La mirada vertical: Lo distinto y lo eterno

|








Alejandro Useche



Antes de mirar

        Si bien el arte es un movimiento hacia la trascendencia y la expresión de un deseo que aspira a cualidades y dimensiones extraordinarias, no es igualmente cierto que todas las expresiones estéticas se encuentren en una misma ubicación dentro de lo que podríamos denominar un mapa de la trascendencia estética. Asimismo, tampoco podemos afirmar que todas las obras de arte realizan este movimiento de igual manera. Cada artista u obra establece una relación particular e intransferible con la esfera inmaterial. Si decidiéramos trazar una cartografía del fenómeno --empresa vana por sí sola--, cada corpus estética crearía en el plano tensiones, adecuaciones, temperamentos y significaciones particulares. 

       Hemos indicado que el trazo de este mapa no se sostiene por sí mismo porque la ligadura con lo trascendente no puede cartografiarse. Podría decirse, por el contrario, que el objeto se vuelve trascendente en la medida en que se percibe más que materia en la materia, sin ser posible indicar, de manera precisa y exhaustiva, qué es lo que se mueve bajo las formas. En este sentido, la trascendencia nunca es explícita. Es aquello que atraviesa el mundo fenomenológico sin ser mostración o faz. La obra de arte aspira a efectuar una incisión en la veladura que cubre a la Unidad Primordial. Dicho de otro modo, con su fijeza material, la obra desea atrapar lo volátil e incomunicable, pero sólo podrá representar --por suerte de la analogía o de la evocación libre-- parcialidades, fragmentos que se entreven en los cortes de la veladura. Pero la veladura siempre oculta otra veladura. En este sentido, el arte es el registro y el nombramiento de una búsqueda de la trascendencia, más no es la trascendencia misma. Es el tránsito de una veladura a otra. 

Vertical y horizontal

        Este movimiento vertical hacia lo trascendente está cruzado por tensiones horizontales. En el sistema expositivo, las obras se entrecruzan, se reflejan, se redimensionan, se intervalúan y, juntas, adquieren un nuevo sentido. Al eje vertical debe añadirse, entonces, una interpretación horizontal. Una obra dispuesta junto a otra, adquiere una identidad distinta a aquella forjada en el aislamiento. Cada una es la vara que mide a la otra, en una dinámica de interdefinición nunca exacta, constantemente asediada por los cambios que implicaría la inclusión de un nuevo elemento. Por ello, toda configuración expositiva es sustituible y mutable. 

        Ahora bien, si agrupar piezas y artistas histórica o temáticamente puede resultar provechoso, las limitaciones de este procedimiento son notables. Quizá la más importante sea el efecto paralizador y reductor que éste tiene sobre el objeto artístico. Apuntamos: "Éste es el tema", y con esta aseveración nos tranquilizamos por haber logrado un lugar para la obra. Definir temas proporciona datos esclarecedores, pero no lo es todo. Esta aclaratoria, que puede parecer injustificada y pretenciosa, viene dada por la tendencia generalizada a tematizar las diversas expresiones artísticas. Se localizan los tópicos dominantes, se organizan las repeticiones y ritmos. Así, las obras, aunque no hablen igual, hablan de lo mismo.

        Las exposiciones colectivas tienden al tope de la tematización. Ante la diversidad abrumadora en los contenidos y en las propuestas plásticas que conforman cada una de las piezas, muchas veces se opta --como salida relativamente fácil-- por la homogeneización de los asuntos o de los lineamientos formales. Este tipo de soluciones enfatiza las semejanzas y sintoniza las obras en una misma frecuencia conceptual. En el presente caso, no es nuestro deseo descartar los temas y las semejanzas: el énfasis está en otro lado. Más bien, es nuestra intención poner en evidencia la tensión que se establece entre la diversidad matérica y temática, y el movimiento globalizador hacia lo trascendente en el cual se insertan dichas pluralidades. Nos interesa señalar la relación entre las diferencias y lo Indiferenciado Trascendente. Dicho de otro modo, si todas las obras de arte aspiran a la trascendencia, ¿dónde se efectúa y cómo es el movimiento de cada una hacia ese ápice virtual y siempre problemático?

