Iconismos (II): La vida sin mito

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Alejandro Useche


       "Uno de los grandes problemas psicosociales del mundo contemporáneo es que ya no creemos. Me refiero a la creencia llana y simple en el icono, en las imágenes nucleares de la vida trascendente. Me refiero a la fe indoblegable en el mito. Una mente sin mito es una mente enferma. Sin embargo, por el contrario, potenciamos en exceso el logos, el raciocinio que nos permite discernir las cosas, indagar las causas y los efectos, conceptuar la vida y decidir qué es razonable y qué no lo es. ¿Pero acaso la experiencia vital es algo explicable? Valga la acotación de que aún no conocemos los hechos más básicos de la vida. No sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos. Es decir, desconocemos la raíz y la desembocadura. Asimismo, tampoco conocemos de qué está hecha la vida. Desconocemos  la verdadera physis de las cosas, esto es, aquello que hace que todo viva y crezca. Por ende, nos es bastante confuso el propósito de la vida. Todas estas preguntas --así lo asumimos-- no pueden responderse desde el logos, desde la razón. Queda la imaginación, la creencia, la fe. Y toda fe es mítica. Y todo mito se expresa por medio de la imagen. ¿Cómo creer en algo que no posee imagen?


       El icono es lo que nos conecta con la realidad. Recordemos que su rasgo básico es la semejanza. Y su efecto elemental, el reconocimiento. Reconocernos en la imagen posee un poder sin igual. Y cuando la imagen es propiamente mítica, entonces el hombre vive su dimensión simbólica, aquella que, sin cuestionamientos, hace que el individuo viva todos los fragmentos de la vida como un todo, en constante correlación de semejanza u oposición. Entonces, el hombre no se siente solo en el universo. Pero para acceder a esa dimensión, debe creer. Un hombre puede leer y conocer los grandes mitos o textos sagrados del mundo, pero eso no lo conduce a creer. Puede leer y conocer el Enuma elish babilónico, pasando por la Biblia, por los grandes mitos grecolatinos a través de Homero, Hesíodo, Orfeo, Ovidio o Virgilio, hasta llegar a los Himnos védicos o el Bhagavad-Gita, pero entre más conciencia hay de la diversidad de opciones para creer, menos se cree. Ningún camino es mejor que el otro. Todos son razonablemente buenos. Razonablemente profundos y ricos, complejos y humanos, poéticos y sensibles. Pero están demasiado mediatizados, tan re-semantizados, clasificados, enmarcados histórica y culturalmente, que no son creíbles. ¡Y es que da terror creer! ¿No es ése el mismo temor que nos invade ante el comportamiento de los fanáticos, ora religiosos, ora políticos? Entonces, se plantea el dilema: o creer ciegamente o no creer ciegamente. El asunto con creer ciegamente es que te conduce al dogma. El problema de no creer ciegamente es que te conduce a una creencia negativa irracional que anula los mecanismos sanos del imaginario humano. 

       En este orden de ideas, queremos apuntar algunas reflexiones más. Por un lado, habría que preguntarse acerca de la viabilidad de las mitologías personales. Los poetas tienen mucho que enseñarnos al respecto. Una mitología personal es libre de combinar cualesquiera elementos preexistentes de cualquier práctica o doctrina religiosa, espiritual o esotérica. También puede pergeñarse elementos 'nuevos'. Asimismo, es libre de creer en lo que desea. ¿Acaso hay algo mejor que creer en lo deseado y algo peor que creer en lo indeseado? Y es que, en definitiva, ¿existe alguna creencia antinatural per se? Aquello que el hombre imagina es imaginable porque su condición de hombre se lo permite. Esto es, el hombre no puede imaginar inhumanamente. Por consiguiente, todo lo imaginado es propio del ser humano y no lo traiciona. ¿Y la creencia no es una de las formas de la imaginación? La creencia no es un facto, un dato, un hecho verificable. Creencia no es verdad. Creer es imaginar que algo es cierto. Entendemos aquí imaginación en su acepción suprema y creadora y no como la facultad de fantasear banalidades. Si creer es imaginar, también es, por ende, crear. Si no creemos, no creamos. Y si no creamos, nos volvemos --manipulando la idea de Herbert Marcuse-- hombres bidimensionales, aplanados por el logos. Por otra parte, cabe preguntarse si es posible creer, míticamente hablando, en imágenes. Un fenómeno muy singular ha sido el hecho de que las religiones protestantes, de fuerte tendencia iconoclasta, hayan generado, con el tiempo, en sus feligreses, la idea de que para comunicarse con Jesucristo es preciso asumirlo como una persona más, con imagen y voz, con presencia constante. En este sentido, asumimos esto como un indicio de que la creencia se potencia con la iconicidad. 

Por último, creemos que es importante no sólo la integración del logos y del mito, cada uno en la esfera vital que le corresponde, evitando poetizar lo que no se deja poetizar,  y tratando de no racionalizar lo que es imposible de analizar y mesurar. Asimismo, cabe preguntarse la posibilidad de mantener la creencia sin dogmatismos, es decir, sin la osificación de las imágenes que sirven de núcleos a dicha creencia. Es importante que las imágenes se mantengan frescas, en movimiento, aleteando, metamorfoseándose. Estamos hablando de iconos que se enriquecen constantemente. De este modo, creemos que la alegorización es el mayor peligro para la vida mítica. Su antídoto, la simbolización, por cuanto la experiencia simbólica es integradora, polidentitaria (nos permite adjudicarle un sinfín de identidades a una misma cosa cada vez que lo deseamos) y dinámica. Raimon Panikkar dice que la experiencia simbólica es un despertar, una advertencia. ¿Creer no sería despertar del sueño de la razón?"


* Texto publicado en El Nuevo IPCista, en la Columna "Imágenes del Hombre", Caracas, noviembre-diciembre de 2008, página 5.


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