La experiencia del sentido en la exposición de arte

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Alejandro Useche



       La exposición en cuanto medio de comunicación puede concebirse como un lugar de construcción de significados por parte del museo y por parte de los visitantes. Por ende, vendría a ser un lugar de sentidos, es decir, de significados que se articulan y forman "recorridos" de sentido. El ordenamiento de los significados produce una trayectoria semántica con su propia ordenación y sistema de relaciones, lo cual varía con cada individuo. El museo selecciona, organiza, relaciona y dota de dirección conceptual a los objetos exhibidos. Por su parte, el visitante recorre y hace su propia lectura, también selecciona, vincula y le otorga significaciones a sus experiencias en sala. Lo primero es un pre-texto que posibilita lo segundo, esto es, el texto definitivo: aquel que es realizado por el visitante a partir de sus acciones. Como veremos más adelante, el visitante es un actor expositivo y sus acciones generan un relato, una narración. Los actores de la exposición no son, como pensaba Philip Rhys Adams, los objetos, sino los visitantes (citado por Duncan, 1995: 12-13). La dimensión semiótica es, por dicho motivo, insoslayable, siempre está presente. El visitante puede realizar una interpretación superficial o profunda, emotiva o distanciada, parcial o global, difusa o concreta, tosca o refinada, pero siempre hará que lo otro signifique. En este orden de ideas, el acto de adjudicación de significados a las cosas es un intercambio dinámico entre el individuo y el mundo gracias al cual éste no es sólo una presencia fáctica, sino también un imaginario o vida psíquica. 



       Y, precisamente, es acerca de este diálogo entre el yo y el otro sobre lo que nos interesa reflexionar con relación al museo. De esta manera, diremos, provisoriamente, que el museo es interacción entre lo Uno y lo Otro, entre lo disperso y lo coherente, entre el adentro y el afuera, entre el pasado y el futuro, entre lo que está en un lugar determinado y lo que está en otra parte, sea visible o invisible. O dicho de otra manera: el hombre en el museo se ve a sí mismo a través del otro. Una vez incorporada la otredad, el yo deja de ser el mismo: es otro en la continuidad del yo. El visitante le otorga sentidos a lo que ve u oye y esa adjudicación es un diálogo dentro de él mismo a partir de las cosas externas: un dar y recibir entre el ego y la alteridad. 


La exposición como lugarización


       Para comprender que una exposición es un suceder de sentidos, es preciso considerarla como un lugar en cuanto espacio que es (o está siendo) habitado, morado, recorrido, apropiado y vivenciado (cf. Martín Hernández, 2002). La exposición no está circunscrita solamente a la geometría de su espacio, ni a las condiciones físicas de un biomo determinado, como temperatura, contextura, iluminación, ventilación o humedad (cf. Greimas y Courtés, 1991: 39), sino que se desarrolla en el orden del residir, del desplazamiento existencial, de la acción, en fin, de la experiencia. Estamos hablando de una experiencia del espacio porque se da un vínculo hombre-mundo, una coimplicación (cf. Pinardi, 2004). Así, el espacio se lugariza, se siente y se hace sentir, se ofrece y se recorre, se particulariza a través de alguien o con alguien, pero no solamente gracias a ese alguien. En la exposición, lugar, objetos y visitantes son juntos y su sentido es únicamente aquel que vive en dicha coimplicación. Por separados, son elementos de un análisis intelectual ajeno a lo que acontece, desligado de la lugarización. 




       La exposición es, en este sentido, un foco de acontecimientos, un flujo de hechos perecederos, un desplazamiento de energías y vidas, dado que sin alguien ningún espacio puede lugarizarse. Ahora bien, el lugar expositivo podría considerarse, hasta cierto punto, siguiendo las teorías de Marc Augé, como lugar antropológico, a saber, un lugar de la memoria, de lo relacional y de la identidad (2000: 83 y ss; Artusa, 2002). Sin embargo, se podría objetar que muchas exposiciones de arte contemporáneo exhiben obras tan recientes que éstas no implican una memoria y una identidad concretas. En ese caso, cabría recordar que en la exposición no es el objeto sino el museo el que construye y reconstruye las memorias. Ese objeto nuevo, aséptico, ajeno a toda sedimentación histórica, al museizarse, queda engarzado en una memoria futura, aún no nacida. 