Esto no es una cartografía

        La mirada vertical: lo distinto y lo eterno reúne obras de diez artistas venezolanos contemporáneos, a decir, Gerardo Arenas, Mariela Arévalo, Henry Cedeño, Guillermo Coll, Reinaldo Crespo, Astolfo Funes, Luis Lovera, Jaime Moroldo, Roberto Notarfrancesco y Luis Valera. Establezcamos, entonces, algún recorrido.

Luis Valera

        La materia se basta a sí misma en una configuración abstracta de carácter lírico, en la cual el color es el elemento fundacional de la experiencia visual. Colores primarios, vibrantes, emotivos y aplicados en grandes zonas establecen ritmos libres --a veces rápidos-- en una composición donde la sensación de movimiento es cardinal. El concepto y el referente desaparecen y dejan a la tela por su cuenta, ofreciendo al espectador el goce matérico puro. Este placer está cruzado de tensiones visuales: los cuerpos cromáticos tienden a ser livianos y volátiles, se organizan de manera pluricentral y asimétrica, y traslucen vigorosidad, violencia y un deseo de conseguir el impacto visual por la pura visualidad. 

        A pesar de ser capaz de conmover los sentidos y de producir reacciones psicológicas, la función matérica se impone con creces, en un gesto de autosuficiencia que hace pensar que la fuerza de la obra reposa en que ésta no desea ir a ningún lado. En este quedarse hay un irse y si se mira con detenimiento, se percibe en la materialidad inmóvil la virtualización del movimiento y de otros contenidos de difícil definición (instintivos, emotivos, etc.). Y es que la obra no es la actualización de potencialidades y de problemas técnicos, sino la virtualización de lo existente. Con esto queremos decir que lo que vemos no es una solución, sino la concreción de una materia problematizada. Aunque la obra sea un borde disfrutable, ni conocemos su centro ni es solamente lo que vemos. En fin, con Valera, la obra desborda mismidad. Si la mirada vertical es aquella que se desplaza de la materia al espíritu, las creaciones de Valera respiran en el nadir. 

Luis Lovera

        Recurriendo nuevamente a la madera, Lovera ensambla una escultura abstracto-geométrica, en la cual se describe el trayecto de un vector que se desplaza en el espacio, quebrándose y asumiendo constantemente nuevas direcciones. Se desea un ritmo sorpresivo: una verticalidad que, paulatinamente, avanza horizontal para después volverse círculo, uno que no termina de cerrarse. La obra es un homenaje a Antonio Gaudí y constituye una interpretación personal de las torres de este arquitecto escultórico.

        Se impone la imperfección en pro de la expresividad: una madera de aspecto crudo, acabados irregulares y una aspereza textural que, por contraste, hacen del objeto geométrico y racionalizado-construido un facto liberado y redimensionado. Asimismo, los símbolos añadidos de embalaje y las inclusiones metálicas conectan a la obra con otros significados: por un lado, con la noción de exportación, viaje, intercambio y producto. Por otro, el "principio de la belleza por diversidad matérica" se evidencia en los contrastes madera-metal, crudo-liso y mate-brillante.

        Si bien es cierto que la obra se complace en su propia volumetría y que se regodea en su trayecto expresivo-espacial, también hay que considerar que, por su forma, se asimila al tótem. La pieza es expansiva y ex-céntrica y reclama un espacio considerable. Su trayecto es ascendente (espiritualizante) para luego curvarse en un círculo inacabado. Es la síntesis de las torres y de los diseños curvos de Antonio Gaudí, pero también la elevación activa que se pasiviza, la conjunción inconclusa de los opuestos (vertical-masculino / círculo-femenino). 

        En el caso de Lovera, la materia no se repliega totalmente sobre sí misma, sino que, moderadamente, incorpora indicadores del afuera. Y no sólo nos referimos al hecho significativo de entroncarse con las torres de Gaudí (aquí se desencandena, por cierto, una secuencia de asociaciones: arquitectura escultórica y viceversa; irregularidad de las superficies y libertad expresiva; mitificación matérica por analogía Lovera-Gaudí; elevación por suposición de una estructura arquitectónica que se ha suprimido; estética modernista; intensidad y originalidad, etc.). El exterior, en Lovera, también se sugiere por la adición de una señalética de embalaje (viaje, mercancía y cajón cerrado) y de elementos metálicos. Una pequeña placa oxidada pende de un borde: ¿la etiqueta, el precio, una provocación? La obra calla.

