El cuaderno de las aguas: el simbolismo en los dibujos de Mario Abreu
Alejandro Useche
Mario Abreu (1919-1993), uno de
los artistas venezolanos más importantes del siglo XX, Premio Nacional de Artes
Plásticas en 1975, durante su estadía en la ciudad de París, Francia, ejecutó
un conjunto de dibujos de temática diversa como un modo de realizar
aproximaciones rápidas y más o menos informales de imágenes que surgían en su
recorrido vital.
El dibujo en cuadernos o libretas
le permitía sacar provecho a la inmediatez de una situación, persona o entorno,
así como a la urgencia interna de figurar sin las complicaciones de un taller, de
un formato grande o de una técnica más elaborada. Asimismo, se permitía
“inconsistencias”, “imperfecciones”, repeticiones o la formulación de imágenes
menos grandiosas. Incluso, se permitía trazos infantiles o lo que en una
primera aproximación podrían considerarse como “escenas banales”. Y, sobre
todo, el dibujo rápido en libreta, cuaderno o cualquier soporte circunstancial
le permitía ejercitarse plásticamente.
Estos cuadernos no han recibido
mayor atención por parte de la crítica o de la producción ensayística
venezolana. El objeto mágico y, en segundo lugar, la pintura, especialmente
aquella de corte surrealista, onírica o erótica, ha acaparado la atención de
los analistas. Sin embargo, dichos cuadernos son de interés por varias razones.
Una de ellas es su capacidad para permitir la profundización en su imaginario
plástico, ampliando sectores, esclareciendo algunos, deslindando otros. Por la
libertad que estos cuadernos implican, es posible encontrar en ellos
explicitaciones de lo que en obras más ambiciosas está apenas sugerido o está
complicado con otros circuitos ideativos o discursivos. Por otra parte,
facilitan la visualización de las diversas tentativas plásticas que Abreu
ensaya en cada dibujo. En estos cuadernos las variaciones plásticas de un mismo
motivo, sea icónico o no, son fundamentales y constituyen un despliegue en
cámara lenta de lo que está sintetizado en otra parte.
A grafito, carboncillo, tinta
china o tinta de bolígrafo, los dibujos de estos cuadernos merecen mayor
estudio para la comprensión de los procesos creativos de Mario Abreu. Uno de
los cuadernos que ofrece mayor interés es aquel que hemos denominado —para
facilitar su identificación y abordaje— el Cuaderno de las aguas, realizado
durante el año 1956 en la ciudad de París, Francia. Compuesto de 26 imágenes en
un formato de 20,7 x 13,4 cm, posee una coherencia formal y tópica ausente en
otros cuadernos de dibujos del autor. Hasta el momento, no existe ninguna
publicación impresa o digital dedicada a este cuaderno. Nuestra intención es darlo
a conocer en el marco de una lectura simbólica.
En un principio, puede parecer un
conjunto de dibujos menores o, incluso, meros ejercicios sin mayor incidencia
en un corpus crítico cualquiera. No obstante, sin dejar de ser un grupo de
“ejercicios dibujísticos” más o menos periféricos sin grandes pretensiones,
muestra también la sensibilidad dibujística del artista y su interés por
explorar los recursos plásticos elementales, como el trazo, el punto y el
espacio de representación, para generar imágenes autónomas plásticas
(abstractas) o iconoplásticas (figurativas y abstractas a la vez). En estos
dibujos, Abreu indaga las posibilidades de lo «abstracto», tanteando patrones
texturales, modos de estratificación lineal y ritmos visuales que se pueden
rastrear en su obra previa y posterior.
De igual modo,
el Cuaderno de las aguas ahonda en temas cardinales en toda la obra del
turmereño, sea pictórica, dibujística o perteneciente al ensamblaje. Lo que
consideramos el eje conceptual del cuaderno lo podríamos sintetizar de la
manera siguiente: Mario Abreu ha realizado un viaje de regreso a los orígenes a
través del agua como símbolo del alma. Así, se sumerge en el líquido vital,
recreando peripecias psíquicas como parte de un mito personal del viaje
acuático como búsqueda de sentido. Nos parece ver, en estos dibujos, un
trayecto de sentido no lineal —aunque conserve cierta progresión o, mejor,
cierto carácter acumulativo—, sujeto a saltos y ocurrencias. Las aguas son el
espacio y la sustancia para retrotraerse a una raíz, para morir y renacer,
desplegarse y ritmarse visualmente.
De esta guisa, el cuaderno en
cuestión consiste en un ejercicio de la imaginación material de las aguas. Es
la recreación imaginativa de la materia líquida, a veces viscosa, siempre
vital, móvil, genesíaca, vibrante en su destino de flujos, reflujos y sueños
giroscópicos. Incluso, Abreu parece complacerse en explorar los «valores
sensuales» del agua, su ludicidad y ligereza relativa, su carácter temporal y
sus ritmos cuantitativos (regulares) y cualitativos (irregulares).
En este viaje interno, empero, no
todo es agua. Como veremos más adelante, el fuego, el animal y el vegetal
participan en la formulación de este conjunto de dibujos, lo cual no cambia el
hecho de que el elemento vertebral, unitivo y medial sea siempre el agua.
Seguidamente, avanzaremos en las
aguas, en un intento por reconstruir las acciones plásticas y las peripecias
efectuadas en este cuaderno de dibujos. A cada segmento o imagen del «viaje» le
llamaremos «nudo», como un modo de aludir al carácter cohesivo, medial y
tensional de las aguas. De igual manera, el nudo nos recordará que cada imagen
es una invitación a desatar algo que pide ser liberado. Con cada imagen se irá
entrando en estratos cada vez más profundos y, como las aguas van acelerándose
en estos dibujos, el nudo alude a la unidad de velocidad con que se mide el
desplazamiento marino y submarino.