       El museo es, visto así, un gesto que vuelve historia lo que no lo es aún. Lo nuevo es absorbido, no tanto por la duración expositiva, sino porque una exposición actúa como un virus: contagia a todas las otras exposiciones. Es como una lugarización móvil que se aloja en otras partes del circuito museológico. Es así como se van generando legitimaciones, homogeneizaciones, comentarios, repeticiones, es decir, los mismos mecanismos que hicieron que lo tradicional fuera tal. El museo es un lugar de identidad y memoria no sólo por el pasado, sino por el presente futurizado. 





       Con todo, el lugar expositivo podría convertirse, aunque parezca contradictorio, también en un no lugar, esto es, en un lugar que se define por los textos que propone. El visitante no interactúa con el lugar, sino con sus textos "sin otros enunciadores que las personas 'morales' o las instituciones" (Augé, 2000: 100). Cuando la exposición se reduce a un lugar informativo, la experiencia en sala se traduce en leer paneles y rótulos, títulos y subtítulos, gráficos y documentos. La mediación impersonaliza la experiencia. La información complementaria no es ya un auxiliar o adyuvante de la acción del visitante, sino puntos que marcan un mapa: se va de uno a otro y las obras son, entonces, las ilustraciones, los apoyos, la información secundaria, a la cual, por cierto, el visitante no parece otorgarle, en promedio, más de 20 a 30 segundos (según informaciones de Alonso Fernández y García Fernández, 1999: 99 y ss). 


       En gran medida, la huella del museo moderno en los museos de arte actuales, es decir, la 'caja blanca' impoluta y neutra donde se muestran títulos, obras y rótulos, propicia precisamente esta sensación de no lugar, de espacio colectivo igual para todos que en sí no es nadie y que sólo se limita a mostrar objetos. Según esta lógica, la identidad le es propia a las piezas, no al lugar. El lugar no se compromete, es objetivo, a veces científico, ordenador, pero no vinculante, no habitable por sí mismo; en fin, el lugar es una deslugarización.






       Por otra parte, prestando atención a las particularidades de la exposición de arte, nos damos cuenta de que ésta es un lugar de sincretismos, donde se pueden combinar, objetos artísticos de la índole más diversa, desde pintura, pasando por instalaciones hasta video-arte. O también objetos o elementos no artísticos como imágenes documentales, textos, dispositivos multisensoriales, sistemas de iluminación, capas de colores, entre otros. La pluralidad de lenguajes de manifestación constituye un texto sincrético, cuya linealidad se ha vertido en sustancias diferentes. En este orden de ideas, no es adecuado pensar que los textos de sala son una enunciación diferente de la iluminación de la misma o de los objetos exhibidos. Todos los elementos señalados son un mismo acto enunciativo y, por ende, un mismo discurso (cf. Greimas y Courtés, 1991: 234). 


       El carácter sincrético del texto expositivo no sólo se constata en el hecho de que combina diversos lenguajes de manifestación. Si se redujera a eso, cualquier casa o apartamento habitado podría cumplir con los requerimientos para ser una exposición. La diferencia radica en los procesos de discursivización que le otorgan un estatuto diferente a la exposición con respecto a otros lugares no expositivos. Por un lado, está el carácter institucional de la exposición del museo y la función indiciaria de la edificiación y de los pendones y señalizaciones que invitan a la experiencia expositiva. Sin embargo, eso no sería suficiente, dado que es posible museizar fuera del museo. En este sentido, el estatuto al que nos referimos tiene que ver con los procesos de escenificación (que incluye la sintaxis espacial y los criterios teatrales), los dispositivos indiciales (que van desde el rótulo hasta los intervalos entre obras) y las estrategias de una retórica indicial (como, por ejemplo, iluminaciones desviantes que rompen las expectativas, dispositivos de trasparencias o que propicien traslapos que muestren y oculten al mismo tiempo).






La exposición como lugar de actoralización


       El visitante es, en virtud de sus acciones, un actor, dado que forma parte de una escena de la vida pública que se contrapone a los bastidores de una vida privada o interna. El individuo comporta una división de sí que le permite una segregación de roles determinados que se muestran, que son, en fin, una dramatización. Cada cambio de rol le exige una conmutación de códigos que le facilitan la labor de figuración, de hacerse figura ante otros, de actoralizarse y formar parte de una representación (cf. Joseph, 1999: 20, 39, 53-54, 61-62). De esta forma, el visitante-observador se despoja de su rol pasivo y se convierte en un ente activo y vivencial. Cada uno de sus actos, en calidad de sintagmas simples, se suceden y articulan produciendo acciones entendidas como procesos de cambio perceptibles en la puesta en escena expositiva y en los aspectos psicológicos o morales del actor (cf. Pavis, 1998: 20-21). 


