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El  cuaderno de las aguas: el simbolismo en los dibujos de Mario Abreu



Alejandro Useche





Mario Abreu (1919-1993), uno de los artistas venezolanos más importantes del siglo XX, Premio Nacional de Artes Plásticas en 1975, durante su estadía en la ciudad de París, Francia, ejecutó un conjunto de dibujos de temática diversa como un modo de realizar aproximaciones rápidas y más o menos informales de imágenes que surgían en su recorrido vital.

El dibujo en cuadernos o libretas le permitía sacar provecho a la inmediatez de una situación, persona o entorno, así como a la urgencia interna de figurar sin las complicaciones de un taller, de un formato grande o de una técnica más elaborada. Asimismo, se permitía “inconsistencias”, “imperfecciones”, repeticiones o la formulación de imágenes menos grandiosas. Incluso, se permitía trazos infantiles o lo que en una primera aproximación podrían considerarse como “escenas banales”. Y, sobre todo, el dibujo rápido en libreta, cuaderno o cualquier soporte circunstancial le permitía ejercitarse plásticamente.

Estos cuadernos no han recibido mayor atención por parte de la crítica o de la producción ensayística venezolana. El objeto mágico y, en segundo lugar, la pintura, especialmente aquella de corte surrealista, onírica o erótica, ha acaparado la atención de los analistas. Sin embargo, dichos cuadernos son de interés por varias razones. Una de ellas es su capacidad para permitir la profundización en su imaginario plástico, ampliando sectores, esclareciendo algunos, deslindando otros. Por la libertad que estos cuadernos implican, es posible encontrar en ellos explicitaciones de lo que en obras más ambiciosas está apenas sugerido o está complicado con otros circuitos ideativos o discursivos. Por otra parte, facilitan la visualización de las diversas tentativas plásticas que Abreu ensaya en cada dibujo. En estos cuadernos las variaciones plásticas de un mismo motivo, sea icónico o no, son fundamentales y constituyen un despliegue en cámara lenta de lo que está sintetizado en otra parte.

A grafito, carboncillo, tinta china o tinta de bolígrafo, los dibujos de estos cuadernos merecen mayor estudio para la comprensión de los procesos creativos de Mario Abreu. Uno de los cuadernos que ofrece mayor interés es aquel que hemos denominado —para facilitar su identificación y abordaje— el Cuaderno de las aguas, realizado durante el año 1956 en la ciudad de París, Francia. Compuesto de 26 imágenes en un formato de 20,7 x 13,4 cm, posee una coherencia formal y tópica ausente en otros cuadernos de dibujos del autor. Hasta el momento, no existe ninguna publicación impresa o digital dedicada a este cuaderno. Nuestra intención es darlo a conocer en el marco de una lectura simbólica.  

En un principio, puede parecer un conjunto de dibujos menores o, incluso, meros ejercicios sin mayor incidencia en un corpus crítico cualquiera. No obstante, sin dejar de ser un grupo de “ejercicios dibujísticos” más o menos periféricos sin grandes pretensiones, muestra también la sensibilidad dibujística del artista y su interés por explorar los recursos plásticos elementales, como el trazo, el punto y el espacio de representación, para generar imágenes autónomas plásticas (abstractas) o iconoplásticas (figurativas y abstractas a la vez). En estos dibujos, Abreu indaga las posibilidades de lo «abstracto», tanteando patrones texturales, modos de estratificación lineal y ritmos visuales que se pueden rastrear en su obra previa y posterior.

De igual modo, el Cuaderno de las aguas ahonda en temas cardinales en toda la obra del turmereño, sea pictórica, dibujística o perteneciente al ensamblaje. Lo que consideramos el eje conceptual del cuaderno lo podríamos sintetizar de la manera siguiente: Mario Abreu ha realizado un viaje de regreso a los orígenes a través del agua como símbolo del alma. Así, se sumerge en el líquido vital, recreando peripecias psíquicas como parte de un mito personal del viaje acuático como búsqueda de sentido. Nos parece ver, en estos dibujos, un trayecto de sentido no lineal —aunque conserve cierta progresión o, mejor, cierto carácter acumulativo—, sujeto a saltos y ocurrencias. Las aguas son el espacio y la sustancia para retrotraerse a una raíz, para morir y renacer, desplegarse y ritmarse visualmente.

De esta guisa, el cuaderno en cuestión consiste en un ejercicio de la imaginación material de las aguas. Es la recreación imaginativa de la materia líquida, a veces viscosa, siempre vital, móvil, genesíaca, vibrante en su destino de flujos, reflujos y sueños giroscópicos. Incluso, Abreu parece complacerse en explorar los «valores sensuales» del agua, su ludicidad y ligereza relativa, su carácter temporal y sus ritmos cuantitativos (regulares) y cualitativos (irregulares).

En este viaje interno, empero, no todo es agua. Como veremos más adelante, el fuego, el animal y el vegetal participan en la formulación de este conjunto de dibujos, lo cual no cambia el hecho de que el elemento vertebral, unitivo y medial sea siempre el agua.

Seguidamente, avanzaremos en las aguas, en un intento por reconstruir las acciones plásticas y las peripecias efectuadas en este cuaderno de dibujos. A cada segmento o imagen del «viaje» le llamaremos «nudo», como un modo de aludir al carácter cohesivo, medial y tensional de las aguas. De igual manera, el nudo nos recordará que cada imagen es una invitación a desatar algo que pide ser liberado. Con cada imagen se irá entrando en estratos cada vez más profundos y, como las aguas van acelerándose en estos dibujos, el nudo alude a la unidad de velocidad con que se mide el desplazamiento marino y submarino.