Gerardo Arenas

        Un rectángulo de tela estampada con rosas rosadas: grandes, manieristas, cercanas al kitsch. Pero sobre todo, convencionales. Una tela que remite a la madre y, por extensión, a figuras análogas. En sentido general, es un diseño que nos conecta con la feminidad tradicional. Con esto nos referimos a los tópicos de interioridad, delicadeza y ternura, así como a la imagen de la flor-vulva. La flor es el sexo de la planta; la vulva es la flor o summum mujeril (baste sólo pensar en el mito de la desfloración). 

        La rosa también remite a la fugacidad de la belleza. La juventud, la tersura, la humedad, la fertilidad, las carnes firmes, el contorno definido y audaz, la esbeltez y el brillo caducan inevitablemente. Su ausencia deja marcas visibles. El cuerpo es el registro vivo de la brevedad de la vida. El tiempo es un punto que describe una línea sin circunvalaciones o retornos. La acción y existencia fenomenológica del ser humano está inscrita en ese trazo secuencial. Sin embargo, el hombre, por la gracia del espíritu, evita la linealidad y efectúa saltos, proyecciones, combinaciones, cruces, quiebres y contigüidades. Por operación psíquica, le es posible retomar el pasado: añora, reinterpreta y se sume en la melancolía de lo que ya no es. También, por mecanismo analógico, se propulsa hacia el futuro, ese tiempo que nunca existe y que nos mide y evalúa. 

        Cuando la belleza pasa, cada nuevo pliegue que brota en la piel es una incisión de Tánatos, la señal de la disgregación y de la muerte. La mujer, por antonomasia y según el pensamiento tradicional, constituye la personificación del deseo de belleza permanente. Los afeites, ungüentos y cuidados para el "sexo bello" han sido aliados en la prosecución de esta meta desde tiempos antiguos.
     
        Arenas cubre con goma laca la tela de rosas para indicar el envejecimiento de las mujeres, y con aplicaciones vigorosas de cemento plástico traza gruesas líneas negras que invaden el rectángulo femenino, como arañazos de la muerte o incisiones del vacío. Por otro lado, la obra es la maximización del elemento dibujístico tan típico del artista. Estos elementos pueden resumirse en el rectángulo, las líneas verticales y los trazos breves en el plano superior. A pesar de la carga lírica que la obra posee, si se redujera a su estructura compositiva, descubriríamos que la propuesta se funda en la geometría. A esto se le añade el contraste de las calidades de textura y color. 

        Este aspecto matérico sigue siendo dominante, aunque la obra comporta una psicología de mayor profundidad, efectuando un movimiento horizontal que marca dos extremos en el tiempo: un pasado desbordante (Eros) y un futuro vacío (Tánatos). Si hemos trazado una mirada vertical, Arenas establece también una primera horizontalidad. Sin embargo, su mensaje es cíclico: envejecemos y morimos generación tras generación.

Astolfo Funes

        Recientemente, la obra de este artista ha avanzado en nuevos derroteros. Sus telas han incorporado una serie de personajes cargados tanto de un contenido psicológico, como de un orden, comportamiento y espacio sociales particulares. Su obra despliega visiones urbanas en las cuales salen a flote códigos y "mentalidades", como anotaciones de un entorno que lo interpela: la vida nocturna, escenas cotidianas, personas hablando, caminando, gesticulando, en definitiva, socializando. Sus personajes tienden a ser jóvenes y a exaltar la vitalidad, el gesto, la actitud, la energía emocional. las mujeres tienen un lugar privilegiado: graciosas o sensuales, delicadas e independientes, coquetas y profundas, todas apuntan a una feminidad provocadora y no siempre accesible. Esto último viene dado por el carácter fascinante que poseen. Lo fascinante es para ser contemplado atentamente, no para ser poseído. En este sentido, la obra de Funes es tremendamente intensa. Trazuma violencia, emotividad e hiperactividad psíquica. Resume impacto, desgarro y movimiento. Emplea formas superlativamente expresionistas, así como un tratamiento cromático complejo y efectivo: fondos amarillos excitados, donde los verdes y rojos, azules o negros crean un ritmo compositivo ágil y muy libre, siempre respetando la valorización del color.

