” y participan del mundo
de los muertos y de las tinieblas (Eliade, 1972: 141-143, 147). Al respecto,
Eliade comenta que “la polaridad luz-oscuridad, solar-ctónico ha podido ser
capturada como las dos fases alternantes de una sola y misma realidad” (Ibídem,
p. 142).
Cabeza olmeca |
Para las doctrinas prehispánicas lo superior no está
con lo inferior, sino en lo inferior, y viceversa. Es una
dualidad dinámica en la que la ‘biunidad cósmica’ siempre está en movimiento.
Ni se complementan ni pugnan ni contraponen, al igual que la palma de la mano
que no “lucha” con su reverso: no se unen porque son lo mismo. El ‘corazón’ del
cosmos es uno solo ya que “el ojo por el que vemos a Dios, y el ojo por el que
Dios nos ve, son uno solo” (Wiechers, 2000). El deslizamiento de la unidad por
las diferentes dualidades es análoga a las rutas “que comunican [los]
diferentes niveles del Ser” (Ibídem). No hay división, no hay coseduras,
sólo el uno (1), en el cual convergen lo superior y lo inferior. Esta
confluencia está también representada según la Alquimia por la estrella de seis
puntas, el Caduceo (la vara de Hermes entrelazada con dos serpientes), el gallo
y la lira, símbolos que condensan la disolución en lo fijo, y la fijación en lo
volátil (Peradejordi, 2000). De igual manera, para la quiromancia la dualidad
palma-dedos se despliega en las díadas tigre-dragón; emoción-razón;
femenino-masculino; tierra-agua y aire-fuego, respectivamente. El Campo de
Venus, debajo del dedo pulgar, – recuérdese que Venus, en el mundo
prehispánico, encarnaba la dualidad - está compuesto por una zona ‘superior’ y
otra ‘inferior’, cuya división es sólo aparente (Rodríguez, 1998: 28-29, 52).
Figurilla maya bicéfala |
La oposición dual es ilusoria porque las fuerzas
antagonistas, a pesar de parecer tender una hacia la diferenciación (aspecto
manifiesto) y otra hacia la indiferenciación (aspecto inmanifiesto), se
encuentran resueltas en los niveles superiores o grados profundos de la
realidad. La duplicidad no se efectúa en el ser mismo sino en su
‘manifestación’. Lo que en apariencia se expresa como principio activo
(espíritu) y principio pasivo (materia) son, en última instancia, dos
principios “esencialmente activos” (Guénon, 2000). Es muy importante no
confundir la concepción dualista prehispánica con los diversos dualismos
occidentales, en especial con el dualismo sustancial. Dentro de esta
corriente filosófica, destacan las consideraciones de René Descartes acerca de
los dos tipos básicos de sustancias: la materia común – que es mesurable y
ocupa una posición en el espacio -, y “la razón consciente del Hombre”, sin
extensión ni posición espacial, “cuya característica esencial es la actividad
de pensar” (Churchland, 1992: 25-26). El dualismo cartesiano
concibe a la mente como una entidad no física que interactúa con el cuerpo
causal y sistemáticamente (incluso, maquinalmente).[6]
En este sistema la oposición es tajante; la naturaleza de ambas sustancias son
radicalmente distintas, y su conjunción, incomprensible desde el punto de vista
lógico. El funcionamiento de una posible unicidad de las sustancias que
componen al hombre es explicado deficientemente por Descartes con el concepto
endeble de los ‘espíritus animales’, “principio material muy sutil” (Ibídem,
p. 27) que hace las veces de puente entre la Razón y el cuerpo. Sin duda, nada
más alejado del pensamiento mítico prehispánico.
Máscara incaica |
Sin embargo, la teoría que podría causar más interferencias
en la compresión de las creencias prehispánicas es el llamado dualismo popular,
que entiende la existencia de una ‘sustancia espiritual’ (alma, espíritu) que
habita el cuerpo físico. Este ‘fantasma’, aunque distinto a la materia común,
“posee plenamente las propiedades espaciales” (Ibídem). Sería una gran
tentación equipararla a las nociones de semilla y principio externo
mexicas explicadas anteriormente. A pesar de su evidente parecido, carece del
dinamismo y de la unidad del dualismo de las culturas de la América antigua. El
dualismo popular parece sólo aplicable al hombre, y no a todo el
universo, como lo concebían aquellas civilizaciones para las cuales los
vegetales, los minerales y todas las deidades son duales. Incluso, el hombre
mexica, a diferencia del occidental contemporáneo, poseía varias almas (López
Austin, 2000) que formaban un todo armónico. En opinión de Gregory Bateson:
Los rituales afirmaron primero la unidad del hombre con el tiempo atmosférico, con el paisaje, con los animales y con sus semejantes. Sólo posteriormente los rituales llegaron a significar codicioso control de esto o aquello. El dualismo de cuerpo/mente es codicioso (1993: 370).
El hombre, voz de voces
Todas las culturas prehispánicas tratadas en estas líneas –
entiéndase nahuas, mayas, incas y yanomamis – coinciden en que el hombre es el
centro del universo, el corazón del cosmos, el punto de inflexión donde
convergen los órdenes superior e inferior, lo visible y lo invisible, cuya
unidad es inseparable de su existencia. A pesar de que el dualismo dinámico
propio de las civilizaciones prehispánicas siquiera se mantiene en los
descendientes actuales de dichas etnias, el hombre contemporáneo –así el hombre
de cualquier tiempo – participa de un determinado “dualismo dinámico innato”.