       En torno al actor social, Isaac Joseph comenta: 



la pluralidad de los mundos no se concibe si no sabemos actuar y ponernos en escena, ponernos en el lugar del otro (para adoptar su perspectiva), creernos otro (y desempeñar un papel) o, punto culminante de la socialización, dirigirnos a todos y cada uno, no importa cuál sea su mundo, es decir, responder al 'otro generalizado' (1999: 26).



       Podríamos afirmar, en consecuencia, que el visitante al museo se enfrenta a la diversidad de mundos, lo que Juan Magariños de Morentin denomina Mundos Posibles del Museo en oposición a los Mundos Posibles del Visitante (cf. 2002). La exposición es un mundo en su diversidad y el propio visitante debe diversificarse para poder vivir en él: alterizarse a través de lo otro para comprender lo que lo otro es (es decir, entender, por ejemplo, lo que plantea un agrupamiento de objetos en el marco de la formulación conceptual de una exposición), y alterizarse para hacerse otro, para actuar. El visitante de museo no actúa igual al visitante de un casino, una reunión íntima con amigos o un mitin político. 

       Por otra parte, el actor expositivo es tal en cuanto interpreta un rol o un conjunto de roles a partir de un programa narrativo previo. Así como el actor teatral obedece al texto dramático y a las orientaciones del director (cf. Pavis, 1998: 33), el actor expositivo, siempre de un modo más flexible y variable, responde a un programa narrativo que se complementa con un guión museológico y un guión museográfico. Y si bien el actor social carece del tipo de reapropiación y transformación de los elementos puestos en juego (kinésicos y proxémicos, por ejemplo) que tiene un actor teatral con los procesos de exageración y estilización que le son propios (cf. Loriggio, 1992, 25-26), el visitante expositivo es, a pesar de ello, un actor dentro de una escena en la cual, si bien no hay público como en el teatro, hay observadores y testigos, como los entiende Isaac Joseph: los otros son los que escenifican al visitante, haciéndolo actor. Sin duda, el visitante-actor no necesariamente está consciente de ello, lo cual no invalida el hecho de que su narrativa responda a marcos de participación incorporados (cf. Joseph, 1999: 63 y ss.) y, por ende, invisibilizados. En otros términos: las acciones del actor expositivo son rituales. El grado de ritualización varía con cada circunstancia, la cual contiene los indicadores necesarios para que el individuo actúe. 




       Kenneth Burke afirma que el rito es la "forma histórica, primordial [e] incipiente del drama", y que todo rito, en su interior, contiene un conflicto. Luego asevera que "si hay conflicto, entonces hay victimaje y sacrificio" (citado por Loriggio, 1992: 24). Se establecería la siguiente cadena: acción-drama-rito-conflicto-victimaje-sacrificio. Aunque no nos detendremos en la dimensión ritual de la exposición, se hace necesario considerar ahora el problema del conflicto y del sacrificio.

       Las relaciones entre el drama teatral y el expositivo son, en último caso, metafóricas, sobre todo en lo que respecta a estos factores. Toda dramatización descansa en un conflicto, pero la exposición está lejos de cumplir las características del conflicto teatral, especialmente el perteneciente al modelo trágico. Sólo en el sentido de que el actor-visitante se enfrenta a visiones del mundo divergentes con las propias o con una multiplicidad de concepciones disímiles entre sí es que se podría hablar de conflicto expositivo. Esta confrontación con la alteridad diversificada propicia en él la asunción de actitudes diferentes incluso sobre una misma situación o imagen que fungieron de activadores (cf. Pavis, 1998: 90). Los grados de intensidad o de tensión del conflicto variarán con cada exposición. Puede darse el caso de que el conflicto se disuelva (sobre todo en exposiciones excesivamente pregnantes y, por lo tanto, complacientes, o en las exposiciones en extremo desarticuladas o libres), así como el teatro contemporáneo ha experimentado con la atenuación o ausencia de conflicto (un caso emblemático sería Esperando a Godot, de Samuel Beckett). 