Nudo primero
Una vez que este cuaderno se ha
visto varias veces, surge la impresión de que el dibujo de apertura es
comparativamente más elaborado que el resto. A medida que se avanza en sus
páginas, esta sofisticación se pierde para ir ganando en sencillez. El asunto
es que la imagen del “huevo cósmico” como símbolo de la potencia germinal y los
cinco cuernos que ostenta a modo de intensificación de la fuerza genesíaca y
del poder, corresponden a una solución plástica organizada y propia a partir de
préstamos simbólicos. Se trata de la capa más superficial en la que Abreu
recurre a imágenes ya codificadas, como el huevo y los cuernos, las cuales han
sido reelaboradas en otras obras suyas como Vegetales (1950; pin–nac–0188), Natividad (1953; pin–nac–0195), Sin título (1953; dib–nac–0101), y piezas de otras
colecciones como Selva y resplandor (1990), Gestación de la lluvia
(1955–1965) y Los gallos (1957).[1]
En estas páginas, el huevo cósmico
es la indiferenciación por excelencia y Abreu desea comenzar su cuaderno con
una imagen clara de la unidad a la que aspira. Las agrupaciones de líneas
ritmadas (plumeados) indican el movimiento y la agitación energética que gira
en torno al huevo, esto es, al foco originario. En este contexto, podría entenderse
la función del trazo como “des-pliegue” de la energía primordial o desarrollo
de lo germinal. Lo germinal aquí se traduce en dos formas básicas: el huevo y
el punto. De este modo, los trazos son el desenvolvimiento o expansión de lo
que en el ovoide y el punto está latente. O, visto de otra manera, el huevo
reúne las tensiones expresadas por el trazo. Estaríamos hablando de una imagen
centrípeta. La idea del huevo cósmico es consciente en Abreu, quien estaba al
tanto de ciertos simbolismos de los elementos y los cuerpos de la naturaleza.
Esto se evidencia en dibujos como Huevo cósmico (circa 1978),
perteneciente a una colección particular.
Aún los trazos no parecen muy
acuáticos, pero pronto los serán. Por el momento hay dos cosas claras: lo
germinal y lo desplegado. Esa tensión acompañará al conjunto que nos concierne
de principio a fin. Ya está lo básico: el punto, el trazo y el espacio,
insertos en composiciones personalizadas. Esta última observación se debe a que
Abreu ha explorado y ejercitado soluciones plásticas de otros artistas en su
normal proceso de apropiación visual. Con respecto al punto, el trazo, el
espacio y el círculo, este artista había practicado formas cercanas a las de Joan
Miró, como sucede en el dibujo Sin título (1952; dib–nac–0104). Aunque el resultado no es muy feliz, nos da
una pista sobre sus fuentes y comprendemos que estas han sido maduradas y
depuradas.
Se ha fijado el primer nudo: en
el espacio estriado de energía pura, se despliega el huevo inicial de donde todo
nace y a donde se desea regresar. De esta suerte, el huevo cornudo
inicia el reino de las aguas.
Nudo segundo
Comienza ahora la acción de la
espiral inversa: se emprende el regreso a los estadios primigenios y a la
energía femenina con su fertilidad y ligazón a los ciclos naturales. Este
desplazamiento regresivo implica una indagación por las diversas capas del ser.
Se despunta aquí una sintaxis particular en la que el círculo con punto en el
centro y los círculos concéntricos parecen trabajar como alusiones al centro
del ser y a sus diferentes niveles, respectivamente.
Se ofrece un conglomerado gráfico
con un mínimo de jerarquización. Es una suerte de magma desde el cual se inicia
un proceso de ordenamiento en el que las formas lunares, blandas y regresivas y las formas solares,
duras y progresivas generan una “cosmificación” por dualismo, esto es, la
creación de un cosmos o mundo fundado en lo dual. Lo regresivo está indicado
por las espirales sinistrógiras (aquellas que giran hacia la izquierda)[2], y lo
progresivo, por las espirales dextrógiras (aquellas que giran hacia la
derecha). De este modo, el huevo cósmico del nudo primero se abre en lo
femenino y lo masculino, lo suave y lo duro, lo calórico y lo frío.
Valga señalar que el círculo con
punto en su centro está respaldado en la tradición iconográfica como símbolo
del sol y del centro del ser. Esta doble significación global está vigente en
Abreu, junto a la luna como responsable de las fuerzas receptivas y en calidad
de regente de las aguas.
Las formas buscan su propio
ritmo. Todo es dinámico. La dominancia de la diagonal asegura esa movilidad aún
sin figuras completas. Todo está mezclado, imbricado, en plena fase
cosmogénica, caracterizada por la presentación del magma original, de la masa materna
o caos primigenio.
Treinta y seis años después,
Abreu enriquecería este esquema bajo la modalidad del ensamblaje. Estrella
de mar (objeto mágico) (1992; obj–nac–0012)
es un amasamiento de materias heterogéneas con formas visualmente duras y
blandas, en el que priman los círculos concéntricos y los círculos con punto en
el centro, así como las franjas o trazos ritmados. Pensamos que esto es indicio
de que su interés por la exploración de “estadios magmáticos” e indiferenciados
fue constante en su trayecto visivo, consciente o inconscientemente.
Nudo tercero
Lentamente, las aguas se acuerpan
en formas múltiples. Pero duran poco. De inmediato asumen un destino nuevo en su
progresión proteica. Se mueven, arremolinan, cruzan, ondulan y serpentean. El
trazo sufre diversas transiciones: de lo recto pasa a lo curvo y de allí a la
espiral o al círculo concéntrico. Estas transformaciones (mediaciones) respetan
una continuidad y se dan por síntesis. El agua es una y todas las formas.
Podría ser cualquier cosa, cualquier imagen la que su materia puede ofrecernos.
En uno de sus giros simbólicos,
las aguas adquieren la estampa de un «ser acuático», de un “ente de las aguas”,
una personificación de las fuerzas primigenias disolventes y vivificantes.
Pero, sobre todo, es una visualización de las cualidades fecundadoras del
líquido vital. Esto se intensifica por la posible evocación de órganos
reproductores (testículos, falo u ovarios) y por el fluido genesiaco que parece
desprenderse de ellos. La ambigüedad configural ovarios / testículos quizá
tenga que ver con el carácter hermafrodito de estas aguas. Dado que estas son
potenciales, virtuales, plenas en latencias, la delimitación del género
contravendría esas cualidades, actualizando la figura sexualmente.
El ente, de pie,
es una verticalización de las aguas, una activación imaginativa de su
sustancia, una presencia monumental, dignificada. Esto no se debe tanto a las
dimensiones de la figura o del soporte, sino más bien a las relaciones de
proporción entre ambos.
Por otra parte,
el empleo de espirales invertidas insiste, como en el resto de las imágenes que
componen el Cuaderno de las aguas, en el regreso a los estadios
primigenios. Este viaje regresivo va pariendo imágenes, las cuales, en su
conjunto, parecen ofrecer las pistas para el entendimiento de esta aventura
psíquica. Son como suerte de “estaciones simbólicas”, momentos o segmentos de
una experiencia global.