Edgar Morin nos comenta que los rasgos anatómicos y psicológicos del hombre son
los “caracteres indeterminados propios de la infancia de la especie” (1994:
85). Los rasgos distintivos de nuestra especie son el resultado de una
“fetalización” gracias a la cual “el hombre se parece más al feto del
antropoide que al propio antropoide” (Ibídem). En este proceso, “los
caracteres juveniles del ancestro antropoide se han convertido en el hombre en
los caracteres del adulto” (Bolk citado por Morin).[7]
El hombre es un centro de indistinción donde “bullen todas las virtualidades
biológicas” que “tratan de realizarse contradictoriamente” (Ibídem, p.
87). El hombre es sincrético por antonomasia; reúne en su psiquis el amor y el
odio, la creación y la destrucción, el tedio y la vehemencia, la atracción
hacia lo material y hacia lo transcendente.
Viajar como espíritu invisible (2013), de del artista yanomami venezolano Sheroanawê Hakihiiwë. |
S. T. Coleridge concebía la Imaginación Primaria como la “percepción creadora” del hombre, análoga a la de Dios, que era capaz de generar formas nuevas y unificadoras del mundo (Imaginación Secundaria) (Díaz Solís, 1987: 41-42). Por medio de la imaginación, el hombre da vida a realidades nuevas u ontologías secundarias, paralelas a la realidad común, donde se dan encuentro los elementos más disímiles del universo. El hombre es unificador, es quien se apropia del habla de todas las cosas y los animales, como el arrendajo del poema homónimo de Randall Jarrell que “imita[ba] la vida [...] para hacer suyo el mundo” (Petitt, s/f: 166). El hombre es esencialmente mimético, por eso imita al animal o a la planta por medio de la danza, la música, el ritual, el juego, las artes visuales, la pantomima, etc. La naturaleza, aunque mimética, se limita al camuflaje, el cual tiene como finalidad la supervivencia o el apareamiento exitoso. Por el contrario, el gesto amoroso en el hombre es mimético y dinámico, porque canta “con voz de perro y con voz de pájaro, con voz de piedra y con voz de lluvia, con voz de topo, de cuchillo, de arena, hasta con voz de hombre, que las incluye a todas y es por eso difícil de entonar durante tanto tiempo”. (Miranda, 1987: 47).
Escultura de Manco Cápac |
La imaginación es el principio dinámico de creación y
destrucción, de comunicación con la otra orilla, es la generadora y
conciliadora de todas las dualidades existentes. Nos referimos a una existencia
que sobrepasa el mundo fenoménico y abarca el mundo espiritual y la categoría
de lo virtual. Es por esto que el mundo – y por lo tanto también el arte – es,
en cierto modo, una formación holográfica precedida por el deseo, quedando así
unificada la oposición hombre-mundo. El hombre antes de actuar, proyecta el holograma
de la acción. Al realizar sus movimientos, encaja su cuerpo en la configuración
holográfica. De la misma manera, el mundo proyecta todas sus virtualidades en
el hombre, siendo éste un holograma del deseo del universo.
Consultas realizadas
Acosta, Leonardo. (1982).
La América precolombina: una música ignorada. Música y descolonización.
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[1] La configuración del hombre-jaguar se remonta a la cultura olmeca,
constituyendo uno de los rasgos más distintivos de los cultos de esta
civilización. Cfr.: Ignacio Bernal, Museo Nacional de Antropología de
México. Arqueología, p. 63.
[2] Teotihuacan, a 50 km al Noreste de la ciudad de México, fue la primera
gran ciudad mesoamericana – en el sentido urbanístico, económico y religioso –
y constituyó un punto de contacto importante de diversas culturas, tanto así
que llegó a contar con barrios de grupos mayas y zapotecas (“Teotihuacan”,
2000).
[3] A su vez, el ‘muerto’ es dual, es presencia y ausencia, ser deseado y
rechazado, ensalzado y temido.
[4] De hecho, aquellos que habían sido tocados por un rayo “quedaban
preparados para dedicarse al chamanismo”. Teem Wing Yip, “La vida de los Incas”
[en línea].
[5] Pirca, “aparejo de rocas sin desbastar que los constructores
incas empleaban sobre todo en la fabricación de muros sencillos y también para
las paredes de las viviendas cotidianas”. José Luis Pano Garcia, Lo mejor
del arte precolombino, p. 46.
[6] Un alegato actual a la concepción unitaria del universo es la teoría
contemporánea que no concibe la materia sólo como aquello que ocupa una determinada
posición en el espacio. Paul Churchland comenta al respecto: “Ya no es útil no
exacto definir la materia común como aquello que tiene extensión en el espacio.
Los electrones, por ejemplo, son trocitos de materia, pero las mejores teorías
actuales los describen como partículas
puntuales sin ningún tipo de extensión (inclusive carecen de una determinada
posición espacial).” Paul M. Churchland, Materia y conciencia. Introducción
contemporánea a la filosofía de la mente, p. 27.
[7] Entre los “caracteres regresivos” del hombre se encuentran: “La
ausencia de pigmentación de las razas blancas [...], la desaparición o la
reducción de la pilosidad [...]; la cabeza grande, con el cráneo y el cerebro
voluminoso, la ausencia de los arcos superciliares y de la cresta sagital
[...], el débil desarrollo de los músculos meseteros y de los caninos, [...][y
la] conservación del prepucio.” Edgar Morin, El hombre y la muerte, p.
86.
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