Nudo primero

Una vez que este cuaderno se ha visto varias veces, surge la impresión de que el dibujo de apertura es comparativamente más elaborado que el resto. A medida que se avanza en sus páginas, esta sofisticación se pierde para ir ganando en sencillez. El asunto es que la imagen del “huevo cósmico” como símbolo de la potencia germinal y los cinco cuernos que ostenta a modo de intensificación de la fuerza genesíaca y del poder, corresponden a una solución plástica organizada y propia a partir de préstamos simbólicos. Se trata de la capa más superficial en la que Abreu recurre a imágenes ya codificadas, como el huevo y los cuernos, las cuales han sido reelaboradas en otras obras suyas como Vegetales (1950; pin–nac–0188), Natividad (1953; pin–nac–0195), Sin título (1953; dib–nac–0101), y piezas de otras colecciones como Selva y resplandor (1990), Gestación de la lluvia (1955–1965) y Los gallos (1957).[1]




En estas páginas, el huevo cósmico es la indiferenciación por excelencia y Abreu desea comenzar su cuaderno con una imagen clara de la unidad a la que aspira. Las agrupaciones de líneas ritmadas (plumeados) indican el movimiento y la agitación energética que gira en torno al huevo, esto es, al foco originario. En este contexto, podría entenderse la función del trazo como “des-pliegue” de la energía primordial o desarrollo de lo germinal. Lo germinal aquí se traduce en dos formas básicas: el huevo y el punto. De este modo, los trazos son el desenvolvimiento o expansión de lo que en el ovoide y el punto está latente. O, visto de otra manera, el huevo reúne las tensiones expresadas por el trazo. Estaríamos hablando de una imagen centrípeta. La idea del huevo cósmico es consciente en Abreu, quien estaba al tanto de ciertos simbolismos de los elementos y los cuerpos de la naturaleza. Esto se evidencia en dibujos como Huevo cósmico (circa 1978), perteneciente a una colección particular.

Aún los trazos no parecen muy acuáticos, pero pronto los serán. Por el momento hay dos cosas claras: lo germinal y lo desplegado. Esa tensión acompañará al conjunto que nos concierne de principio a fin. Ya está lo básico: el punto, el trazo y el espacio, insertos en composiciones personalizadas. Esta última observación se debe a que Abreu ha explorado y ejercitado soluciones plásticas de otros artistas en su normal proceso de apropiación visual. Con respecto al punto, el trazo, el espacio y el círculo, este artista había practicado formas cercanas a las de Joan Miró, como sucede en el dibujo Sin título (1952; dib–nac–0104). Aunque el resultado no es muy feliz, nos da una pista sobre sus fuentes y comprendemos que estas han sido maduradas y depuradas. 

Se ha fijado el primer nudo: en el espacio estriado de energía pura, se despliega el huevo inicial de donde todo nace y a donde se desea regresar. De esta suerte, el huevo cornudo inicia el reino de las aguas.


Nudo segundo

Comienza ahora la acción de la espiral inversa: se emprende el regreso a los estadios primigenios y a la energía femenina con su fertilidad y ligazón a los ciclos naturales. Este desplazamiento regresivo implica una indagación por las diversas capas del ser. Se despunta aquí una sintaxis particular en la que el círculo con punto en el centro y los círculos concéntricos parecen trabajar como alusiones al centro del ser y a sus diferentes niveles, respectivamente.




Se ofrece un conglomerado gráfico con un mínimo de jerarquización. Es una suerte de magma desde el cual se inicia un proceso de ordenamiento en el que las formas lunares,  blandas y regresivas y las formas solares, duras y progresivas generan una “cosmificación” por dualismo, esto es, la creación de un cosmos o mundo fundado en lo dual. Lo regresivo está indicado por las espirales sinistrógiras (aquellas que giran hacia la izquierda)[2], y lo progresivo, por las espirales dextrógiras (aquellas que giran hacia la derecha). De este modo, el huevo cósmico del nudo primero se abre en lo femenino y lo masculino, lo suave y lo duro, lo calórico y lo frío.




Valga señalar que el círculo con punto en su centro está respaldado en la tradición iconográfica como símbolo del sol y del centro del ser. Esta doble significación global está vigente en Abreu, junto a la luna como responsable de las fuerzas receptivas y en calidad de regente de las aguas.

Las formas buscan su propio ritmo. Todo es dinámico. La dominancia de la diagonal asegura esa movilidad aún sin figuras completas. Todo está mezclado, imbricado, en plena fase cosmogénica, caracterizada por la presentación del magma original, de la masa materna o caos primigenio.





Treinta y seis años después, Abreu enriquecería este esquema bajo la modalidad del ensamblaje. Estrella de mar (objeto mágico) (1992; obj–nac–0012) es un amasamiento de materias heterogéneas con formas visualmente duras y blandas, en el que priman los círculos concéntricos y los círculos con punto en el centro, así como las franjas o trazos ritmados. Pensamos que esto es indicio de que su interés por la exploración de “estadios magmáticos” e indiferenciados fue constante en su trayecto visivo, consciente o inconscientemente.

Nudo tercero


Lentamente, las aguas se acuerpan en formas múltiples. Pero duran poco. De inmediato asumen un destino nuevo en su progresión proteica. Se mueven, arremolinan, cruzan, ondulan y serpentean. El trazo sufre diversas transiciones: de lo recto pasa a lo curvo y de allí a la espiral o al círculo concéntrico. Estas transformaciones (mediaciones) respetan una continuidad y se dan por síntesis. El agua es una y todas las formas. Podría ser cualquier cosa, cualquier imagen la que su materia puede ofrecernos.

En uno de sus giros simbólicos, las aguas adquieren la estampa de un «ser acuático», de un “ente de las aguas”, una personificación de las fuerzas primigenias disolventes y vivificantes. Pero, sobre todo, es una visualización de las cualidades fecundadoras del líquido vital. Esto se intensifica por la posible evocación de órganos reproductores (testículos, falo u ovarios) y por el fluido genesiaco que parece desprenderse de ellos. La ambigüedad configural ovarios / testículos quizá tenga que ver con el carácter hermafrodito de estas aguas. Dado que estas son potenciales, virtuales, plenas en latencias, la delimitación del género contravendría esas cualidades, actualizando la figura sexualmente.





El ente, de pie, es una verticalización de las aguas, una activación imaginativa de su sustancia, una presencia monumental, dignificada. Esto no se debe tanto a las dimensiones de la figura o del soporte, sino más bien a las relaciones de proporción entre ambos.

Por otra parte, el empleo de espirales invertidas insiste, como en el resto de las imágenes que componen el Cuaderno de las aguas, en el regreso a los estadios primigenios. Este viaje regresivo va pariendo imágenes, las cuales, en su conjunto, parecen ofrecer las pistas para el entendimiento de esta aventura psíquica. Son como suerte de “estaciones simbólicas”, momentos o segmentos de una experiencia global.