Los ojos del
“ente acuático” son espirales hipnóticas. Se trata de la fascinación del agua
en calidad de espejo del alma. De este modo, el agua es un ojo que mira y
arrastra al individuo hacia su seno de fantasías y emociones, de formas
informes, de vitalidad que transcurre porque es tiempo. Las aguas de Abreu no
son calmas. No son estanques, charcos, pozos. Las piernas de este ente son
largas y sinuosas. Y sus brazos se disuelven en su propio flujo. La mirada
queda capturada por los ojos mesméricos del personaje, por su ombligo-remolino
y por su boca circular de agua enrollada.
En este punto,
lo icónico (figurativo) y lo plástico (abstracto) empiezan a colaborar con más
intensidad. Uno se desarrolla sin destruir al otro. La imagen es puro fluir y
trazo, pero también es una figuración: es ente y agua a un mismo tiempo. De
este modo, es un ser complejo, una hibridación, un ente-flujo.
La idea del ente-agua
es muy antigua, sobre todo, dentro de las prácticas espirituales o esotéricas.
El Ocultismo y el Gnosticismo han conservado figuras homólogas (con finalidades
muy distintas) consideradas como “elementales”. Incluso, el cómic o los dibujos
animados contemporáneos despliegan una galería significativa de personajes en
calidad de entidades elementales, ya sea del fuego, del agua, de la tierra o
del aire.
Lo relevante acá
es cómo Abreu “figura” el agua de modo múltiple. La plasticidad del trazo-agua
permite un ejercicio de polisemia y de elasticidad de las formas. Abreu recurre
a su libreta y sin más dibuja con la libertad que ofrece un soporte informal.
Así, la periferia de la anotación rápida, del registro ambulante se elige para
hacerse algunas interrogaciones. Y Abreu se pregunta, entonces, hasta dónde
puede llegar el trazo, cuán dúctil este puede ser y qué ofrece su repetición y
ritmización[3] al servicio de un proyecto
determinado. La coherencia del cuaderno nos habla de un proyecto en el sentido
de un conjunto de imágenes que han sido pensadas o intuidas para estar juntas.
El cuaderno no salta de un tema a otro o de una sintaxis a otra sino que, más
bien, siempre fiel a sí mismo, gira en torno a un concepto o a un cuerpo
imaginativo único.
El trazo
repetido se hace plumeado. Y entonces el plumeado paralelo o cruzado
es el elemento básico que genera todas las formas, nutriéndose eventualmente de
los puntos, los círculos, las media-lunas y las formas solares. Todo es trazo
en repetición y en movimiento. Ciertamente, no es un trazo virtuoso, pero sí
sensitivo y capaz de expresar las necesidades de un viaje por las aguas en
busca de una raíz invisible. Ese origen no se ve explícitamente. Queda, como
debe ser, en el misterio. A pesar de ello, Abreu nos ofrece vislumbres de un
proceso que deducimos sumamente personal y que ha quedado en la intimidad de un
cuaderno.
Nudo cuarto
A veces los
trazos dejan de recordar a las aguas. Pierden su fluidez, su blandura. Un
conjunto de plumeados cruzados o enmarañados brindan una imagen sólida o firme.
Entonces, las formas se hacen semejantes a “mallas” o “redes” cilíndricas y
serpentinas. También más compactas y, no obstante, conservan el sentido
múltiple de las imágenes anteriores. Esta nueva faceta insiste en un
comportamiento análogo a Proteo, el dios griego del mar, quien tenía la
facultad de metamorfosearse en cualquier cosa que deseaba. Lo importante es la
experiencia de los cuerpos informes y maleables para lograr a buen término este
viaje. Las formas serpentinas, aunque menos líquidas ahora, poseen un
comportamiento muy semejante al de las aguas. Estas son, como se verá más adelante,
serpientes que se mueven y desparraman, que cimbran y poseen un destino
misterioso. Para Abreu, las aguas son serpentinas y las serpientes, acuáticas.
Cuando los
trazos se alejan de su apariencia acuática común, se evidencia un proceso de simbolización
privada en Abreu que no consigue (o no desea) traducirse en combinaciones
plásticas universales. Sin embargo, el espectador es libre de visualizar, por
leyes gestálticas, otras formas, como cabezas vistas de perfil u otras. Como
estos dibujos son “ensayos”, constituyen un terreno óptimo para probar
combinaciones u “ocurrencias plásticas” menos gastadas para el artista. En este
punto, la experimentación debe pensarse en función de otros segmentos previos o
ulteriores de la trayectoria de Abreu y no en función de lo que otros artistas
han logrado. La repetición de elementos plásticos mínimos fue, para el
turmereño, algo fundamental. Tan importante que lo «practicaba» cada vez que
podía. De este modo, se logran sus estratificaciones cromáticas y la repetición
de puntos en obras como El toro constelado (1957–1964; pin–nac–0199), obra realizada en París,
pero completada en Venezuela. Precisamente esta compleción se efectuó a través
de la añadidura de los puntos y de otros elementos rítmicos, ya ejercitados en
el Cuadernos de las aguas, entre otros grupos de dibujos. Esta
estrategia fue madurando con el tiempo, logrando resultados cada vez más
significativos. Incluso, es evidente que obras de otras colecciones como Mundo
de agua (1960, colección Galería de Arte Nacional) son la puesta en
práctica, de modo ya pulido y con mayor ambición, de lo que está contenido en
este cuaderno.
Por otro lado,
hay que señalar que Mario Abreu, en este caso, insiste una y otra vez en la
analogía entre aguas y serpientes, dando como resultado una verdadera danza
elemental. En algunas imágenes, el movimiento se intensifica y las aguas
serpentinas o serpientes acuáticas se agilizan y se quiebran en ángulos
diversos. Incluso, en ocasiones, la serpiente destaca como figura, se
independiza relativamente de su entorno. Así, mientras su ambiente va desde el
movimiento fluido de lo acuático hasta movimientos más sólidos y radicales a
modo de “vetas” de algún material orgánico, la serpiente se desliza ágilmente
sobre la materia. Y entonces, las aguas se vuelven eléctricas, intensificando
su carácter multivibratorio.
De igual modo,
hay que señalar que parece haber una evocación más o menos clara del símbolo de
la culebra que repta sobre las aguas de la creación. Sin embargo, este animal
es, simultáneamente, la misma onda del agua (principio inferior y matérico) y
el fuego en calidad de inteligencia o conocimiento superior. Se establece,
consecuentemente, un diálogo de tensiones entre lo húmedo y lo ígneo.
