Alejandro Useche
Hay que decirlo desde un primer momento: los museos de arte en Venezuela se angostan y desbastan en la acción educativa como quien ha encontrado, después de una larga circunvalación, un paradigma que justifique su despliegue material y humano. Sin embargo, hay que preguntarse --sin esperar una respuesta inmediata y concluyente-- si todos los museos de arte venezolanos debieran cortarse con la misma tijera y afrontar el acto museológico exclusivamente desde la óptica educativa.
La caja blanca habitada por obras silentes revividas durante la visita guiada, paneles extensos, informativos y aleccionadores desplegados en pared, y curadurías que insisten en enseñarnos algo son siquiera escasos ejemplos de esta actitud. Panoramas del arte venezolano, lo mejor de un género, retrospectivas de artistas, revisiones del fenómeno urbano, análisis de estética o bajo las bondades de cualquier otra disciplina...y así cien estratagemas que hacen el distingo entre lo que vale la pena tomar en cuenta y lo que no. El museo hace el trabajo por nosotros como un inmenso resaltador o una cámara que repite --en un gesto recurrente-- primerísimos primeros planos.
Ahora bien, ¿el público desea ser educado? Cuando el individuo se ha vestido y acicalado para salir y se pregunta adónde pudiera dirigirse, ¿desea ir a un espacio educativo? Cuando ha de decidir entre ir al cine, a un centro comercial, al teatro, a una tasca, discoteca, parque, playa, restaurante, sauna, concierto o paseo por la calle, ¿anhela que le expliquen el fenómeno artístico? Y si es así, ¿cuánto cómo él albergan esa expectativa? ¿Una mayoría?, ¿una minoría? ¿Con cuánta frecuencia despertarán deseando ir a un museo y conocer la biografía de Oswaldo Vigas en el MACCSI o la historia del Premio AVAP Armando Reverón en la GAN? ¿Cuántos, después de una jornada de trabajo, toman la determinación de averiguar cómo es la obra gráfica de Constant en el MBA o cuáles han sido las últimas adquisiciones del MACMA o del MACZUL? A veces --como un asunto pendiente e irresuelto-- me viene la idea de que son pocos.
Si bien los estudios de público son necesarios para brindar luz a este asunto, quizás debamos hacernos algunas preguntas primero: ¿el fenómeno estético puede llegar a masificarse de manera homogénea, es decir, de tal forma que constituya una estrategia fija del museo? O de otra manera: ¿el arte se presta para tal expansión? y si bien una gran parte del arte contemporáneo ha intentado romper las barreras objeto - público a través de propuestas audaces, ¿es posible exhibir de la misma manera este tipo de objetos y propuestas tradicionales u obras que no desean llegar al público masivo?
Después de realizarnos estas preguntas hay que volver al hecho educativo. Los museos de arte en Venezuela son espacios cognoscitivos, es decir, para la obtención de conocimiento, y ésta es una de las razones por la cual estos tienen dificultades a la hora de competir con otras ofertas. En este sentido, hemos considerado que es imperioso reformular su misión, redireccionándola hacia la creación de espacios vivenciales, lugares en que el contacto con el fenómeno artístico tenga como finalidad el desarrollo de una experiencia y de una apropiación situacional. Se trata de conformar pautas museológicas y museográficas diseñadas para recibir al visitante e incorporarlo a un recorrido ligado a la vida. Para ello, es necesario servirse de la estrategia interactiva --tan exangüe en el país-- y de la ampliación del objeto museológico, en un gesto que incluya no sólo artes visuales, sino también dramaturgia, danza, performance, canto, música popular, gastronomía, diseño, literatura, artes audiovisuales, representaciones arquitectónicas (que aludan o no a la ciudad real), espacios digitales y fenómenos urbanos diversos (pro ejemplo: el tatuaje, las perforaciones corporales, el graffiti, el cómic, el manga, la caricatura, el diseño rock, etc.). Y con esto no me refiero a comprimirlos en las actividades de apoyo o programas en el marco de la exposición, sino incorporarlas al discurso expositivo.
Asimismo, consideramos que el trabajo multisensorial es una herramienta de mucho provecho, mientras no se emplee a modo de ripio. Esto permitiría la ampliación de los estímulos perceptivos, destronando a la vista como canal dominante. Así, oído, olfato, gusto, tacto, vista y todo el fenómeno propioceptivo entrarían en juego en una experiencia anímicamente totalizadora. Y precisamente es la esfera anímica una de las más desasistidas. Pero, dado que la base del pensamiento es lo afectivo-sensible (sensación, emoción, sentimiento y pasión) y viceversa, sería muy beneficioso que se tomara en consideración al momento de formular proyectos expositivos. En fin, hacer vivir.
También la incorporación de acciones cotidianas haría posible una actitud ajena al templo-museo. Sentarse, conversar, leer, escribir, beber, comer, comprar y descansar podrían ser algunas de ellas. Y no se trata de incorporarlas solamente por medio del cafetín, el centro documental, los baños y la tienda, sino también en las salas abiertas al público (precaviendo, museográficamente, algunos aspectos de la conservación de las obras). Incluso, que la biblioteca, baños, tienda y cafetín se incorporen al recorrido expositivo cabalmente.
Por otro lado, los títulos expositivos, generalmente, son indicadores de la intención didáctica o cognoscitiva del museo. Habría que aprender de los títulos literarios y cinematográficos. Un título debe atraer, seducir, intrigar y, aunque esto parezca un detalle inocuo, los títulos hiperracionales esconden tras sí una concepción igualmente hiperracional. En este sentido, si bien la razón es necesaria para agrupar y estructurar, se requiere de la emoción, del sentimiento y de la manipulación --en la acepción menos perversa-- para crear un título que realmente invite a ir. Hay que concebir el museo también como espacios de seducción. También como espacios anímicos y simbólicos. En nuestra segunda y última entrega nos haremos otras preguntas y apuntaremos nuevas reflexiones.
* Artículo publicado en la columna La cebolla de vidrio, del periódico Vanguardia Cultural, 1 (7), agosto-septiembre, 2002, p. 18.
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