Los ojos del “ente acuático” son espirales hipnóticas. Se trata de la fascinación del agua en calidad de espejo del alma. De este modo, el agua es un ojo que mira y arrastra al individuo hacia su seno de fantasías y emociones, de formas informes, de vitalidad que transcurre porque es tiempo. Las aguas de Abreu no son calmas. No son estanques, charcos, pozos. Las piernas de este ente son largas y sinuosas. Y sus brazos se disuelven en su propio flujo. La mirada queda capturada por los ojos mesméricos del personaje, por su ombligo-remolino y por su boca circular de agua enrollada.

En este punto, lo icónico (figurativo) y lo plástico (abstracto) empiezan a colaborar con más intensidad. Uno se desarrolla sin destruir al otro. La imagen es puro fluir y trazo, pero también es una figuración: es ente y agua a un mismo tiempo. De este modo, es un ser complejo, una hibridación, un ente-flujo.

La idea del ente-agua es muy antigua, sobre todo, dentro de las prácticas espirituales o esotéricas. El Ocultismo y el Gnosticismo han conservado figuras homólogas (con finalidades muy distintas) consideradas como “elementales”. Incluso, el cómic o los dibujos animados contemporáneos despliegan una galería significativa de personajes en calidad de entidades elementales, ya sea del fuego, del agua, de la tierra o del aire.

Lo relevante acá es cómo Abreu “figura” el agua de modo múltiple. La plasticidad del trazo-agua permite un ejercicio de polisemia y de elasticidad de las formas. Abreu recurre a su libreta y sin más dibuja con la libertad que ofrece un soporte informal. Así, la periferia de la anotación rápida, del registro ambulante se elige para hacerse algunas interrogaciones. Y Abreu se pregunta, entonces, hasta dónde puede llegar el trazo, cuán dúctil este puede ser y qué ofrece su repetición y ritmización[3] al servicio de un proyecto determinado. La coherencia del cuaderno nos habla de un proyecto en el sentido de un conjunto de imágenes que han sido pensadas o intuidas para estar juntas. El cuaderno no salta de un tema a otro o de una sintaxis a otra sino que, más bien, siempre fiel a sí mismo, gira en torno a un concepto o a un cuerpo imaginativo único.

El trazo repetido se hace plumeado. Y entonces el plumeado paralelo o cruzado es el elemento básico que genera todas las formas, nutriéndose eventualmente de los puntos, los círculos, las media-lunas y las formas solares. Todo es trazo en repetición y en movimiento. Ciertamente, no es un trazo virtuoso, pero sí sensitivo y capaz de expresar las necesidades de un viaje por las aguas en busca de una raíz invisible. Ese origen no se ve explícitamente. Queda, como debe ser, en el misterio. A pesar de ello, Abreu nos ofrece vislumbres de un proceso que deducimos sumamente personal y que ha quedado en la intimidad de un cuaderno.


Nudo cuarto

A veces los trazos dejan de recordar a las aguas. Pierden su fluidez, su blandura. Un conjunto de plumeados cruzados o enmarañados brindan una imagen sólida o firme. Entonces, las formas se hacen semejantes a “mallas” o “redes” cilíndricas y serpentinas. También más compactas y, no obstante, conservan el sentido múltiple de las imágenes anteriores. Esta nueva faceta insiste en un comportamiento análogo a Proteo, el dios griego del mar, quien tenía la facultad de metamorfosearse en cualquier cosa que deseaba. Lo importante es la experiencia de los cuerpos informes y maleables para lograr a buen término este viaje. Las formas serpentinas, aunque menos líquidas ahora, poseen un comportamiento muy semejante al de las aguas. Estas son, como se verá más adelante, serpientes que se mueven y desparraman, que cimbran y poseen un destino misterioso. Para Abreu, las aguas son serpentinas y las serpientes, acuáticas.

Cuando los trazos se alejan de su apariencia acuática común, se evidencia un proceso de simbolización privada en Abreu que no consigue (o no desea) traducirse en combinaciones plásticas universales. Sin embargo, el espectador es libre de visualizar, por leyes gestálticas, otras formas, como cabezas vistas de perfil u otras. Como estos dibujos son “ensayos”, constituyen un terreno óptimo para probar combinaciones u “ocurrencias plásticas” menos gastadas para el artista. En este punto, la experimentación debe pensarse en función de otros segmentos previos o ulteriores de la trayectoria de Abreu y no en función de lo que otros artistas han logrado. La repetición de elementos plásticos mínimos fue, para el turmereño, algo fundamental. Tan importante que lo «practicaba» cada vez que podía. De este modo, se logran sus estratificaciones cromáticas y la repetición de puntos en obras como El toro constelado (1957–1964; pin–nac–0199), obra realizada en París, pero completada en Venezuela. Precisamente esta compleción se efectuó a través de la añadidura de los puntos y de otros elementos rítmicos, ya ejercitados en el Cuadernos de las aguas, entre otros grupos de dibujos. Esta estrategia fue madurando con el tiempo, logrando resultados cada vez más significativos. Incluso, es evidente que obras de otras colecciones como Mundo de agua (1960, colección Galería de Arte Nacional) son la puesta en práctica, de modo ya pulido y con mayor ambición, de lo que está contenido en este cuaderno.





Por otro lado, hay que señalar que Mario Abreu, en este caso, insiste una y otra vez en la analogía entre aguas y serpientes, dando como resultado una verdadera danza elemental. En algunas imágenes, el movimiento se intensifica y las aguas serpentinas o serpientes acuáticas se agilizan y se quiebran en ángulos diversos. Incluso, en ocasiones, la serpiente destaca como figura, se independiza relativamente de su entorno. Así, mientras su ambiente va desde el movimiento fluido de lo acuático hasta movimientos más sólidos y radicales a modo de “vetas” de algún material orgánico, la serpiente se desliza ágilmente sobre la materia. Y entonces, las aguas se vuelven eléctricas, intensificando su carácter multivibratorio.



"Mundo de agua" (1960)


De igual modo, hay que señalar que parece haber una evocación más o menos clara del símbolo de la culebra que repta sobre las aguas de la creación. Sin embargo, este animal es, simultáneamente, la misma onda del agua (principio inferior y matérico) y el fuego en calidad de inteligencia o conocimiento superior. Se establece, consecuentemente, un diálogo de tensiones entre lo húmedo y lo ígneo.