La serpiente
contiene una sabiduría muy particular que viene dada por la conciliación de
esos dos principios y por el carácter dinámico que ofrece. La serpiente siempre
cambia. Muda la piel. Este es quizá uno de los factores que más incide en el
carácter temporal de estos dibujos. Se trata de un viaje psíquico e interno en
el que el individuo se desarrolla y cambia para poder expandirse. La
regeneración es el resultado del movimiento per se y del desprendimiento
de las capas o pieles caducas (culebra). En este sentido, la serpiente parece
constituir una gran síntesis de los procesos aludidos en todo el Cuaderno de
las aguas. La imagen de un personaje suspendido o deslizándose sobre las
aguas es común a otras obras del artista como Yo, Mario, el Saltaplaneta
(1966) y El ángel (1966), entre otras.
Nudo
quinto
Las formas se “aguan”
de nuevo (si nos atrevemos a emplear este neologismo) y adquieren un ritmo
zigzagueante diagonal. Una corriente cruza a la otra, alternándose, en un
movimiento ascendente. En el seno de la intersección un círculo con un punto en
el medio hace las veces de forma solar y, por ende, de contrapunto simbólico
del agua. Las formas que rodean a esta imbricación líquida son expansivas y
enérgicas. La mayoría posee un despliegue solar. El agua ahora es una danza, un
ritmo elemental donde se vivencia una dualidad dinámica. La imagen parece simbolizar
una suerte de “agua del sol”, lo cual, simbólicamente, puede entenderse como el
seno nutritivo a donde regresa el ser para regenerarse. Esta regeneración posee
los rasgos de una revivificación no sólo psicológica sino espiritual, dado que dicha
luminaria viene a ser el “céntrico sol
espiritual” (Blavatsky, 1999, I: 110). El sol como centro espiritual y
como centro del ser o de la individualidad no es nada nuevo y forma parte de
las tradiciones más antiguas, como la alquimia, la gnosis, la teosofía, el corpus ocultista, la astrología, y un
conjunto amplísimo de mitologías y prácticas religiosas en todo el orbe. De
igual manera, el agua solar o el sol en las aguas también podría aludir al
proceso alquímico de la disolución del yo o de la individualidad en los líquidos
(disolutio), en calidad de fase
necesaria para el renacimiento.
Las aguas poseen un
comportamiento de ondas más o menos hipnóticas. En todo caso, no nos referimos
a una hipnosis real, sino a una manera específica que tienen las imágenes de
mostrarse, de desarrollarse. Es curioso esto si recordamos que el sol, en
términos simbólicos, es el “depósito celeste del magnetismo universal”, ligado
en la Antigüedad a las figuras de Hércules y Thot–Hermes (Ibídem, 251). De este modo, la imagen es una recreación de las
energías de la vuelta al origen. Se sugiere la siguiente cadena simbólica:
centro del ser – centro espiritual (círculo con punto) – unidad – sol – aguas
–regreso creativo a la fuente.
Las aguas son
hipnóticas porque son magnéticas y son magnéticas porque son energéticas. Por
ello, este cuaderno es una energética de las aguas. De allí que Abreu no
le interese el aspecto icónico y tradicional de las mismas. No desea ofrecer un
río, un lago, el mar o un paisaje figurativo. Ni siquiera más o menos propio de
la Nueva Figuración (salvo el dibujo Sin título, 1956; dib–nac–0090–21). Parece desear más la
huella del agua en su transcurrir y su dinámica entendida como energía
desplegada de un modo determinado. Sin duda, eso sigue siendo un modo de
paisajismo cuyos elementos gráficos se apoyan, en la mayoría de los casos, en
su simbolismo isomórfico, esto es, como lo sugiere Gillo Dorfles, en las cualidades
plásticas intrínsecas de dichos recursos visuales, en este caso, el trazo, el
punto y el espacio, así como en su simbolismo histórico y cultural (tropos
icónicos o plásticos proyectados sobre la obra).
La alternación
de las corrientes refuerza lo que Abreu desarrolla durante todo el cuaderno: la
unión de los contrarios. Esta estrategia de viaje
es común a gran parte de su obra visual y consiste en uno de los mecanismos
simbólicos más importantes dentro de su producción.
Las aguas siguen
fluyendo y de sus ondas, en medio de la efervescencia de los microorganismos, parece
gestarse la efigie de un gallo. Su ojo, su pico, su cresta son estrías en el
líquido, ondas que se repiten, como si fuese cresta dentro de cresta, pico
dentro de pico, ojo dentro de ojo. El
gallo-flujo forma parte de un trabajo más amplio dentro de la carrera artística
de Abreu, para quien los gallos eran imágenes recurrentes de la energía vital
solar y masculina, de la gallardía y de la fuerza terrestre. Su sangre es
líquido de la tierra y su ojo es vigilancia del mundo. Su cresta asume el rol
de la corona y del poder; sus espuelas, el de la batalla. Un ejemplo extremo de
esta ave como representante de la virilidad la encontramos en el dibujo Gallo
inglés (s. f.; dib–nac–0074),
en el que el gallo adquiere la apariencia de un falo. Los gallos de Abreu están
contextualizados, la mayor parte del tiempo, en escenas cósmicas. La escala
simbólica del gallo es el universo. Asimismo, el gallo cumple con la
satisfacción de una intención social, dado que para este artista dicho animal
era un modo de aludir al temperamento y espíritu latinoamericanos. En este
animal, más que en cualquier otro que haya abordado en su producción, Abreu
pone toda su esperanza de alegorizar a la tierra americana. Abreu (1994 [1964])
exclamaba: «américa es mi única fuerza»
(p. 7). Sin embargo, los resultados
apuntan a imágenes más bien universales y simbólicas.
Aunque pueda parecer banal, no
hay que olvidar que el gallo no es un elemento distintivo de América Latina. Ha
sido receptáculo, por el contrario, de innumerables simbolizaciones en todos
los continentes. Y bien podría alegorizar otras culturas. En este punto,
intervienen los mitos del arte latinoamericano, el sueño de poder crear íconos
que absorban lo que se piensa que es el sentimiento o la cosmovisión de esta
parte del mundo. Y no es que no lo logre en lo absoluto. No se trata de que el
gallo no dice nada de Venezuela o del continente americano, sino más bien que
dice eso y más. Aunque, sobre todo, más. Los gallos de Abreu poseen atributos y
están combinados con elementos que no los anclan en un mundo determinado, sino
que forman parte, más bien, de una participación en tejidos mitológicos
universales.