       En lo que respecta a la relación entre conflicto y sacrificio, nuevamente hay que insistir sobre su carácter figurado y sobre el distanciamiento parcial de las acepciones teatrales o religiosas. En un primer momento, hay sacrificio expositivo cuando hay adoración, conmemoración, perpetuación y potenciación de los objetos exhibidos, lo que conduce a procesos de fetichización y aurificación. El actor se hace víctima en cuanto que sus acciones son una ofrenda entendida como sacrificio pacífico. Esta idea del sacrificio no violento sugerido por Régis Boyer (1995: 67-69) se aleja de la concepción que suele vincular sacrificio y violencia --piénsese, por ejemplo, en el planteamiento de René Girard (1975)-- y se aproxima, por el contrario, a una dimensión más interna del asunto. En este orden de ideas, hay exposiciones que por su estructuración propician el sacrificio al ofrecer una visión magnificada o extraordinaria de las cosas. Llamemos a esta experiencia sacrificio expositivo por aurificación. Sin embargo, aunque no suceda la fetichización, el visitante debe otorgarle un mínimo de relevancia a los objetos para que la experiencia expositiva pueda darse. Podríamos llamar a esta experiencia sacrificio expositivo por implicación


La exposición como manipulación


        Podríamos aseverar que la exposición es, recurriendo a las teorías de J. A. Greimas y J. Courtés, el lugar de una semiosis sincrética, es decir, un lugar de movilización de significados por medio de lenguajes de manifestación diversos, en el cual el museo funge de sujeto sintagmático colectivo que enuncia desde la articulación de dos programas: 



a) un programa de competencia que implica un enunciador (museo) que discursiviza unas estructuras semio-narrativas actualizadas (es decir, unas estructuras del orden de la significación y de la acción, cuyo estatuto es un deber-ser) asumidas como propias, lo cual significa que se ha identificado a sí mismo con una suerte de sujeto indefinido que implica juicios pertenecientes al hacer y al ser-estar (deber, poder y creer ser-estar, y deber, poder y creer hacer) (1991: 79-81). Formulado en otras palabras: el museo se apropia de mundos semánticos determinados que luego son organizados espacialmente. En este sentido, el programa de competencia instaura al museo como enunciador que ha asumido como propia una estructura semiótica de valores para ser puesta en escena a partir de figuras que le permitan presentarse a sí mismo, es decir, hacerse simulacro o espectáculo. 






b) un programa de actuación, en el cual un enunciador (museo) hace-hacer, es decir, manipula, y un enunciatario (visitante-receptor) hace. Este programa de performance cumple su cometido una vez que el discurso sea asumido como propio tanto por el enunciador como por el enunciatario. De esta manera, el visitante a la exposición también debe asumir como propias determinadas estructuras semio-narrativas actualizadas. El museo hace que el visitante haga y éste hace desde competencias semánticas particulares; sin embargo, las estructuras semio-narrativas no pueden ser idénticas ni totalmente contradictorias porque o el museo no tiene nada nuevo que decirle al visitante o éste no comprende nada de lo que el museo le plantea. Así como el museo debe aceptar realizar ciertas concesiones, así el visitante debe ceder y enfrentarse a lo desconocido, a la alteridad. En consecuencia, la experiencia expositiva es para el visitante una transformación de su propia competencia, de su propio saber, bien interpretativo, bien pragmático, o bien emotivo. 


       Una vez que se ha llegado a este punto, es necesario hacer una observación: la exposición en cuanto manipulación comporta, por lo menos, dos modalidades. La primera es una modalidad dura en cuanto que a través de un programa de actuación el museo puede organizar y prever la generación de sentidos restringidos más o menos estables por parte del visitante, quien modifica sus competencias por medio de un recorrido vivido, previamente articulado desde un programa narrativo que propicia cambios de estado tanto cuantitativos como cualitativos (cf. Greimás y Courtés, 1991: 200 y ss.). La segunda es una modalidad blanda que consiste en propiciar en el visitante la producción de sentidos globales y vagos, esto es, la articulación de significados inestables o marcadamente retóricos que, por ser desviantes, posibilitan lecturas connotativas muy personales. Asimismo, esta modalidad también puede desarrollar experiencias lúdicas, las cuales carecen de otra meta que no sea el cumplimiento de reglas carentes de finalidad práctica. Igualmente, la evocación como estrategia de activación de memorias personales es otro de los mecanismos que distinguen esta segunda manera de manipulación. 