La serpiente contiene una sabiduría muy particular que viene dada por la conciliación de esos dos principios y por el carácter dinámico que ofrece. La serpiente siempre cambia. Muda la piel. Este es quizá uno de los factores que más incide en el carácter temporal de estos dibujos. Se trata de un viaje psíquico e interno en el que el individuo se desarrolla y cambia para poder expandirse. La regeneración es el resultado del movimiento per se y del desprendimiento de las capas o pieles caducas (culebra). En este sentido, la serpiente parece constituir una gran síntesis de los procesos aludidos en todo el Cuaderno de las aguas. La imagen de un personaje suspendido o deslizándose sobre las aguas es común a otras obras del artista como Yo, Mario, el Saltaplaneta (1966) y El ángel (1966), entre otras. 

 

Nudo quinto


Las formas se “aguan” de nuevo (si nos atrevemos a emplear este neologismo) y adquieren un ritmo zigzagueante diagonal. Una corriente cruza a la otra, alternándose, en un movimiento ascendente. En el seno de la intersección un círculo con un punto en el medio hace las veces de forma solar y, por ende, de contrapunto simbólico del agua. Las formas que rodean a esta imbricación líquida son expansivas y enérgicas. La mayoría posee un despliegue solar. El agua ahora es una danza, un ritmo elemental donde se vivencia una dualidad dinámica. La imagen parece simbolizar una suerte de “agua del sol”, lo cual, simbólicamente, puede entenderse como el seno nutritivo a donde regresa el ser para regenerarse. Esta regeneración posee los rasgos de una revivificación no sólo psicológica sino espiritual, dado que dicha luminaria viene a ser el “céntrico sol espiritual” (Blavatsky, 1999, I: 110). El sol como centro espiritual y como centro del ser o de la individualidad no es nada nuevo y forma parte de las tradiciones más antiguas, como la alquimia, la gnosis, la teosofía, el corpus ocultista, la astrología, y un conjunto amplísimo de mitologías y prácticas religiosas en todo el orbe. De igual manera, el agua solar o el sol en las aguas también podría aludir al proceso alquímico de la disolución del yo o de la individualidad en los líquidos (disolutio), en calidad de fase necesaria para el renacimiento.




Las aguas poseen un comportamiento de ondas más o menos hipnóticas. En todo caso, no nos referimos a una hipnosis real, sino a una manera específica que tienen las imágenes de mostrarse, de desarrollarse. Es curioso esto si recordamos que el sol, en términos simbólicos, es el “depósito celeste del magnetismo universal”, ligado en la Antigüedad a las figuras de Hércules y Thot–Hermes (Ibídem, 251). De este modo, la imagen es una recreación de las energías de la vuelta al origen. Se sugiere la siguiente cadena simbólica: centro del ser – centro espiritual (círculo con punto) – unidad – sol – aguas –regreso creativo a la fuente.

Las aguas son hipnóticas porque son magnéticas y son magnéticas porque son energéticas. Por ello, este cuaderno es una energética de las aguas. De allí que Abreu no le interese el aspecto icónico y tradicional de las mismas. No desea ofrecer un río, un lago, el mar o un paisaje figurativo. Ni siquiera más o menos propio de la Nueva Figuración (salvo el dibujo Sin título, 1956; dib–nac–0090–21). Parece desear más la huella del agua en su transcurrir y su dinámica entendida como energía desplegada de un modo determinado. Sin duda, eso sigue siendo un modo de paisajismo cuyos elementos gráficos se apoyan, en la mayoría de los casos, en su simbolismo isomórfico, esto es, como lo sugiere Gillo Dorfles, en las cualidades plásticas intrínsecas de dichos recursos visuales, en este caso, el trazo, el punto y el espacio, así como en su simbolismo histórico y cultural (tropos icónicos o plásticos proyectados sobre la obra).




La alternación de las corrientes refuerza lo que Abreu desarrolla durante todo el cuaderno: la unión de los contrarios. Esta estrategia de viaje es común a gran parte de su obra visual y consiste en uno de los mecanismos simbólicos más importantes dentro de su producción.

Las aguas siguen fluyendo y de sus ondas, en medio de la efervescencia de los microorganismos, parece gestarse la efigie de un gallo. Su ojo, su pico, su cresta son estrías en el líquido, ondas que se repiten, como si fuese cresta dentro de cresta, pico dentro de pico, ojo dentro de ojo.  El gallo-flujo forma parte de un trabajo más amplio dentro de la carrera artística de Abreu, para quien los gallos eran imágenes recurrentes de la energía vital solar y masculina, de la gallardía y de la fuerza terrestre. Su sangre es líquido de la tierra y su ojo es vigilancia del mundo. Su cresta asume el rol de la corona y del poder; sus espuelas, el de la batalla. Un ejemplo extremo de esta ave como representante de la virilidad la encontramos en el dibujo Gallo inglés (s. f.; dib–nac–0074), en el que el gallo adquiere la apariencia de un falo. Los gallos de Abreu están contextualizados, la mayor parte del tiempo, en escenas cósmicas. La escala simbólica del gallo es el universo. Asimismo, el gallo cumple con la satisfacción de una intención social, dado que para este artista dicho animal era un modo de aludir al temperamento y espíritu latinoamericanos. En este animal, más que en cualquier otro que haya abordado en su producción, Abreu pone toda su esperanza de alegorizar a la tierra americana. Abreu (1994 [1964]) exclamaba: «américa es mi única fuerza» (p. 7).  Sin embargo, los resultados apuntan a imágenes más bien universales y simbólicas.

Aunque pueda parecer banal, no hay que olvidar que el gallo no es un elemento distintivo de América Latina. Ha sido receptáculo, por el contrario, de innumerables simbolizaciones en todos los continentes. Y bien podría alegorizar otras culturas. En este punto, intervienen los mitos del arte latinoamericano, el sueño de poder crear íconos que absorban lo que se piensa que es el sentimiento o la cosmovisión de esta parte del mundo. Y no es que no lo logre en lo absoluto. No se trata de que el gallo no dice nada de Venezuela o del continente americano, sino más bien que dice eso y más. Aunque, sobre todo, más. Los gallos de Abreu poseen atributos y están combinados con elementos que no los anclan en un mundo determinado, sino que forman parte, más bien, de una participación en tejidos mitológicos universales.