Esta amplitud de la estampa del gallo se hace más evidente en el Cuaderno de las aguas. Esta ave participa en el flujo fértil de este líquido vital. No hay nada que indique la voz nacionalista o la comunión continental. Este gallo continúa más bien el interés de Abreu de armar escenas en las que dos elementos contrarios se avengan. De esta manera, el gallo como elemento solar y masculino se opone a las aguas, elemento femenino y lunar. Este tipo de oposición es común en otras obras de Abreu, como sucede con Gallo (s. f.; pin–nac–0193) y Sin título (El Gallo de Turmero) (1970; coming 0002), Sin título (1950; dib–nac–0083) y Sin título (s. f.; dib–nac–0071). Este último caso parece re-crear la polaridad masculino / femenino asumiendo el contrapunto entre el gallo y la serpiente, el cual recuerda al dualismo entre la culebra y el águila, tan propio de la cultura mesoamericana antigua.
El agua y el
fuego fundan la imagen por dicotomía. Se alude, de este modo, al dualismo
primordial, mediante el cual los opuestos se transforman mutuamente en pro de
una unidad superior. Lo solar transmuta a lo acuático y este a aquél. Parece
simbolizarse un despertar (gallo) del ser (círculos concéntricos con o sin
punto) que invita a erguir el espíritu (fuego como conocimiento superior) por
encima de la materia (aguas) y de la densidad del caos (ondas continuas).
Sin embargo, hay
que señalar que, en primer lugar, ese despertar fue posible gracias a las aguas
y a su facultad de reflejar el alma propia. La ruta que sigue está dominada por
la dualidad o los intentos de resolverla o enriquecerla. La oposición es, dicho
en términos de Gaston Bachelard, el acento dramático ambivalente de estas
imágenes.
Las aguas
empujan hacia su fondo por la gracia de los remolinos. Hay que ser engullido,
tragado, ahogado, amamantado por el misterio. En el transcurso, hay
desplazamientos, cambios de ruta, visiones de orillas, de masas, seres
elementales, y progresivamente se va descubriendo la dualidad de lo viviente y,
sobre todo, de sí mismo. El agua, entonces, llamea. En su base, emergen “formas
ígneas” que se abren y ascienden. De su seno, emerge la imagen diluida de un
ave hierática de perfil o de espalda. En su cuello, se proyecta una gran
espiral a modo de atributo de lo regresivo e introspectivo.
Quizá estemos
imbuidos en la “Gran Mar”, esto es, en el agua que es femenina y masculina a un
mismo tiempo. Por eso, es un agua vibrante, eléctrica y húmeda, pero también
serpentina, solar y llameante. Nuevamente, estamos ante lo andrógino y, por lo
tanto, ante la aspiración a una unidad que totalice la vida. En ese ambiente o
matriz, se ha efectuado una muerte simbólica por agua, tras la cual surge una
suerte de “ave de la regeneración” que emerge después de haberse hundido en el
principio ctónico, matérico, femenino e indiferenciado. En este orden de ideas,
la imagen recuerda a la función simbólica del Ave Fénix, figura mítica de
origen etíope que tiene el poder, luego de haberse consumido sobre una hoguera,
de renacer de sus propias cenizas. No obstante, a Abreu sólo le interesa la
noción de un ave general sustentada en sus cualidades de elevación y vuelo.
De este modo, el
pájaro del espiral y el gallo parecen constituir formas del despertar del
sí-mismo. La muerte es por agua (ahogamiento y disolución) y la purificación es
por fuego, es decir, disolución y calcinación alquímicas. Ambos elementos,
empero, tienen en común que son dialógicos, dinámicos y transmutativos. Estas
cualidades son aprovechadas al máximo por Mario Abreu en este cuaderno de
dibujos.
Con las imágenes
del gallo y del pájaro del espiral se ha iniciado un proceso de independencia
con respecto al magma acuático. Hay una primera discontinuidad. Se abre camino
una fase o espacio esquizogénico, caracterizado por la formación de seres desde
el caos y la continuidad que están en proceso de liberación o separación. Las
aguas ya no son indiferenciadas y germinales, sino que paren imágenes-guías,
formas de desarrollo, como los animales ya señalados. Ha sido necesario
fusionarse para luego diferenciarse. Es la tensión entre la nada y el ser,
entre la Luna Nueva y la Luna Llena.
La relación
entre las aguas ritmadas, los puntos germinales y las fases lunares no sólo
está desarrollada en el Cuaderno de las aguas, sino que le es propia a
otras obras, como Sin título (1952; dib–nac–0055)
y piezas como Sucesión lunar (1960).
Nudo sexto
En el viaje se
forma una nueva dualidad: se inicia el diálogo entre las aguas celestes y las
aguas terrestres. En gran medida, las segundas han sido, hasta el momento,
presencias del inconsciente, la disolución, la indiferenciación y el insondable
mundo de los sentimientos no verbalizables. Pero ahora estas aguas se mezclan
con las provenientes del mundo ligero y sutil de la bóveda celeste. Se trata,
por el contrario, de un agua de la supraconciencia y de la fecundación. Pero ya
no es lo fecundo por ser germinal, sino por ser otorgado por el “Amo”. Aparecen
entonces, tres ojos en el cielo a modo de Trinidad Suprema, ordenando que el
líquido vital se vierta.
Con la presencia
de lo celeste, se deduce un espacio, es decir, un intervalo entre el arriba y
el abajo. Se ha comenzado a “mundificar”. No obstante, ese mundo está casi
disuelto, hundido en la mayor ambigüedad, en una agitación de trazos violentos,
breves, caóticos, yuxtapuestos y superpuestos. Pero hay un orden superior. Lo
curioso es que la Trinidad no forma un triángulo ascendente. Por el contrario,
los tres ojos, símbolos de la sobrehumanidad, sugieren un triángulo
descendente. De esta manera, la Ley del Ternario que alude al principio creador
(por lo general masculino, cuando el triángulo asciende) se concreta en un
poder femenino que va de la Unidad (vértice) a lo Múltiple (base). Las
resonancias con el triángulo alquímico del agua son muy fuertes y nos hacen
pensar que en su poética del agua, Abreu ha intuido o se ha abastecido de
estructuras profundas impersonales a las que intenta darles una expresión
propia.
Abajo, una
espiral sinistrógira asienta la imagen a lo terrestre. O mejor, al fondo de las
aguas, dado que funciona como un remolino. Pero más aún, nos indica que la
dialéctica cielo / tierra no ha desplazado o eliminado un largo proceso de
regresión, ensimismamiento y absorción en las fuerzas inconsciente y primarias.
Aunque surjan imágenes nuevas o se establezcan contrapuntos, se mantiene un continuum:
el regreso a los orígenes.