       En cuanto a la modalidad dura, quedaría  por formular sub-programas narrativos que permitan crear un "modelo de trabajo curatorial-museográfico" eficiente. Dicho modelo debiera abarcar aquellos aspectos que se crean necesarios para la elaboración de un enunciado expositivo. Constituiría una "metodología" entendida como "camino" o conjunto de caminos posibles que puedan ser manipulados con la libertad conceptual y espacial requerida y que permitan la producción de "estilos expositivos". Para tales fines, proponemos cinco subprogramas narrativos que conformen la modalidad dura de manipulación: 

       1) un subprograma teleológico que prevea la finalidad de la exposición. En este sentido, se establece un para qué, así como un efecto o ethos para los actores expositivos. De este modo, se puede, por ejemplo, elegir mitificar o desmitificar, divertir al visitante o transformarlo, es decir, "ponerlo a prueba". 

       2) Un subprograma de la imagen que prevea el tipo de imágenes a incorporar en el enunciado a partir de la coordinación de, por lo menos, dos criterios: artístico (aspectos plásticos, motivos figurativos o motivos abstractos, cualidades expresivas, temas o tópicos, lenguajes y materiales empleados) y connotativo (aspectos territoriales, cronológicos, generacionales, psicológicos, filosóficos, sociales, siimbólicos, entre otros).






         3) un subprograma de la frontera que establezca cuál es el punto de vista cultural que la exposición asume, es decir, el tipo de relación que tiene con las otras culturas o con la propia, pudiendo ser de inclusión homogeneizadora (la otra cultura y la propia tratadas como iguales), excluyente (la otra cultura como ajena, exótica, peligrosa) o de diálogo (la otra cultura y la propia son diferentes pero pueden interactuar cada una con sus propias cualidades). 

       4) Un subprograma de recorrido espacial que prevea los desplazamientos del actor expositivo a partir de un diseño museográfico particular. De esta manera, podrían formularse recorridos con diversos grados de libertad para el visitante. Se elegiría hastas qué punto el visitante debe cumplir con recorridos obligatorios o indicativos, semi-indicativos  y libres, como lo sugieren Alonso Fernández y García Fernández (1999: 47-49). 




       Y, finalmente, 5) un subprograma accional que indique qué tipo de acciones se desea que el actor realice, como, por ejemplo, entrar, salir, recorrer, contemplar, leer textos, tocar, manipular o interactuar con objetos o recibir alguna estimulación sensorial en concreto. 





       La modalidad blanda, por el contrario, es mucha más compleja y requiere un desarrollo mayor al que estas páginas le otorga. Podríamos, no obstante, hacer algunos comentarios. Quizá el más relevante sea que mientras la modalidad dura es de talante narrativo en cuanto que la acción del actor expositivo produce un relato, una narración porque "algo" sucede, la modalidad blanda es de orden simbólico. Esta experiencia simbólica podría producirse por diversas vías que ya hemos señalado de manera muy general, pero que pueden ser sintetizadas como sigue: se desea que el actor expositivo recuerde (contextualizaciones íntimas), conecte libremente (con o sin ayuda de dispositivos de estimulación multisensorial), asocie lo que no está previsto o normado por la crítica o los discursos dominantes (por ejemplo, la estrategia de exponer lo periférico y no lo central, es decir, mostrar los objetos como cosas inacabadas y abiertas, ofrecer fisuras, los reversos, los márgenes, lo incierto, lo no comprobado, lo mínimo, lo rechazado y lo insuficiente), que establezca vínculos afectivos con la exposición (sentido de pertenencia, de afinidad o pertinencia personal) y que participe de su dimensión lúdica (las estrategias de intriga, de suspenso, de establecer combinaciones de normas que no busquen un propósito, lo cual sería el opuesto al subprograma teleológico). En defintiva, el lugar expositivo ofrecería, por un lado, sentidos más o menos estáticos y, por otro, sentidos móviles, expansivos, volubles y no siempre comprensibles racionalmente. 



Referencias


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Pavis, Patrice. (1998). Diccionario de teatro. Dramaturgia, estética, semiología. Barcelona: Paidós. 


     

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