Esta amplitud de la estampa del gallo se hace más evidente en el Cuaderno de las aguas. Esta ave participa en el flujo fértil de este líquido vital. No hay nada que indique la voz nacionalista o la comunión continental. Este gallo continúa más bien el interés de Abreu de armar escenas en las que dos elementos contrarios se avengan. De esta manera, el gallo como elemento solar y masculino se opone a las aguas, elemento femenino y lunar. Este tipo de oposición es común en otras obras de Abreu, como sucede con Gallo (s. f.; pin–nac–0193) y Sin título (El Gallo de Turmero) (1970; coming 0002), Sin título (1950; dib–nac–0083) y Sin título (s. f.; dib–nac–0071). Este último caso parece re-crear la polaridad masculino / femenino asumiendo el contrapunto entre el gallo y la serpiente, el cual recuerda al dualismo entre la culebra y el águila, tan propio de la cultura mesoamericana antigua. 

El agua y el fuego fundan la imagen por dicotomía. Se alude, de este modo, al dualismo primordial, mediante el cual los opuestos se transforman mutuamente en pro de una unidad superior. Lo solar transmuta a lo acuático y este a aquél. Parece simbolizarse un despertar (gallo) del ser (círculos concéntricos con o sin punto) que invita a erguir el espíritu (fuego como conocimiento superior) por encima de la materia (aguas) y de la densidad del caos (ondas continuas).

Sin embargo, hay que señalar que, en primer lugar, ese despertar fue posible gracias a las aguas y a su facultad de reflejar el alma propia. La ruta que sigue está dominada por la dualidad o los intentos de resolverla o enriquecerla. La oposición es, dicho en términos de Gaston Bachelard, el acento dramático ambivalente de estas imágenes.

Las aguas empujan hacia su fondo por la gracia de los remolinos. Hay que ser engullido, tragado, ahogado, amamantado por el misterio. En el transcurso, hay desplazamientos, cambios de ruta, visiones de orillas, de masas, seres elementales, y progresivamente se va descubriendo la dualidad de lo viviente y, sobre todo, de sí mismo. El agua, entonces, llamea. En su base, emergen “formas ígneas” que se abren y ascienden. De su seno, emerge la imagen diluida de un ave hierática de perfil o de espalda. En su cuello, se proyecta una gran espiral a modo de atributo de lo regresivo e introspectivo.  

Quizá estemos imbuidos en la “Gran Mar”, esto es, en el agua que es femenina y masculina a un mismo tiempo. Por eso, es un agua vibrante, eléctrica y húmeda, pero también serpentina, solar y llameante. Nuevamente, estamos ante lo andrógino y, por lo tanto, ante la aspiración a una unidad que totalice la vida. En ese ambiente o matriz, se ha efectuado una muerte simbólica por agua, tras la cual surge una suerte de “ave de la regeneración” que emerge después de haberse hundido en el principio ctónico, matérico, femenino e indiferenciado. En este orden de ideas, la imagen recuerda a la función simbólica del Ave Fénix, figura mítica de origen etíope que tiene el poder, luego de haberse consumido sobre una hoguera, de renacer de sus propias cenizas. No obstante, a Abreu sólo le interesa la noción de un ave general sustentada en sus cualidades de elevación y vuelo.

De este modo, el pájaro del espiral y el gallo parecen constituir formas del despertar del sí-mismo. La muerte es por agua (ahogamiento y disolución) y la purificación es por fuego, es decir, disolución y calcinación alquímicas. Ambos elementos, empero, tienen en común que son dialógicos, dinámicos y transmutativos. Estas cualidades son aprovechadas al máximo por Mario Abreu en este cuaderno de dibujos.

Con las imágenes del gallo y del pájaro del espiral se ha iniciado un proceso de independencia con respecto al magma acuático. Hay una primera discontinuidad. Se abre camino una fase o espacio esquizogénico, caracterizado por la formación de seres desde el caos y la continuidad que están en proceso de liberación o separación. Las aguas ya no son indiferenciadas y germinales, sino que paren imágenes-guías, formas de desarrollo, como los animales ya señalados. Ha sido necesario fusionarse para luego diferenciarse. Es la tensión entre la nada y el ser, entre la Luna Nueva y la Luna Llena.

La relación entre las aguas ritmadas, los puntos germinales y las fases lunares no sólo está desarrollada en el Cuaderno de las aguas, sino que le es propia a otras obras, como Sin título (1952; dib–nac–0055) y piezas como Sucesión lunar (1960).                                                                                                                                                                                               

Nudo sexto


En el viaje se forma una nueva dualidad: se inicia el diálogo entre las aguas celestes y las aguas terrestres. En gran medida, las segundas han sido, hasta el momento, presencias del inconsciente, la disolución, la indiferenciación y el insondable mundo de los sentimientos no verbalizables. Pero ahora estas aguas se mezclan con las provenientes del mundo ligero y sutil de la bóveda celeste. Se trata, por el contrario, de un agua de la supraconciencia y de la fecundación. Pero ya no es lo fecundo por ser germinal, sino por ser otorgado por el “Amo”. Aparecen entonces, tres ojos en el cielo a modo de Trinidad Suprema, ordenando que el líquido vital se vierta.
Con la presencia de lo celeste, se deduce un espacio, es decir, un intervalo entre el arriba y el abajo. Se ha comenzado a “mundificar”. No obstante, ese mundo está casi disuelto, hundido en la mayor ambigüedad, en una agitación de trazos violentos, breves, caóticos, yuxtapuestos y superpuestos. Pero hay un orden superior. Lo curioso es que la Trinidad no forma un triángulo ascendente. Por el contrario, los tres ojos, símbolos de la sobrehumanidad, sugieren un triángulo descendente. De esta manera, la Ley del Ternario que alude al principio creador (por lo general masculino, cuando el triángulo asciende) se concreta en un poder femenino que va de la Unidad (vértice) a lo Múltiple (base). Las resonancias con el triángulo alquímico del agua son muy fuertes y nos hacen pensar que en su poética del agua, Abreu ha intuido o se ha abastecido de estructuras profundas impersonales a las que intenta darles una expresión propia.




Abajo, una espiral sinistrógira asienta la imagen a lo terrestre. O mejor, al fondo de las aguas, dado que funciona como un remolino. Pero más aún, nos indica que la dialéctica cielo / tierra no ha desplazado o eliminado un largo proceso de regresión, ensimismamiento y absorción en las fuerzas inconsciente y primarias. Aunque surjan imágenes nuevas o se establezcan contrapuntos, se mantiene un continuum: el regreso a los orígenes.