Nudo
séptimo
Y entonces, las
aguas siguen enroscándose, entrecruzándose, encogiéndose, doblándose,
complicándose y desembocando sobre sí mismas. En ocasiones, se hacen
particularmente ligeras y dispersas. A veces se aceleran o ralentizan, se
acentúa su efecto ingrávido, haciéndose más oxigenadas y burbujeantes. En otros
momentos, esas mismas aguas se vuelven más violentas e impetuosas. Entonces, se
bifurcan con fuerza y se entregan vehementemente. Destaca el trabajo lúdico e
imaginativo sobre la materia acuática, la cual fascina e incita. Provoca. Pide
ser abordada, experimentada. La estriación textural de las aguas tiene que ver
con un deseo de dominarlas. Estas aguas violentas exigen más textura, más
acción plástica. La lucha con el elemento se traduce en una liberación visual,
en una excitación del trazo. Esta excitación es indicio de una vitalidad
elemental y rítmica.
En las aguas
violentas se visualiza la lucha, no los luchadores. La euforia o intensidad es
tal que los líquidos se aceleran y “airean”, desplazándose como suertes de
vientos más o menos densos. En este punto, el agua pierde su viscosidad
relativa que le es característica, tal como lo señalaban los Hermanos Puros
(Böhme, 1998: 146 y ss.). Son, más bien, corrientes intrépidas que crean diversos
focos espiriformes que se expanden y distribuyen libremente. De este modo, el
viaje parece privilegiar, en ciertos segmentos, el sentido pasional, vigoroso,
veloz y vertiginoso del decurso acuático.
Los comportamientos anímicos del agua son
sumamente variados en Abreu al punto de que dicho líquido se asimila a otras
sustancias, no sólo animales, sino también vegetales. De este modo, hay aguas
que actúan fibrosamente. La unidad entre lo animal, vegetal, astronómico,
elemental y humano ha sido una de las preocupaciones más constantes y profundas
de Mario Abreu, lo cual es posible identificarlo en toda la extensión de su
producción visual. Casos especiales son Sin título (1956; dib–nac–0103) y Sin título (1952;
dib–nac–0056).
Las aguas
dinámicas forman, eventualmente, torbellinos verticales, dominantes y audaces.
Allí es cuando las tramas dibujísticas o plumeados se convierten en esquemas
visuales del coraje, la bravura, la valentía y del deseo en general frente a
las aguas. Es el punto más teatralizado del líquido vital. El torbellino se
vuelve una cresta que desafía la gravedad en un gesto de exaltación.
La dinamogenia[4] de
las aguas frecuentemente se transforma en una irradiación semejante a la del sol.
Las formas, entonces, se abren y despliegan en cuerpos sensuales e
hiperestésicos a veces circundadas por haces de luz. Por lo tanto, estamos
hablando de un agua solarizada o de un sol acuificado: es el sol descendiendo
de las aguas o saliendo de ellas. Los rayos son corrientes y viceversa. Todo es
ligerísimo y raudo. Impredecible. Y siempre está la espiral, sola o rodeada de
rayos. La espiral es, sin duda, una de las formas arquetípicas más empleadas
por Mario Abreu, junto con los círculos concéntricos y los círculos con punto
en su centro. Un caso poco estudiado de este motivo es Sin título
(bodegón) (1950; pin–nac–0194).
Incluso, podríamos decir que la espiral como estructura compositiva que permite
empujar las formas hacia el fondo está presente en varias piezas, como Sin
título (1953; dib–nac–0105),
en la que el rostro sombrío de un hombre cae o emerge de unas escaleras de
caracol o de algo similar.
En todo caso, el
agua, para Mario Abreu, es una suerte de lugar primordial y pre-adánico, en el
cual no hay perturbación, ni tragedia, ni cuestionamientos. Hay, más bien,
juego, exaltación, evocación, sugestión, creación de imágenes y sucesiones.
Para ello, se busca explorar la mayor cantidad de posibilidades expresivas de
las formas acuáticas. Este cuaderno es, en este sentido, un claro ejemplo de elasticidad
de los elementos visuales. El agua es una forma flexible, elástica y completiva
que descansa en la blandura relativa y que permite la ejercitación plástica del
trazo, así como el aprovechamiento de una simbología arquetípica que, por medio
de los procesos de individuación, el artista va personalizando, singularizando
y haciendo única.
Quizá, en última
instancia, estas imágenes se fundamenten en lo que Gaston Bachelard ha
denominado el “narcisismo cósmico” gracias al cual el mundo se mira a sí mismo (1978:
45). Ciertamente, el viaje es personal, pero este está dibujado de tal manera
que se vuelve impersonal o, mejor, universal. La voz del yo se disuelve
y pareciera que las aguas son el sujeto de la obra, la voz que narra y canta.
El carácter narcisista se recrudece con el empleo insistente de los espirales y
los círculos concéntricos. De esta manera, regreso a las aguas, purificación, muerte,
transformación y viaje interno serían los núcleos conceptuales más relevantes
del cuaderno en cuestión.
El conjunto de
dibujos aspira a, como lo diría Marius Schneider (1998), la “autovisión difusa
del alma” (p. 22). De ahí el uso iterado de los círculos con punto en el
centro, precisamente, como símbolos del alma del ser humano o como interior de
la individualidad.
Dentro de las
variaciones plásticas empleadas, hay que destacar la presencia de grupos de
lúnulas como imágenes de las ondas acuáticas, pero también de las fases
creciente y menguante de la luna. Recuerdan a ciertas imágenes de collares
irlandeses de oro de la Edad de Bronce, así como a gran parte del arte
prehistórico, en especial a algunas insculturas, vasos rituales y dólmenes, con
su decoración tallada o esgrafiada (Cirlot, 1993). Por otro lado, es preciso
señalar que las lúnulas que casi se cierran en círculos concéntricos enfatizan
la unidad bio-cósmica; en cambio, cuando se contraponen, evidencian las
tensiones vitales y enfatizan ciertos contrastes plásticos en la imagen.
La textura del
agua también es explorada, recreada, inventada y diversamente combinada. La
estriación del agua es su fibrilación: los “músculos del agua” se tensan y
distienden en una suerte de danza elemental. Y allí entra el ritmo, que es
carácter lúdico puro, pero también la intuición de un orden metafísico que se
sobrepone a la materia. Los movimientos contrastivos evidencian lo que
Empédocles llamaba las “tensiones internas” del elemento (Böhme, 1998: 117).
Estas tensiones son tanto psicológicas como matéricas. En este sentido, podemos
aseverar que, en este cuaderno, las imágenes que acompañan y se fusionan con
las corrientes de agua son hijos de las tensiones internas de dicho elemento.
