Un dios sin sombra

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Alejandro Useche



        Cuando un hombre vive un dios sin sombra, entonces, pasa "largas horas gimiendo como un huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla", como fue el caso de Dámaso Alonso, poeta español de la Generación del 27, en su poemario Hijos de la ira. Y es que el dios sin sombra es tan perfecto y sublime que el hombre, a su lado, se siente inferior, mínimo, partícula de polvo en el viento invisible. Y así fue durante todo el medioevo europeo. Sin embargo, en el mundo contemporáneo, el hombre no sólo se siente, en comparación con Dios, imperfecto, mediocre, indigno, sino que, se siente incongruente con el Ser Supremo. Ambos se muestran incompatibles. El hombre no encaja en el plan divino. Es más: no cree ya que haya un plan maestro. Pero tampoco deja de creer en Dios cabalmente. Entonces, ese ser divino se convierte, como en Alonso, en una "oquedad devorante", un agujero o mancha lóbrega, un enjambre de furias o modernas Erinias que nos persiguen.

       Pero, ¿por qué Dios nos persigue? Porque somos, de modo innato, pecadores, seres manchados, jayanes pardos, larvas miserables, somo una "lata vacía, estéril excremento", una "masa fungácea y tentacular, absurda, esa mujer con el frasco de aceite caminando y caminando a ninguna parte sin saber de dónde venimos y a dónde vamos. Dicho de otro modo: Dios nos persigue porque nuestra sombra es incompatible con su luz absoluta. Y la concienciación de esto nos produce una neurosis, una paranoia, una inmensa tristeza como "un ciempiés monstruoso" que nos "colgara de la mejilla". 



       En la medida en que no consideremos que nuestra sombra, imperfección, deformidad y dimensión abyecta forman parte indispensable de nosotros, seremos unos "hijos de la ira", angustiados, culpables, adoloridos, sufrientes. Sin embargo, muy diferente es la postura de Juan Ramón Jiménez, poeta español de la Generación del 98, quien plantea, por el contrario, que el ser humano es completo cuando, en su interior, la vida y la muerte, la luz y la sombra, se integran y son uno: "Yo no seré yo, muerte, / hasta que tú te unas con mi vida / y me completes así todo; / hasta que mi mitad de luz se cierre / con mi mitad de sombra". 



       En "La trasparencia, dios, la trasparencia", nos dice: "Yo nada tengo que purgar. / Toda mi impedimenta / no es sino fundación para este hoy / en que, al fin, te deseo; / porque está ya a mi lado, / en mi eléctrica zona, / como está en el amor el amor lleno." En este orden de ideas, podría aseverarse que cuando aceptamos que no hay nada que purgar, y que el bien y el mal nos habitan como fuerzas dinámicas, comprendes que tus 'impedimentos' son el acicate para vivir plenamente, para inspirar la ascensión en ti. Entonces, ya Dios no te persigue. Tampoco lo odias. Es más: lo deseas. Es, como el dios de Jiménez, un dios deseado y deseante. Dios y tú se buscan y unen. 

      Los dioses sin sombra son, en fin, contranatura. ¡Los dioses sin sombra son un montón de cosas pendientes, irresueltas, que nos persigue desde hace siglos!


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