 

Nudo séptimo


Y entonces, las aguas siguen enroscándose, entrecruzándose, encogiéndose, doblándose, complicándose y desembocando sobre sí mismas. En ocasiones, se hacen particularmente ligeras y dispersas. A veces se aceleran o ralentizan, se acentúa su efecto ingrávido, haciéndose más oxigenadas y burbujeantes. En otros momentos, esas mismas aguas se vuelven más violentas e impetuosas. Entonces, se bifurcan con fuerza y se entregan vehementemente. Destaca el trabajo lúdico e imaginativo sobre la materia acuática, la cual fascina e incita. Provoca. Pide ser abordada, experimentada. La estriación textural de las aguas tiene que ver con un deseo de dominarlas. Estas aguas violentas exigen más textura, más acción plástica. La lucha con el elemento se traduce en una liberación visual, en una excitación del trazo. Esta excitación es indicio de una vitalidad elemental y rítmica.




En las aguas violentas se visualiza la lucha, no los luchadores. La euforia o intensidad es tal que los líquidos se aceleran y “airean”, desplazándose como suertes de vientos más o menos densos. En este punto, el agua pierde su viscosidad relativa que le es característica, tal como lo señalaban los Hermanos Puros (Böhme, 1998: 146 y ss.). Son, más bien, corrientes intrépidas que crean diversos focos espiriformes que se expanden y distribuyen libremente. De este modo, el viaje parece privilegiar, en ciertos segmentos, el sentido pasional, vigoroso, veloz y vertiginoso del decurso acuático.




 Los comportamientos anímicos del agua son sumamente variados en Abreu al punto de que dicho líquido se asimila a otras sustancias, no sólo animales, sino también vegetales. De este modo, hay aguas que actúan fibrosamente. La unidad entre lo animal, vegetal, astronómico, elemental y humano ha sido una de las preocupaciones más constantes y profundas de Mario Abreu, lo cual es posible identificarlo en toda la extensión de su producción visual. Casos especiales son Sin título (1956; dib–nac–0103) y Sin título (1952; dib–nac–0056).




Las aguas dinámicas forman, eventualmente, torbellinos verticales, dominantes y audaces. Allí es cuando las tramas dibujísticas o plumeados se convierten en esquemas visuales del coraje, la bravura, la valentía y del deseo en general frente a las aguas. Es el punto más teatralizado del líquido vital. El torbellino se vuelve una cresta que desafía la gravedad en un gesto de exaltación.

La dinamogenia[4] de las aguas frecuentemente se transforma en una irradiación semejante a la del sol. Las formas, entonces, se abren y despliegan en cuerpos sensuales e hiperestésicos a veces circundadas por haces de luz. Por lo tanto, estamos hablando de un agua solarizada o de un sol acuificado: es el sol descendiendo de las aguas o saliendo de ellas. Los rayos son corrientes y viceversa. Todo es ligerísimo y raudo. Impredecible. Y siempre está la espiral, sola o rodeada de rayos. La espiral es, sin duda, una de las formas arquetípicas más empleadas por Mario Abreu, junto con los círculos concéntricos y los círculos con punto en su centro. Un caso poco estudiado de este motivo es Sin título (bodegón) (1950; pin–nac–0194). Incluso, podríamos decir que la espiral como estructura compositiva que permite empujar las formas hacia el fondo está presente en varias piezas, como Sin título (1953; dib–nac–0105), en la que el rostro sombrío de un hombre cae o emerge de unas escaleras de caracol o de algo similar.




En todo caso, el agua, para Mario Abreu, es una suerte de lugar primordial y pre-adánico, en el cual no hay perturbación, ni tragedia, ni cuestionamientos. Hay, más bien, juego, exaltación, evocación, sugestión, creación de imágenes y sucesiones. Para ello, se busca explorar la mayor cantidad de posibilidades expresivas de las formas acuáticas. Este cuaderno es, en este sentido, un claro ejemplo de elasticidad de los elementos visuales. El agua es una forma flexible, elástica y completiva que descansa en la blandura relativa y que permite la ejercitación plástica del trazo, así como el aprovechamiento de una simbología arquetípica que, por medio de los procesos de individuación, el artista va personalizando, singularizando y haciendo única.

Quizá, en última instancia, estas imágenes se fundamenten en lo que Gaston Bachelard ha denominado el “narcisismo cósmico” gracias al cual el mundo se mira a sí mismo (1978: 45). Ciertamente, el viaje es personal, pero este está dibujado de tal manera que se vuelve impersonal o, mejor, universal. La voz del yo se disuelve y pareciera que las aguas son el sujeto de la obra, la voz que narra y canta. El carácter narcisista se recrudece con el empleo insistente de los espirales y los círculos concéntricos. De esta manera, regreso a  las aguas, purificación, muerte, transformación y viaje interno serían los núcleos conceptuales más relevantes del cuaderno en cuestión.




El conjunto de dibujos aspira a, como lo diría Marius Schneider (1998), la “autovisión difusa del alma” (p. 22). De ahí el uso iterado de los círculos con punto en el centro, precisamente, como símbolos del alma del ser humano o como interior de la individualidad.

Dentro de las variaciones plásticas empleadas, hay que destacar la presencia de grupos de lúnulas como imágenes de las ondas acuáticas, pero también de las fases creciente y menguante de la luna. Recuerdan a ciertas imágenes de collares irlandeses de oro de la Edad de Bronce, así como a gran parte del arte prehistórico, en especial a algunas insculturas, vasos rituales y dólmenes, con su decoración tallada o esgrafiada (Cirlot, 1993). Por otro lado, es preciso señalar que las lúnulas que casi se cierran en círculos concéntricos enfatizan la unidad bio-cósmica; en cambio, cuando se contraponen, evidencian las tensiones vitales y enfatizan ciertos contrastes plásticos en la imagen.




La textura del agua también es explorada, recreada, inventada y diversamente combinada. La estriación del agua es su fibrilación: los “músculos del agua” se tensan y distienden en una suerte de danza elemental. Y allí entra el ritmo, que es carácter lúdico puro, pero también la intuición de un orden metafísico que se sobrepone a la materia. Los movimientos contrastivos evidencian lo que Empédocles llamaba las “tensiones internas” del elemento (Böhme, 1998: 117). Estas tensiones son tanto psicológicas como matéricas. En este sentido, podemos aseverar que, en este cuaderno, las imágenes que acompañan y se fusionan con las corrientes de agua son hijos de las tensiones internas de dicho elemento. Del agua nace lo similar y lo opuesto; emerge lo húmedo y lo caliente, el pájaro, el gallo, el elemental, el torbellino, el fuego, la culebra, el vegetal, el aire, lo terrestre, lo eléctrico, los gérmenes, las orillas, la lluvia y los ojos trinos del Amo.