Del agua nace lo similar y lo opuesto; emerge lo húmedo y lo caliente, el
pájaro, el gallo, el elemental, el torbellino, el fuego, la culebra, el
vegetal, el aire, lo terrestre, lo eléctrico, los gérmenes, las orillas, la
lluvia y los ojos trinos del Amo.
Las aguas se
vierten como cascadas, pero antes forman remolinos y, con ello, producen
profundidades. Estas aguas profundas son melodías (Schneider, 1998: 22). El
trazo ondulado es un fragmento de melodía que se extiende y se une o encaja con
otro. Hay, sin duda, un sentido musical en las ondulaciones y pulsaciones del
agua. Pero no hay rupturas porque este líquido vital simboliza los ciclos: sin
principio ni fin.
El psiquismo hidratante
de Abreu crea planos o “pantallas” compositivas líquidas, especialmente cuando
emplea el recurso de la cascada. Las aguas incitan a la zambullida. Y es que
este regreso a lo primordial se da por medio de un elemento que cambia a quien
se entrega a la ablución. Por ello, no se trata de un regreso de repeticiones,
reciclajes burdos o apego al pasado. Más bien, estamos ante un renacimiento.
Este reingreso al líquido fundamental es un acto pasional, aunque
también mortífero, dado que es preciso morir para revivir.
Mario Abreu,
sobre todo, considera a las aguas no tanto como sustancias, sino como fuerzas.
Son naturales, en cuanto son acuáticas, solares, terrestres o ígneas;
son cósmicas en cuanto macro-formas trascendentales sujetas a órdenes
superiores y no humanos; y, por último, son psicológicas dado que el
hombre está imbricado en ese tejido universal y porque son una presencia
matérica sobre la cual se proyecta el mundo interior. El devenir de las aguas
es el del individuo e, incluso, el de la raza humana entera.
Nudo
octavo
Mario Abreu,
como una suerte de Neptuno plástico interviene imaginativamente la materia
acuática, aumentando o disminuyendo la velocidad de sus corrientes según
necesidades interiores. Por reducción formal, traduce todas las formas en
“estrías”, puntos, círculos y unidades simples. Existe, a un mismo tiempo, una
necesidad enorme de simbolización y, por otro lado, una conciencia plástica que
exige el ejercicio constante del trazo y la experimentación con los recursos
visuales.
Después de las
aguas incisivas y vertiginosas, vuelven los líquidos más viscosos, pero ahora,
las aguas se han fragmentado. No hay recorridos lógicos o simplemente no hay
una verdadera continuidad entre las partes. Los grupos de trazos (plumeados) se
interrumpen. Aparece la mancha negra, el accidente. Y es que estas aguas han seguido la intuición
y se han aprovechado de la coyuntura. Una forma lleva a la otra, y así
sucesivamente. El “error” es continuado y desarrollado, en un juego de
improvisaciones y de formas correosas y dúctiles. Sin embargo, las formas a
veces se hacen duras y se interrumpen más bruscamente, aunque siempre rodeadas
del “caldo de cultivo”, de la sustancia germinal (sistemas de puntos o de
trazos breves diagonales). También muy frecuentemente, los recorridos del agua
son rotos o sorprendidos por series de círculos pequeños que detonan
evocaciones en torno a las burbujas, las inflexiones, lo ovárico, lo
testicular, lo semejante a la semilla, a la perla o al simple movimiento que se
produce en los giros de los líquidos.
De igual modo,
no todas las partes del agua son iguales. Hay flujos privilegiados que son
remarcados en la imagen. Así, la intensidad del trazo (esto es, la intensidad
quirográfica)[5] es un indicio de
jerarquía, de organización visual, de contraste, pero también constituye un
modo para crear nuevas formas a partir de un mismo cuerpo de agua.
Las aguas
también tienen pliegues y guardan sorpresas. Un pequeño doblez sugiere un ojo
cerrado, un caracol, un grano. Las aguas arrastran cosas porque simbolizan la
“anamnesia”: las trazas del recuerdo son traídas y revueltas y disueltas. De
allí su poder limpiador.
Nudo
noveno
Una estación
inesperada: un paisaje con ladera, cielo, nubes, plantas y elementos astrales.
Se ha recuperado la composición icónica. Se impone el reconocimiento de un
paisaje celeste y terrestre, en el cual los elementos plásticos (no figurativos)
desarrollados y ejercitados en los dibujos previos y ulteriores de este
cuaderno consiguen un nuevo sentido u orden. Con distintas ubicaciones,
combinaciones y énfasis, se consigue, a partir de los mismos elementos
abstractos, un paisaje cósmico en el cual se distingue un cielo sinuoso,
arremolinado, estriado, líquido y cargado de fuerza emocional y sentimental
lleno de círculos flotantes y formas solares. Sin duda, la herencia de Vicent
Van Gogh se transparenta en la ejecución de la imagen.
Bajo este cielo
cósmico se muestra una ladera sobre la que se levantan formas vegetales
imprecisas. Más abajo, hay una tierra pastosa, fría, fértil y viva. La
presencia de grupos de copiosos puntos intensifica la impresión de lo germinal,
lo productivo, la vida diminuta y poderosa de los elementos. En el borde
terroso, se levantan plantas rematadas por quién sabe qué, quizá frutos, quizá
flores.
Estamos en un
paisaje diurno, benéfico, en el que parece haber una invitación hacia la
ascensión. Subir para participar de las corrientes celestes y sus estrellas o
planetas. La trama dibujística usada para el cielo y para la tierra son
parecidas; por eso, hay una integración del arriba y el abajo que no se da por
elementos tradicionales como montañas o escaleras, sino por los mismos recursos
plásticos. En todo caso, las plantas serían los únicos elementos que podrían
funcionar como mediadores entre una cosa y otra. Aunque diurno y visible, es un
paisaje húmedo. El agua sigue empalmándolo todo.
La escena
natural, por el principio de la proyección sentimental, está cargada de
psicologismo. Ahora los trazos ya no son formas libres, sino que implican
deformaciones y distorsiones en la imagen. La forma no está allí para describir
un territorio o para presentar objetos, sino, más bien, para ofrecer un estado
interno.
Nudo
décimo
Ha sucedido una
ruptura. Ya no hay paisaje ni aguas, ni remolinos, ni espirales. En apariencia
el viaje ha terminado. O ha sufrido un drástico cambio que lo hace irreconocible.
Quizá estas últimas anotaciones no aspiraron nunca a formar parte del viaje.
Tal vez fueron garabateos lúdicos, diversiones plásticas.