        Es preciso hacer una aclaratoria: su obra registra una realidad externa, pero ese afuera ha sido previamente incorporado, vivenciado, transmutado y contorsionado por una individualidad apasionada. El afuera es el adentro y viceversa. No debe confundirse su afán de exterioridad. No se trata de una bitácora citadina, sino de un tránsito interno traducido en imágenes de la urbe, en personajes-símbolo. La obra sólo en apariencia parece estar absorta en la otredad. Dos mujeres hablan mientras toman café: una frente a otra hablan de un tercero que está frente a ellas. 

        En nuestro recorrido vertical, Funes se desplaza en la horizontal dibujada por Arenas, pero está en el centro del tiempo (eterno presente) y del yo que mira al mundo.


Reinaldo Crespo

        La obra de este artista plástico se ha convertido en una cartografía del recuerdo. Si se miran sus obras, parecen vistas aéreas de Morere, su pueblo natal, pero dispuestas en una composición abstracta que se debate entre el geometrismo y el lirismo. El amarillo es el equivalente de una geografía transfigurada, de las arenas y el sol. Sonoro y vibrante, este color se equilibra con intervenciones puntuales de otros: azul, rojo, blanco. Éste último ha sido recuperado por Crespo y ha adquirido un protagonismo insospechado, no sólo como descanso visual, sino como eje compositivo y estructura distributiva. Sus obras tienden a lo atmosférico y a la ampliación de unos poco componentes, sin ser minimalista. Las formas alusivas, aunque no simétricas, se organizan armónicamente, preocupación constante en este creador. 

        Una cruz blanca divide cuatro cuadrantes amarillos, representando lo terrestre organizado. El amarillo propulsa el cuadro hacia el exterior, hacia el espectador, en un gesto no melancólico, sino más bien delirante y estridente. En el centro está el silencio, el blanco, que convierte el recuerdo en posibilidad, en un nada fecundo. Un pequeño triángulo azul añade profundidad y quietud. ¿Qué operación del espíritu se realiza aquí? La transformación plástica de un movimiento horizontal hacia la interioridad. El plano matérico reclama independencia de cualquier evocación, así como una vibración y un sonido propios. Pero tampoco se eleva por encima de sí mismo. Se hace preciso agotar la mismidad. Prueba de ello es la variación de un mismo tema y la exploración sistemática y concienzuda de los recursos plásticos. 


Mariela Arévalo

       La obra de esta joven creadora es el sistema de sistemas. Se trata de pequeños recortes cuadrados de estampas entretejidas con nylon negro que forman cubos. Estas volumetrías se distribuyen polirrítmicamente en la pared conectando su propuesta con lo neurológico, el circuito y los sistemas de asociaciones. Litografía, fotografía, aguatinta, aguafuerte, serigrafía, intaglio, punta seca y otras técnicas de la gráfica, se combinan prácticamente por el azar, en un proceso donde predomina lo intuitivo y lo sorpresivo. De ellas se desprenden hilos, líneas que se han corporeizado y que crean relaciones expansivas, donde es posible el retroceso y el avance, la simultaneidad y la focalización múltiple. Cada fragmento ofrece una calidad textural diferente, proporcionando una diversidad matérica indispensable para apreciar esta propuesta.

        Resalta lo espacial y lo meticuloso, lo intuitivo y lo conceptual. La idea central se resume en la conjunción o entronque del cielo con la tierra, de lo humano con lo superior. El 4, símbolo de la estabilidad terrestre, está contenida en el cuadrado (unidad mínima) y, por extensión, en el cubo (unidad sintáctica mayor). Los cubos, de 9 x 9 cm, contienen, asimismo, el 3 como número celeste creador (3 x 3 = 9). Sin embargo, el 9 lo entronca con la muerte y el límite y, ciertametne, la pieza consiste en las conexiones, en los interlímites. Otra cosa: más que fundirse los contrarios (búsqueda de la unidad), estos se confrontan. No resulta una unión, sino una diferenciación. Y es que la obra de Arévalo es la hipérbole de la diferenciación como proceso plástico y psíquico. Si bien nuestra existencia es lineal, como ya comentamos con Arenas, la memoria no lo es. Cada cuadrado de estampa representa un segmento de recuerdo, y cada uno se conecta con otro y ése con otro, y así sucesivamente. El flujo de conciencia no responde a una normativa lógica y a un ritmo preceptivo. Tampoco a la volición. Es un acontecimiento pulsional, irracional, pero no por ello incoherente y caótico. Estamos hablando de un protosistema radial y sin término. Es un misterio cómo dialogan los recuerdos. Esta preocupación, Arévalo no desea dejarla intangible; por el contrario, con las diversas texturas y tonos provoca al espectador. Que la toque, que el ojo se haga dígito de la memoria. 