Las aguas se vierten como cascadas, pero antes forman remolinos y, con ello, producen profundidades. Estas aguas profundas son melodías (Schneider, 1998: 22). El trazo ondulado es un fragmento de melodía que se extiende y se une o encaja con otro. Hay, sin duda, un sentido musical en las ondulaciones y pulsaciones del agua. Pero no hay rupturas porque este líquido vital simboliza los ciclos: sin principio ni fin.




El psiquismo hidratante de Abreu crea planos o “pantallas” compositivas líquidas, especialmente cuando emplea el recurso de la cascada. Las aguas incitan a la zambullida. Y es que este regreso a lo primordial se da por medio de un elemento que cambia a quien se entrega a la ablución. Por ello, no se trata de un regreso de repeticiones, reciclajes burdos o apego al pasado. Más bien, estamos ante un renacimiento. Este reingreso al líquido fundamental es un acto pasional, aunque también mortífero, dado que es preciso morir para revivir.




Mario Abreu, sobre todo, considera a las aguas no tanto como sustancias, sino como fuerzas. Son naturales, en cuanto son acuáticas, solares, terrestres o ígneas; son cósmicas en cuanto macro-formas trascendentales sujetas a órdenes superiores y no humanos; y, por último, son psicológicas dado que el hombre está imbricado en ese tejido universal y porque son una presencia matérica sobre la cual se proyecta el mundo interior. El devenir de las aguas es el del individuo e, incluso, el de la raza humana entera.

Nudo octavo


Mario Abreu, como una suerte de Neptuno plástico interviene imaginativamente la materia acuática, aumentando o disminuyendo la velocidad de sus corrientes según necesidades interiores. Por reducción formal, traduce todas las formas en “estrías”, puntos, círculos y unidades simples. Existe, a un mismo tiempo, una necesidad enorme de simbolización y, por otro lado, una conciencia plástica que exige el ejercicio constante del trazo y la experimentación con los recursos visuales.

Después de las aguas incisivas y vertiginosas, vuelven los líquidos más viscosos, pero ahora, las aguas se han fragmentado. No hay recorridos lógicos o simplemente no hay una verdadera continuidad entre las partes. Los grupos de trazos (plumeados) se interrumpen. Aparece la mancha negra, el accidente.  Y es que estas aguas han seguido la intuición y se han aprovechado de la coyuntura. Una forma lleva a la otra, y así sucesivamente. El “error” es continuado y desarrollado, en un juego de improvisaciones y de formas correosas y dúctiles. Sin embargo, las formas a veces se hacen duras y se interrumpen más bruscamente, aunque siempre rodeadas del “caldo de cultivo”, de la sustancia germinal (sistemas de puntos o de trazos breves diagonales). También muy frecuentemente, los recorridos del agua son rotos o sorprendidos por series de círculos pequeños que detonan evocaciones en torno a las burbujas, las inflexiones, lo ovárico, lo testicular, lo semejante a la semilla, a la perla o al simple movimiento que se produce en los giros de los líquidos.




De igual modo, no todas las partes del agua son iguales. Hay flujos privilegiados que son remarcados en la imagen. Así, la intensidad del trazo (esto es, la intensidad quirográfica)[5] es un indicio de jerarquía, de organización visual, de contraste, pero también constituye un modo para crear nuevas formas a partir de un mismo cuerpo de agua.

Las aguas también tienen pliegues y guardan sorpresas. Un pequeño doblez sugiere un ojo cerrado, un caracol, un grano. Las aguas arrastran cosas porque simbolizan la “anamnesia”: las trazas del recuerdo son traídas y revueltas y disueltas. De allí su poder limpiador.

Nudo noveno


Una estación inesperada: un paisaje con ladera, cielo, nubes, plantas y elementos astrales. Se ha recuperado la composición icónica. Se impone el reconocimiento de un paisaje celeste y terrestre, en el cual los elementos plásticos (no figurativos) desarrollados y ejercitados en los dibujos previos y ulteriores de este cuaderno consiguen un nuevo sentido u orden. Con distintas ubicaciones, combinaciones y énfasis, se consigue, a partir de los mismos elementos abstractos, un paisaje cósmico en el cual se distingue un cielo sinuoso, arremolinado, estriado, líquido y cargado de fuerza emocional y sentimental lleno de círculos flotantes y formas solares. Sin duda, la herencia de Vicent Van Gogh se transparenta en la ejecución de la imagen.

Bajo este cielo cósmico se muestra una ladera sobre la que se levantan formas vegetales imprecisas. Más abajo, hay una tierra pastosa, fría, fértil y viva. La presencia de grupos de copiosos puntos intensifica la impresión de lo germinal, lo productivo, la vida diminuta y poderosa de los elementos. En el borde terroso, se levantan plantas rematadas por quién sabe qué, quizá frutos, quizá flores.




Estamos en un paisaje diurno, benéfico, en el que parece haber una invitación hacia la ascensión. Subir para participar de las corrientes celestes y sus estrellas o planetas. La trama dibujística usada para el cielo y para la tierra son parecidas; por eso, hay una integración del arriba y el abajo que no se da por elementos tradicionales como montañas o escaleras, sino por los mismos recursos plásticos. En todo caso, las plantas serían los únicos elementos que podrían funcionar como mediadores entre una cosa y otra. Aunque diurno y visible, es un paisaje húmedo. El agua sigue empalmándolo todo. 

La escena natural, por el principio de la proyección sentimental, está cargada de psicologismo. Ahora los trazos ya no son formas libres, sino que implican deformaciones y distorsiones en la imagen. La forma no está allí para describir un territorio o para presentar objetos, sino, más bien, para ofrecer un estado interno.

Nudo décimo


Ha sucedido una ruptura. Ya no hay paisaje ni aguas, ni remolinos, ni espirales. En apariencia el viaje ha terminado. O ha sufrido un drástico cambio que lo hace irreconocible. Quizá estas últimas anotaciones no aspiraron nunca a formar parte del viaje. Tal vez fueron garabateos lúdicos, diversiones plásticas.