Formas blandas,
libres, elementales, primarias y antropomorfas se despliegan por el espacio, se
deslizan, se apilan unas sobre otras. Su comportamiento es lípido, a veces
casi-líquido, en fin, inestable. Las formas se acumulan sin mayor pretensión.
En algún
momento, esas imágenes parecen aludir a la unión de lo humano y lo animal. Pero
la mayor parte del tiempo, son simplemente presencias larvarias. Es un estado
casi alucinado. De repente, una sola espiral. Y entendemos que la regresión ha
persistido, pero ahora hacia la imaginación infantil. De hecho, predomina un
sentido caricaturesco y hasta jocoso.
Estas formas
cambiantes y blandas nos recuerdan al prototipo infantil del héroe o monstruo
informe, tan abundante en los dibujos animados. Recordemos, por ejemplo, a Los
Herculoides (1967-1969) o a
las tantas versiones del hombre goma o de plástico. Muy probablemente, este
prototipo corresponde a un arquetipo de lo proteico, es decir, a una
disposición humana a figurar lo informe y constantemente cambiante.
Sin embargo,
quizá lo más relevante sea que la ruptura con respecto al viaje que Abreu ha
emprendido no es tal. Las aguas y estas formas gomosas tienen en común no sólo
lo regresivo, sino también lo pre-formal, esto es, aquello que está antes de la
forma. Las aguas implican una vuelta al estado anterior a las formas ya
definidas. Todo en ellas se disuelve para poder emerger nuevamente bajo nuevos
aspectos. En las formas larvarias y blandas, hay un retorno al caos infantil,
en el cual el yo es un huevo que está siendo gestado.
Nudo liberado
Se han cruzado las aguas. Ha
habido una búsqueda, pero ha sido necesario perderse en el laberinto. Se ha
regresado, se ha apagado la conciencia. Se ha muerto y renacido. Sobre todo, se
han tenido visiones en la superficie y en el fondo de las aguas. Pero no han
dicho nada con claridad porque son oraculares. Prefieren ser misteriosas y ambiguas.
En realidad, de ellas todo puede ser dicho. Están prestas para decir tantas
otras cosas. Pero este laberinto nunca tuvo centro. En ningún momento
aparecieron formas que fungieran de refugio, de templo o de sitio iniciático.
Al menos que ese sea la infancia. Ya Alicia Patiño (1992) comentaba que la
niñez era el tema recurrente de las conversaciones de Mario Abreu (p. 21) y
quizá sea ese un indicio de su propio mito maternal-acuático que lo transvasa a
la imagen plástica. En todo caso, quizá nunca hubo viaje y las imágenes fueron
sólo ensoñaciones que no requieren neófito, ni sabio, ni palabra.
Sin
embargo, este cuaderno de notas, por su intimidad e informalidad, nos permite
ser testigos de un proceso prácticamente secreto. Esto lo aseveramos en dos
sentidos. Primero, por ser un conjunto de bosquejos o ejercicios que gozan de
un menor control por parte de la conciencia. Es un cuaderno de tentativas
rápidas y de notas periféricas. En fin, es un cuaderno de los márgenes. Segundo, se trata de una
libreta inédita hasta ahora y sólo conocida por pocos especialistas en la obra
de Mario Abreu. Pero este secreto, este movimiento que nos obliga a ir a los
bordes de su producción, es una deuda que se tenía pendiente con las artes plásticas
venezolanas y que ahora permite una comprensión de las claves simbólicas
esenciales y subyacentes de la sintaxis visual y la cosmovisión de uno de los
pintores y artistas objetuales más destacados de la segunda mitad del siglo XX
en América Latina. Ha quedado claro que por debajo de sus grandes obras siempre
corren las aguas ocultas. Y es en este imaginario ctónico y acuático, en fin, matricial,
en el que hay que enmarcar el resto de su obra para comenzar a evaluar
nuevamente el rol psicosocial que la producción de Abreu ha desempeñado en su
contexto.
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mecánica a la producción digital. Recuperado de
huitoto.udea.edu.co/TeoriaTraduccion/datos/doc_semiot.html.
[1] Los
códigos de las obras, señalados entre paréntesis, corresponden a su identificación
en la Colección del Gabinete de Dibujo, Estampa y Fotografía o en la Colección
de Pintura y Escultura del Museo de Arte Contemporáneo de Maracay Mario Abreu,
en la ciudad de Maracay, Venezuela. Las obras carentes de códigos pertenecen a
otras colecciones públicas o privadas.
[2] En
este punto, seguimos la terminología que Cirlot (2016 [1997]) emplea para
clasificar las espirales cuando sostiene una diferenciación entre espirales
dextrógiras y sinistrógiras según se desarrollen y giren a la derecha o a la
izquierda, respectivamente. El simbólogo español aplica un criterio similar
para la taxonomía de las esvásticas (esvásticas dextroversa y sinistroversa)
(pp. 202, 206).
[3] Extrapolamos al campo
plástico lo que el ámbito del deporte y la kinesiología entienden por
“ritmización”, esto es, los cambios dinámicos típicos de una secuencia de
movimientos que son posibles por las cadencias sensoriomotrices (Di Yorio,
2010).
[4] Utilizamos
el vocablo “dinamogenia” motivado por los hallazgos y criterios de la
grafología, según la cual, la dinamogenia del trazo corresponde a movimientos
quirográficos libres y enérgicos que se traducen en una escritura fluida,
rápida, firme, fuerte y pletórica de una descarga de impulsos de naturaleza
psicológica. La dinamogenia se opone a la “inhibición gráfica” que implica
escrituras llenas de frenados, vacilaciones, debilidades y ralentizaciones
(Lecerf, 1976).
[5] El
empleo del término “quirográfico” en este texto carece de las connotaciones
vinculadas a la práctica de lo que ciertos autores conciben como la lectura del
carácter y el destino por medio de las líneas de la mano y los rasgos y
síntomas que esta presenta (quiromancia o quirología). Más bien, su utilización
está motivada por las consideraciones del semiótico sueco Göran Sonesson
(1997), quien asume que, luego de la creación de la fotografía en el siglo XIX,
existen, en general, dos formas de crear imágenes: la primera, con la ayuda de
aparatos técnicos más o menos complejos, como las cámaras fotográficas o de filmación,
y la segunda, con la mano, apoyándonos en instrumentos como lápices, trozos de
bambú, pinceles, carboncillo, entre otros. Esta segunda categoría se fundamenta
en lo que el autor llama el “trazo quirográfico”, es decir, aquel que es
realizado manualmente y que, por consiguiente,
posee toda la carga variable del psiquismo humano; esto incluye sus
distintas intensidades.
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