Roberto Notarfrancesco

        Dos inmensos cuellos se contorsionan y elevan, rematando en cabezas aterradas y convulsas. Son figuras expresionistas que transmiten dolor, angustia y aterimiento. La boca se abre y un grito extático aspira toda la materia hasta vaciarla. La pasta pictórica ha sido aplicada con los dedos en un gesto de inmediatez, espontaneidad y urgencia. Contornos negros que tiemblan sobre un fondo gris: de este modo, las formas se asimilan a las cenizas, a la indiferencia y al debilitamiento. Los rostros están próximos y parecen pedir auxilio a quien mira. La línea es gruesa y la pasta brillante, incitando a la experiencia táctil. Es interesante contemplar esta tendencia monocroma, dado que el artista había estado trabajando con colores vibrantes y explosivos en sus creaciones precedentes.

        Se impone lo gestual y las proporciones de las figuras hacen pensar en que en cualquier momento pudieran salirse del soporte. Los cuerpos se queman. Y sus cuellos asemejan altas torres a punto de desplomarse. No es difícil ver la reinterpretación de los sucesos terroristas acaecidos en Nueva York, Estados Unidos, el 11 de septiembre de 2001. Las cabezas-torre simbolizan una realidad colectiva a gran escala  porque no sólo traducen la caída de las Gemelas, sino también el derrumbe de la estabilidad y paz mundiales. En este punto, la materia ya no desea servise a sí misma ni tampoco a un yo. Penetra, así, una primera capa del mundo superior y logra impersonalizarse (movimiento neptuniano). Sin embargo, no logra dispararse a lo metafísico absoluto: los hilos de la esfera emocional retienen las formas en un impacto visual de goce y dolor matéricos. La tendencia alegórica hace otro tanto. A pesar de ello, con la obra de Notarfrancesco se ha recuperado la verticalidad. 


Henry Cedeño

        Nuevamente, el contraste blanco-negro en correspondencia con la composición simétrica son los aspectos fundamentales en la obra de Cedeño, quien ha sostenido una indagación visual fiel a sí mismo. Cuatro cuadrantes bien definidos dejan ver la escultura de un Cristo: su torso, las espinas y clavos arman un discurso particular de corte religioso. La misma figura se repite en el cuadrante contiguo, pero al revés. Esta relación especular es estable con cada elemento que el lente ha atrapado. Las carnes pálidas del Mesías, su peculiar ombligo en triángulo, su postura teatral, las espinas gruesas y firmas, los clavos angulosos. Todo está allí, pero fragmentado. Se va al detalle, se agrandan los elementos, y nada parece proferirse desde el cuerpo de Dios. Se ha vaciado. Poseemos pistas, imágenes parciales. A pesar de que en este caso, el todo estético está contenido en el fragmento visual, no es aplicable al asunto: la unidad metafísica no está contenida en el fragmento metafísico. Al igual que Arévalo, el fragmento es independiente y su belleza reside en estar incompleto. Las formas, carentes de un sentido totalizador, se miran a sí mismas. Cristo-Narciso se convierte en piedra. 

        La fragmentación evidencia la disgragación de la fe y la segmentación de los relatos metafísicos. El hombre contemporáneo no percibe el fenómeno espiritual unitariamente porque su tiempo se ha atomizado y cronometrado. Su relación con lo superior tiende a ser banal y secundaria en el marco de una actividad diaria económica, laboral, familiar y de esparcimiento. En este orden de ideas, la obra de Cedeño es un impulso significativo en nuestro recorrido ascendente. Sin embargo, la unidad se ha escindido y la comunicación entre las partes es un artificio. 


Jaime Moroldo

       De la materia oscura emergen cuerpos indefinidos, espectrales, inmateriales. Son presencias capturadas en la negrura de lo onírico. Se manifiestan en un espacio imaginal, intermedio y de convergencia. Sorprende aquí también la escasez del color en un artista cuya obra se ha caracterizado por el temperamento cromático. En el caso que nos compete, hay cuadrículas que intentan enmarcar (racionalizar) figuras misteriosas. Si bien las sensaciones, emociones y sentimientos son la plataforma del acto creador, los misterios que se desean revelar --quizá debido a la resistencia que ofrecen-- son ordenados en un intento por crear una secuencia panorámica de seres que asedian el sueño y que dicen algo inefable y volátil.