Formas blandas, libres, elementales, primarias y antropomorfas se despliegan por el espacio, se deslizan, se apilan unas sobre otras. Su comportamiento es lípido, a veces casi-líquido, en fin, inestable. Las formas se acumulan sin mayor pretensión.




En algún momento, esas imágenes parecen aludir a la unión de lo humano y lo animal. Pero la mayor parte del tiempo, son simplemente presencias larvarias. Es un estado casi alucinado. De repente, una sola espiral. Y entendemos que la regresión ha persistido, pero ahora hacia la imaginación infantil. De hecho, predomina un sentido caricaturesco y hasta jocoso.




Estas formas cambiantes y blandas nos recuerdan al prototipo infantil del héroe o monstruo informe, tan abundante en los dibujos animados. Recordemos, por ejemplo, a Los Herculoides (1967-1969) o a las tantas versiones del hombre goma o de plástico. Muy probablemente, este prototipo corresponde a un arquetipo de lo proteico, es decir, a una disposición humana a figurar lo informe y constantemente cambiante.




Sin embargo, quizá lo más relevante sea que la ruptura con respecto al viaje que Abreu ha emprendido no es tal. Las aguas y estas formas gomosas tienen en común no sólo lo regresivo, sino también lo pre-formal, esto es, aquello que está antes de la forma. Las aguas implican una vuelta al estado anterior a las formas ya definidas. Todo en ellas se disuelve para poder emerger nuevamente bajo nuevos aspectos. En las formas larvarias y blandas, hay un retorno al caos infantil, en el cual el yo es un huevo que está siendo gestado.


Nudo liberado 

Se han cruzado las aguas. Ha habido una búsqueda, pero ha sido necesario perderse en el laberinto. Se ha regresado, se ha apagado la conciencia. Se ha muerto y renacido. Sobre todo, se han tenido visiones en la superficie y en el fondo de las aguas. Pero no han dicho nada con claridad porque son oraculares. Prefieren ser misteriosas y ambiguas. En realidad, de ellas todo puede ser dicho. Están prestas para decir tantas otras cosas. Pero este laberinto nunca tuvo centro. En ningún momento aparecieron formas que fungieran de refugio, de templo o de sitio iniciático. Al menos que ese sea la infancia. Ya Alicia Patiño (1992) comentaba que la niñez era el tema recurrente de las conversaciones de Mario Abreu (p. 21) y quizá sea ese un indicio de su propio mito maternal-acuático que lo transvasa a la imagen plástica. En todo caso, quizá nunca hubo viaje y las imágenes fueron sólo ensoñaciones que no requieren neófito, ni sabio, ni palabra.

            Sin embargo, este cuaderno de notas, por su intimidad e informalidad, nos permite ser testigos de un proceso prácticamente secreto. Esto lo aseveramos en dos sentidos. Primero, por ser un conjunto de bosquejos o ejercicios que gozan de un menor control por parte de la conciencia. Es un cuaderno de tentativas rápidas y de notas periféricas. En fin, es un cuaderno de los márgenes. Segundo, se trata de una libreta inédita hasta ahora y sólo conocida por pocos especialistas en la obra de Mario Abreu. Pero este secreto, este movimiento que nos obliga a ir a los bordes de su producción, es una deuda que se tenía pendiente con las artes plásticas venezolanas y que ahora permite una comprensión de las claves simbólicas esenciales y subyacentes de la sintaxis visual y la cosmovisión de uno de los pintores y artistas objetuales más destacados de la segunda mitad del siglo XX en América Latina. Ha quedado claro que por debajo de sus grandes obras siempre corren las aguas ocultas. Y es en este imaginario ctónico y acuático, en fin, matricial, en el que hay que enmarcar el resto de su obra para comenzar a evaluar nuevamente el rol psicosocial que la producción de Abreu ha desempeñado en su contexto.





Referencias

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[1] Los códigos de las obras, señalados entre paréntesis, corresponden a su identificación en la Colección del Gabinete de Dibujo, Estampa y Fotografía o en la Colección de Pintura y Escultura del Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu, en la ciudad de Maracay, Venezuela. Las obras carentes de códigos pertenecen a otras colecciones públicas o privadas.
[2] En este punto, seguimos la terminología que Cirlot (2016 [1997]) emplea para clasificar las espirales cuando sostiene una diferenciación entre espirales dextrógiras y sinistrógiras según se desarrollen y giren a la derecha o a la izquierda, respectivamente. El simbólogo español aplica un criterio similar para la taxonomía de las esvásticas (esvásticas dextroversa y sinistroversa) (pp. 202, 206).
[3] Extrapolamos al campo plástico lo que el ámbito del deporte y la kinesiología entienden por “ritmización”, esto es, los cambios dinámicos típicos de una secuencia de movimientos que son posibles por las cadencias sensoriomotrices (Di Yorio, 2010).
[4] Utilizamos el vocablo “dinamogenia” motivado por los hallazgos y criterios de la grafología, según la cual, la dinamogenia del trazo corresponde a movimientos quirográficos libres y enérgicos que se traducen en una escritura fluida, rápida, firme, fuerte y pletórica de una descarga de impulsos de naturaleza psicológica. La dinamogenia se opone a la “inhibición gráfica” que implica escrituras llenas de frenados, vacilaciones, debilidades y ralentizaciones (Lecerf, 1976).
[5] El empleo del término “quirográfico” en este texto carece de las connotaciones vinculadas a la práctica de lo que ciertos autores conciben como la lectura del carácter y el destino por medio de las líneas de la mano y los rasgos y síntomas que esta presenta (quiromancia o quirología). Más bien, su utilización está motivada por las consideraciones del semiótico sueco Göran Sonesson (1997), quien asume que, luego de la creación de la fotografía en el siglo XIX, existen, en general, dos formas de crear imágenes: la primera, con la ayuda de aparatos técnicos más o menos complejos, como las cámaras fotográficas o de filmación, y la segunda, con la mano, apoyándonos en instrumentos como lápices, trozos de bambú, pinceles, carboncillo, entre otros. Esta segunda categoría se fundamenta en lo que el autor llama el “trazo quirográfico”, es decir, aquel que es realizado manualmente y que, por consiguiente,  posee toda la carga variable del psiquismo humano; esto incluye sus distintas intensidades.