        Los contornos de estos seres apenas contienen color y pareciera que la oscuridad uniforme se los fuese a tragar. Es una obra para ser contemplada en su austeridad. Por esta razón, requiere, ante todo, paciencia. Es preciso dejar que estas figuras vayan apareciendo y reclamando su espacio. No es posible abarcarlas de una sola mirada. En esta configuración atmosférica --incluso, neumática--, los silencios pueden llegar a inquietar. Por otro lado, los bordes de estos personajes remiten a una secuencia de asociaciones: aura, flujo de energía, Cámara Kirliam, magnetismo, aparición, visualización.

       El movimiento que describe la obra es ascensional pero es aún un espacio intermedio. Además, no ha logrado una unidad, sino una serialidad coordinada. 


Guillermo Coll

        Dos urnas de cerámica se disponen. Dentro de ellas, dos palas compuestas por cuadrados de superficie irregular. En cada uno, un chacra. Hemos llegado al cenit de nuestro recorrido. En este punto, el símbolo es una "lengua muda y sin nombre, (el) residuo del verbo creador de Dios" (Ortiz-Osés, 1992: 242). Se establece, entonces, un contraste trascendental: vida y muerte se tensan, conteniéndose una en la otra. La urna --con la pala como figura adyuvante--, sin duda, simboliza la muerte. Aquélla y los cuerpos que contendría se entierran, se incorporan a la urdimbre materna que es la vida misma. La muerte ingresa a la vida. Comprendiendo la dicotomía profunda madre-amada, la tierra nos une a la vida; la muerte (o amada), por ser la verdad, nos desliga de la vida. Ahora bien, si la muerte se cava a sí misma, podrá reintegrarse a lo vital, proceso cósmico irrefrenable. La conjunción de los contrarios se hace efectiva en un proceso dinámico por el cual la energía universal, condensada en los chacras, fluye en lo intemporal e inespacial.

        La Madre Terrestre, plásticamente, está corporeizada por el empleo de la cerámica (tierra cocida o fecundada por el sol o el calor). Este material añade la idea de lo ecológico y de la armonía natural. La obra, de aspecto monotonal, serena y enriquecida por irregularidades texturales, exige un espacio, pero lo hace en silencio. Reclama una aproximación atenta a través del vidrio. También aguarda una consideración más: los objetos son concreciones de fenómenos energéticos. En este sentido, la obra contradice la inercia objetual y enfatiza la participación de la cosa en el cosmos. Las palas despiertan de la neutralización y de la automatización del ojo humano. El todo está en la parte y viceversa, por eso podemos figurarnos cada chacra en cada cuadrado que construye la pala.

       Esta obra, de índole profundamente simbólica, aunque trabaja también con el fragmento, es una representación plástica de la reconstrucción de la Unidad Suprema. La materia no se ha contentado con su corporeidad y aspira a un orden superior. Entre las veladuras, logra vislumbrar símbolos de la trascendencia. 


Artificio y sinopsis

        Para tener una idea más clara de las relaciones entre las obras participantes, a continuación se añade un gráfico que, como toda sinopsis, tiende a la superficialidad. No obstante, para organizarnos y visualizar mejor las relaciones, seamos permisivos (Gráfico en proceso de incorporación).

        Por último, toda mirada vertical es una mirada hacia adentro. Si no es así, ¿cómo darle sentido a los indicadores que marcan la ascensión de la materia al espíritu ya descrita en estas páginas sino dentro de unos esquemas de valores y patrones conductuales previos? Por otro lado, estas obras, en otros contextos espaciales y conceptuales, dirán cosas diferentes. Sin duda, ése es un buen reto para el visitante: forjarle a estas obras un destino distinto al que aquí les hemos otorgado.


Bibliografía

Ortiz-Osés, Andrés. (1992). "Epílogo hermenéutico. Nuestro imaginario cultural". Waldo Ross, Nuestro imaginario cultural. Simbólica literaria hispanoamericana. Barcelona: Anthropos (Colección Autores, Textos y Temas. Hermeneusis, 11), p. 242.  

* Publicado en el catálogo La mirada vertical: lo distinto y lo eterno. Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu, 2001. 



0 comentarios:

Publicar un comentario